
La pública aunque involuntaria exposición de una magistrada del Poder Judicial, a la que en un vídeo se la ve ejerciendo a los gritos lo que ella misma ha llamado «tutela judicial efectiva directa, sin filtros y sin intermediarios», ha actualizado sin querer la vieja frase del barón de Acton que dice: «El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente».
El famoso barón escribió la frase que lo inmortalizó en una no menos famosa carta que dirigió al arzobispo anglicano Mandell Creighton, en el ya lejano año de 1887. Lo que la historia y el uso vulgar de esta frase han hecho es dejar casi en el olvido la segunda parte de la contundente afirmación del aristócrata, que decía: «Los grandes hombres son, casi siempre, malos hombres...».
En 2018, a pocos días de que en estas tierras dé comienzo el otoño austral, la enérgica jueza salteña ha hecho, sin proponérselo en absoluto, una aportación decisiva al debate que por estos días se ha entablado en Salta alrededor de la conveniencia de que los jueces de más alto rango ejerzan como tales durante toda su vida, en contra de lo que prescribe la Constitución provincial.
En efecto. Aterrorizada por la soberbia de la jueza, mucha gente se ha dado una vuelta por el mohoso castillo del viejo y barbudo Lord Acton y ha reformulado su célebre frase del siguiente modo: «Si el poder corrompe, el poder ejercido de por vida corrompe más completamente».
Algunas personas que solo hasta ayer no tenían una opinión clara sobre si los jueces, de cualquier rango, debían durar «para siempre» (esto es, hasta que Diosito los llame de vuelta), se han dado cuenta casi de golpe de que los vastísimos poderes que ejercen quienes están -o mejor dicho, se creen- exentos de rendir cuentas al soberano acarrean el peligro de la arrogancia, la enfermedad del poder y el abuso, entre otros males, por supuesto.
Dicen los profesores Paul Carrington y Roger Cramton, antiguos decanos de las facultades de Derecho de Duke y Cornell, respectivamente, que cuando los padres fundadores instituyeron las magistraturas vitalicias no pudieron racionalmente prever que el aumento de la expectativa de vida de las personas en algún momento pondría en peligro la necesaria rotación en una rama tan poderosa como esencial para el gobierno representativo como es la de la Justicia.
Según algunos estudios serios, en los Estados Unidos, a causa de los periodos de ejercicio más largos, las designaciones de nuevos jueces se han hecho menos frecuentes, con el riesgo que ello supone para el sistema democrático y la rendición de cuentas que es consustancial con la independencia judicial y clave para un sistema basado en las libertades. Los estudios revelan que en aquel país el tiempo promedio entre designaciones casi se ha duplicado (ha pasado de 1,7 a 3,3 años) en el último tercio del siglo XX.
Con los jueces vitalicios sucede como con las pensiones de jubilación: cuando en los albores del Estado del Bienestar las prestaciones se concibieron como vitalicias, hombres y mujeres llegaban, con suerte, a cobrarlas durante diez años desde que se jubilaban. Ahora, con mejor salud, sobreviven entre 30 y 40 años al retiro y, por tanto, el Estado tiene que desembolsar mucho más dinero.
Del mismo modo, cuando se inventó lo de la inamovilidad de los jueces «hasta la muerte», el cálculo era que un juez o una jueza, con buena salud y sin caer en la decrepitud prematura, podía ejercer su cargo durante unos quince años, aproximadamente, periodo al cabo del cual se daba prácticamente por hecho que quien iba a pronunciar su inapelable sentencia era la biología.
Ahora, con la certeza de que un juez puede serlo hasta que se le antoje -mientras no reciba antes la visita de la parca- muchos magistrados se creen dioses y entran, por voluntad propia, en una espiral de «complacencia hubrística», en un enamoramiento patológico del poder (la autoridad soy yo, y yo «soy más» que la licenciada), como lo ha puesto de manifiesto con un candor que es digno de encomio la vociferadora jueza de Familia de Salta.
Para muchos, es casi seguro que si la magistrada no se sintiese tan seguramente atornillada a su sillón, hubiera dejado la diligencia que empecinó en realizar en primera persona, en manos de mediadores competentes y cualificados, como señalan los protocolos internacionales de intervención judicial sobre menores de doce años de edad.
Comentando este asunto, se escuchó ayer a un sabio juez de Salta decir: «yo puedo dar la orden de desalojar un inmueble por la fuerza; lo que no puedo hacer es presentarme allí yo mismo con un palo».
Si la jueza en cuestión estuviera obligada a rendir periódicas cuentas ante los ciudadanos (o sus representantes, sentados en las cámaras legislativas) es casi seguro que hubiera optado inteligentemente por rebajar el volumen de discurso y no hubiera irrumpido en un hogar familiar de la forma en que lo hizo; es decir, como elefante en un bazar.
Mucha gente se pregunta hoy cómo reaccionaría la misma señora a una multa de tránsito, o qué cosas diría si alguien la mira mal en la cola del supermercado, o con qué tono se dirigirá a la maestra de sus hijos o a la directora de la escuela. Es muy probable que también en estos casos la magistrada baraje a sus interlocutores diciéndoles: «Ojito conmigo, ¿eh?, que yo soy más que la licenciada».
Si, en lugar de inamovible (a pruebas de pavas de agua hirviendo), la misma jueza estuviera obligada a someterse cada cierto tiempo a reválidas controladas de su pública autoridad, su independencia o su imparcialidad no se verían de ningún modo menguadas. Ni la independencia ni la imparcialidad están aseguradas simplemente por la psicología del personaje o por la mayor o menor sinceridad de su juramento constitucional, sino más bien por el hecho de que nuestro sistema de garantías obliga a todos los jueces a dirimir las controversias con arreglo a una ley preexistente, que se supone objetiva y neutral, y a adecuar sus comportamientos a unos criterios judiciales que muy lentamente van sedimentando y que conforman un acervo en el que razonablemente no caben ni los jueces «proactivos» ni la ejecución «directa» de los mandamientos judiciales.
Si los jueces tuviesen que ejecutar sus sentencias en persona, la jueza Güemes, además de pronunciar el fallo, seguramente querría ocupar también el lugar del verdugo en el cadalso (si existiese la pena de muerte), como aquel estudiante que, de visita ocasional al matadero municipal de Salta, pidió a guía que le dejaran darle el mazazo para atontar a una vaca.
El problema se produce cuando las leyes son defectuosas o insuficientes y entonces dejan al juez amplios espacios de discrecionalidad que en una buena cantidad de casos llenan con ecuanimidad y equilibrio (hay personas que han nacido para ser justas), y, en otras -como en el caso de esta señora magistrada- se llenan con voluntarismo, abusos verbales y arbitrariedad, olvidando que uno de dos de los pilares de la democracia son la humildad y el recato, valores que definen y singularizan a todas las magistraturas del Estado, desde las más básicas hasta las más encumbradas.
Vivimos en una época de aguda crisis de autoridad. Pensar que la que ejercen los jueces se encuentra a resguardo de las críticas, los cuestionamientos e, incluso, la desobediencia, es una ilusión; una trampa en la que lamentablemente caen a menudo aquellos que no tuvieron la suerte de criarse en una democracia de verdad, a los que de pequeños les enseñaron a arrodillarse en los desfiles frente al palco en el que estaban el Gobernador, el Arzobispo, el Intendente, el jefe de la Guarnición y el presidente de la agrupación oficial de gauchos, y que creen que la autoridad es algo que se sufre, pero solo hasta que a uno le toca ejercerla.
Cuando ese momento llega, la gente se enterará de lo que vale un peine.