
Leavy se propone ahora «presentar un proyecto en ambas cámaras» para suprimirlo.
Lo cual es sorprendente, no por la supresión en sí, que es reclamada por buena parte del arco político, sino porque es suficiente presentar un solo proyecto para que sea tratado por las dos cámaras y porque es absurdo presentar un proyecto para lo mismo en cada una de ellas.
El caso es que los socios y amigos de Urtubey, como Leavy, ven ahora en el voto electrónico al demonio que no vieron durante los últimos nueve años y que ha venido carcomiendo las entrañas del régimen electoral salteño.
Al igual que otros que han sido derrotados de forma aplastante, Leavy no ha lanzado acusaciones de fraude informático, sino que ha dicho que el juguete favorito de su amigo Urtubey «lo ha perjudicado», entre otras cosas, porque «emplea una tecnología del año 2009».
Pero Leavy no quiere que las máquinas grises funcionen con tecnología de 2019 o incluso con otras más avanzadas. Quiere quitarse el voto electrónico de encima, porque así está convencido de que le va a ganar a Sáenz cuando tengan que enfrentarse, esta vez el uno contra el otro, el próximo 10 de noviembre.
Leavy ha dicho, sí, que el voto electrónico «no es el mejor sistema para elegir y ser elegido» y que el pasado domingo ha visto «muchísimos inconvenientes en toda la provincia».
Lo que no dice el doble candidato es que buena parte de los «incovenientes» a los que se refiere se produjeron por la enorme cantidad de candidaturas, a las que su formación política -el Frente de Todos- aportó el mayor volumen, en toda la provincia.
Leavy sostiene también que «el voto electrónico no nos da seguridad a ninguno de los que participamos» (especialmente a los perdedores), y dice en tal sentido que ha hablado con otros candidatos, como Alfredo Olmedo o Elia Fernández, que -dice- se encuentran «en la misma situación».
Pero son estos problemas que se deben ventilar antes de una votación y no después, porque hay suficiente evidencia teórica y empírica de la debilidad estructural del voto electrónico salteño, de su alarmante vulnerabilidad y de la dependencia indigna de las fuerzas políticas, candidatos y ciudadanos de un órgano como el Tribunal Electoral, que ha trabajado y trabaja como vendedor interesado y soporte político de las máquinas de votación y carece tanto de imparcialidad como de idoneidad técnica.
Habría que preguntarse cuál sería ahora la postura de Leavy sobre el voto electrónico si en vez de perder las elecciones las hubiera ganado. Lo que está claro ahora mismo es que tanto ganadores como perdedores prefieren que sus resultados no estén comprometidos por las sospechas de una herramienta opaca e inverificable. Prefieren, obviamente, echarle la culpa de sus fracasos a otros factores.