
Durante la jornada del domingo, Rumanía elegirá a su presidente en unas elecciones en las que puede haber una segunda vuelta, señalada ya para el domingo 24 de noviembre. El actual presidente, Klaus Iohannis, electo en 2014, se presenta a la reelección.
El mismo día, España celebrará elecciones generales. Esto quiere decir que los ciudadanos españoles con derecho al voto (unos 37 millones) están convocados a elegir a las 14ª Cortes Generales: 350 asientos en el Congreso de los Diputados, que elige luego al gobierno, y 208 de los 265 escaños del Senado.
Pero también hay elecciones en la Argentina, aunque en este caso solamente en la Provincia de Salta, lugar en donde, por capricho del Gobernador saliente, las elecciones se celebran después de las cruciales elecciones presidenciales del pasado 27 de octubre. En Salta se elige al Gobernador, al Vicegobernador, a la mitad de los senadores y diputados provinciales y a todos los cargos municipales electivos. Un poco más de un millón de ciudadanos han sido llamados a votar.
Comparando los tres procesos electorales se puede llegar a la conclusión de que el más decisivo de todos ellos -que no el más importante- es el de Salta, en donde -en apariencia- se cierra un largo ciclo (24 años) de hegemonía de un poder autoritario, oligárquico e inflexible, caracterizado por la corrupción, la ineficiencia y el alarmante crecimiento de la pobreza. Y digo que el ciclo concluye en apariencia porque hay claros signos en el horizonte de que aquel poder, largamente desbordado por los acontecimientos y superado por la historia, trabaja sin descanso para subordinar a sus propios intereses al futuro Gobernador de Salta.
En España las elecciones son muy importantes pero parecen lejos de ser decisivas, como en Salta. Los españoles ya votaron el pasado 28 de abril de 2019, en unas elecciones que otorgaron la mayoría relativa -pero insuficiente- al Partido Socialista Obrero Español, que viene gobernando desde el 2 de junio de 2018, fecha en que prosperó la moción de censura parlamentaria contra el gobierno de Mariano Rajoy.
La 13ª legislatura, que duró desde el 21 de mayo de 2019 hasta su disolución el 24 de septiembre del mismo año fue la segunda más corta de la historia reciente de España.
Durante todo el pasado verano, antes y después del receso de agosto, los partidos y sus líderes intentaron sin éxito llegar a acuerdos para gobernar. Los partidos de centro derecha se negaron en todo momento a favorecer con su abstención la investidura del candidato más votado, el socialista Pedro Sánchez, y este a su vez fue incapaz de llegar a un entendimiento con Unidas Podemos, la formación de la izquierda bolivariana española que reclamó en todo momento, aunque con diferente intensidad según iban pasando las semanas, la conformación de un gobierno de coalición, inédito en la democracia española.
Casi todas las encuestas -excepto quizá la del gubernamental Centro de Investigaciones Sociológicas que prevé una importante subida del PSOE- pronostican que el bloqueo que abortó la 13ª legislatura se reproducirá después del próximo domingo. Pocas cosas han cambiado en la política española entre abril y noviembre. Si acaso, el suceso más importante entre elecciones ha sido la publicación de la sentencia del Tribunal Supremo que condena por los delitos de sedición y malversación a la práctica totalidad de los miembros del gobierno catalán que fuera presidido por el fugado Carles Puigdemont.
Los otros acontecimientos importantes son el significativo ascenso de Vox -el partido xenófobo y antifeminista de la ultraderecha española que espera mejorar sus resultados de abril y sobrepasar a Ciudadanos-, la caída leve del PSOE, la más acusada de Ciudadanos y la ruptura de la izquierda extrema con la aparición de Más País, partido liderado por Íñigo Errejón, quien fuera la segunda espada de Pablo Iglesias.
Los 37 millones de españoles que están llamados a la urnas no lo van a tener fácil, excepto quizá en la hoy revuelta Cataluña, en donde las elecciones generales del reino volverán a ser una especie de plebiscito sobre la independencia. En todos los demás territorios la dificultad consiste en conseguir los resultados necesarios para que los partidos que protagonizaron el bloqueo del verano pasado se pongan finalmente de acuerdo y pueda haber aquí un Gobierno capaz de sostenerse durante los próximos cuatro años.
Pero si el desafío de formar gobierno es importante, el nuevo Ejecutivo tendrá que lidiar con las presiones independentistas en Cataluña, con la ralentización del crecimiento económico (Bruselas acaba de revisar a la baja las previsiones para España) que es producto de la falta de gobierno y de la consecuente imposibilidad de sancionar nuevos presupuestos y con el nuevo escenario que se abrirá en Europa tras el Brexit.
Soy perfectamente consciente de que no está bien mezclar unas cosas con las otras, pero mi voto del próximo domingo en España estará de alguna forma iluminado por los recientes sucesos políticos de la Argentina. Votaré con la expectativa de un gobierno de gran coalición, a la alemana, desechando al mismo tiempo todas las opciones populistas, sean de derecha o de izquierda; así como a los partidos y líderes que abierta e irresponsablemente se pronunciaron aquí por el regreso de fórmulas políticas que creíamos superadas en la Argentina, sin tener mucha idea de lo que estaban haciendo.
Y también pensaré en Salta a la hora de emitir mi voto, puesto que votaré a favor de una democracia abierta, participativa, moderna e inclusiva, como la que durante 24 años nos negaron con la peor de las intenciones los gobernadores Juan Carlos Romero y Juan Manuel Urtubey.
Votaré a quien ofrezca las mejores garantías a la hora de mantener el Estado del Bienestar, sin sacrificar las libertades fundamentales y sin poner en riesgo, con enfoques populistas irresponsables, la financiación de las ayudas y las prestaciones sociales. Votaré a los que sean capaces de construir acuerdos, aunque sean inestables, y no se sientan tentados a eternizarse en el poder. Votaré a los que más capacidad demuestren para hacer reformas que procuren una mejor adaptación de España y de los españoles a los vertiginosos cambios que experimenta el mundo.
Es decir, votaré aquí con la ilusión de que mis aspiraciones -que son bastante modestas, dentro de todo- algún día se puedan hacer realidad también en Salta, un lugar en donde sus habitantes ya han sufrido demasiado como para exponerlos otra vez a un largo ciclo de dominación política bajo liderazgos mesiánicos y populistas.
Y me daré otro gusto: el de votar con papeletas pequeñas, claras e inequívocas (no en una pantalla confusa llena de colorinches), sin letras de catástrofe en los votos, sin retratos de candidatos con sonrisas forzadas, sin escudos gigantes, en urnas de metacrilato absolutamente transparentes (no de cartón opaco), sin sospechas de fraude ni denuncias por venta clandestina de vino, sin policías malencarados en la entrada de las escuelas.
Y si a la salida alguien me pregunta mi voto para una encuesta a pie de urna, diré que he votado en contra de Romero y de Urtubey, con lo cual dejaré sumido en una total perplejidad a mi encuestador, pues la fama de los dos últimos sultanes de Salta (que esperamos que de verdad sean los últimos) no ha llegado por suerte a esta lejana, contradictoria, agitada pero democrática península.