
Después de la fallida experiencia de Salta y de las muy controvertidas elecciones en la ciudad de Buenos Aires, el voto electrónico estaba en terapia intensiva, hasta que unos acontecimientos violentos (no se sabe si espontáneos o no) han vuelto a colocar a esta perversa herramienta en el centro del debate político.
Sería muy arriesgado decir que los sucesos de Tucumán fueron planificados por alguna mentalidad retorcida con la intención de extender el voto electrónico a todo el país. Sería inhumano que alguien convirtiera una desgracia -como lo es el enfrentamiento violento entre personas- en un acontecimiento propicio para extender un negocio privado.
De lo que no caben dudas es que los partidarios y merchandisers de la mal llamada boleta única electrónica, en vez de condenar los sucesos de Tucumán, se han frotado las manos.
No se puede permitir que los mercaderes del dinero triunfen a costa de los tropiezos de nuestra democracia.
Si en Tucumán hubo o no fraude electoral es una cuestión que ahora importa poco. Lo que es importante rescatar ahora es que el voto tradicional con papel ha permitido que las irregularidades y los comportamientos antidemocráticos encaminados a tergiversar el sentido del voto salgan a la luz. Si las hemos visto, ha sido gracias, precisamente, al voto tradicional y no por su culpa. Es el voto electrónico el que no permite que la trampa se vea e impide que el ciudadano defraudado reaccione en defensa de sus derechos.
La quema de urnas o su llenado irregular podrían haber sucedido también con el voto electrónico. El robo o la destrucción de boletas está relacionado, más con la asfixiante cultura del «cuarto oscuro» y con la picaresca ancestral que con el sistema de votación. El robo y la destrucción de papeletas se puede evitar sacando los votos del cuarto oscuro; es decir, exhibiéndolos públicamente para que elector pueda escoger varios de ellos antes de dirigirse a una cabina para ensobrar el que prefiera, sin revelar en ningún momento su voto.
La violencia puede estallar en cualquier momento, aunque se vote por telepatía.
Pocos se dan cuenta que los excesos que se cometen el día de las elecciones están vinculados con el clima de tensión y de enfrentamiento creado por los propios protagonistas políticos y no por el sistema de votación. Es la falta de libertad y no su exceso lo que propicia que los ciudadanos acudan crispados a votar.
A las consignas de los partidos y de los candidatos se une la presión de la autoridad electoral, que comienza por convertir las jornadas de reflexión (en las que debería reinar la libertad y la tranquilidad más absolutas) en un régimen carcelario en donde no solo están penalizadas la diversión y las reuniones, sino también seriamente amenazado el derecho de opinar libremente.
El sistema de votación es un detalle casi insignificante cuando los ciudadanos deben acudir a votar en una atmósfera de represión y de controles exagerados. Mientras los partidos sigan tirando de la cuerda del odio y las autoridades continúen asfixiando la libertad, los votantes seguirán considerando a las elecciones como una batalla campal y no como un ejercicio sosegado y reflexivo de responsabilidad cívica.
Para lograr esto último, el voto electrónico tiene muy poco para aportar.