
Así se desprende de la anunciada decisión presidencial de enviar al Congreso de la Nación un proyecto de ley para declarar durante los próximos cuatro años «capitales alternas» a treinta ciudades que no son capitales de las provincias en las que se encuentran.
Según la información oficial de que se dispone hasta el momento, el objetivo que persigue el gobierno federal es el de «profundizar la implementación de políticas de descentralización y federalización, acercar la gestión y los asuntos de gobierno a todo el territorio nacional».
En nuestro sistema institucional, la potestad de instituir a una ciudad como capital de una Provincia corresponde al poder constituyente de cada una de las provincias federadas (el de Salta ha ejercido este poder a través del artículo 7 de la Constitución provincial). Esta potestad se inscribe, sin dudas, en el ámbito regulatorio del artículo 121 de la Constitución argentina, que dice que las provincias conservan todo el poder no delegado por la propia Constitución al gobierno federal. Entre estos poderes no delegados figura, lógicamente, el poder de decidir la capitalidad de una ciudad o de otra. En este tema, en concreto, los poderes federales sencillamente no se pueden meter.
Si de lo que se tratara es de «sacar a pasear la capital federal» (asunto bien diferente), una medida como esta requiere de la conformidad explícita del poder político provincial, y no el voto simple del Congreso Nacional, puesto que el territorio de las provincias es -y de hecho funciona de ese modo- un bloque sin costuras ni fisuras, y solo una ley de las legislaturas provinciales puede «federalizar» una parte del territorio, aunque sea de forma temporal y rotatoria.
Pero, a la vista de lo que ha trascendido a los medios de la iniciativa presidencial, es dudoso que el proyecto apunte a la creación de «capitales federales alternativas», pues en tal caso el gobierno debería haberse fijado primero en las capitales provinciales y no en ciudades de segunda línea. Al haberlo hecho de este modo, queda en evidencia que lo que quiere el gobierno federal es interferir en los asuntos internos de las provincias federadas; es decir, crear nuevos problemas y no solucionar los antiguos.
Como se puede comprobar con facilidad, la «federalización» del país es una simple excusa y no es de las mejores. Otro tanto se puede decir de la anunciada «descentralización», que, por definición, es una técnica de ejercicio de la potestad administrativa más propia de los estados unitarios que de los federales. Si realmente se siquiera descentralizar la administración federal se debería trasladar la sede de la ANSeS a Chilecito, la de la AFIP a Guaymallén y la Corte Suprema de Justicia a Río Cuarto, pero con carácter permanente y no meramente transitorio. Hacer rotar a las principales instituciones federales como si fuera un circo, no contribuye a afianzar la seriedad del país. Mucho menos, su cohesión.
El razonamiento más simple nos dice que el poder federal no puede «elegir» a su gusto las instituciones provinciales con las que se va a relacionar. Es decir, ni el Presidente de la Nación ni el Congreso pueden designar «gobernadores alternos», «legislaturas alternas», «tribunales de justicia alternos» y, desde luego, tampoco «capitales alternas».
La capital de un Estado cualquiera -una Provincia, por ejemplo- es una institución política y no un simple artefacto administrativo ni un adorno cultural. Y si no que le pregunten a la autoridad palestina qué opina de que el presidente Donald Trump haya reconocido a Jerusalén como capital del Estado de Israel.
El Presidente y el Congreso federal están obligados a «cohabitar» con provincias gobernadas por otros partidos políticos y por ello no es admisible que se intente eludir este deber de cohabitación con una elección arbitraria de ciudades capitales, que supone inmediatamente la elección de intendentes y concejos municipales afines al régimen. Si el presidente Fernández quiere seguir los pasos de Trump, allá él, pero que no intente disimular sus intenciones centralizadoras detrás de una máscara de falso federalismo.
Si el Presidente de la Nación concretara su designio de aprobar una ley para instituir «capitales alternas» estaría avanzando muy claramente sobre la autonomía de las provincias, que está obligado a respetar porque la norma fundamental que da pie a la organización del país (el pacto federal) así lo impone. Lo lamentable es que esta operación de aniquilación de la autonomía de los territorios se lleve a cabo en nombre del federalismo.