
Cuando cumplí los 18 años, los militares argentinos usurparon el poder, anularon la Constitución y suprimieron las elecciones. No pude votar hasta que cumplí los 25 años.
Durante todo aquel tiempo me pregunté, como muchos, cómo sería nuestra democracia y nuestra convivencia si pudiéramos ejercer el derecho a votar de forma periódica, durante un largo periodo de tiempo, sin interrupciones absurdas y autoritarias.
Jamás imaginé -y debo reconocerlo aquí- que el voto regular y teóricamente libre nos iba a conducir a una democracia tan deficiente como la que hoy tenemos.
Lamentablemente, no hemos podido hacerlo mejor y de este fracaso debo admitir la parte de culpa que me toca.
36 años después de mi primer voto, compruebo con tristeza que otros países con democracias tan recientes como la nuestra lo han hecho mucho mejor que nosotros y que, en algunos lugares, la falta de tradición democrática no ha sido un obstáculo (más bien todo lo contrario) para construir un sistema electoral racional y moderadamente eficiente.
Cuando veo en la Argentina las largas colas en los lugares de votación, las urnas de cartón con unas fajas rotas, las precarias máquinas de voto electrónico, a una tropa de fiscales en las mesas y otra de policías en los centros de votación me pregunto si en todo este tiempo no hemos sido capaces de aprender nada.
No creo equivocarme si digo que en la Argentina se vota cada vez en peores condiciones y que los resultados de nuestras elecciones, más allá de nuestras preferencias personales, son cada vez menos satisfactorios.
De entre todas las inconsecuencias de nuestro sistema de elecciones me gustaría hoy detenerme en una, que no es la más perniciosa, pero cuya irrupción ha provocado que el ejercicio del derecho al sufragio activo se convierta en una actividad cara y poco transparente.
Me refiero al sistema de elecciones primarias elegido por la Argentina.
Este tipo de elecciones, que son obligatorias para todos los ciudadanos, con independencia del partido con el que simpaticen, y que se deben celebrar de forma simultánea para todos los partidos, tendría algún sentido si se lograra reunir estas dos condiciones:
1) que hubiera, efectivamente, partidos políticos; y
2) que en el seno de estos hubiese corrientes internas cuyas discrepancias no se pudieran solventar por otros mecanismos más transparentes y democráticos.
Evidentemente, en la Argentina de hoy no se cumplen ninguna de estas dos condiciones.
Al no existir partidos políticos, ni como estructuras estables ni como opciones claramente diferenciadas entre sí, tampoco hay tensiones internas dentro de ellos que necesiten de una composición democrática externa, pues los liderazgos sectoriales enfrentados siempre encuentran un canal de expresión fuera de los mismos partidos que teóricamente le proporcionan una cobertura legal.
Dicho lo anterior, las PASO en la Argentina se han convertido más en un obstáculo para la democracia que en un elemento favorecedor o propiciador de la misma.
Si el objetivo primordial de las PASO fuese el de racionalizar la oferta electoral de las elecciones generales (las verdaderas), dejando fuera a aquellas fuerzas que no han alcanzado el mínimo legal exigido, sería mucho más barato y racional dejar que todos -con independencia de su número y entidad- pudieran concurrir a unas elecciones generales y después tomar ciertas medidas respecto de aquellas fuerzas que no han alcanzado el número mínimo para su reconocimiento legal o para el acceso a las subvenciones que concede el Estado.
Convocar al cuerpo electoral a votar dos veces es mucho más caro y, sobre todo, más molesto para el elector, al que se le obliga a votar aunque no desee hacerlo.
Las PASO son una solución cómoda, especialmente para aquellos partidos que no tienen la menor idea de cómo hacer para resolver sus disputas internas. Pero esto representa una grave contradicción, pues si para nuestra Constitución los partidos políticos son instituciones fundamentales del sistema democrático, ¿qué sentido tiene que unas elecciones internas obligatorias desincentiven la participación en los partidos y acaben propiciando su desaparición?
La extrema movilidad de dirigentes y candidatos entre diferentes partidos y la conformación de «espacios», efímeros y flexibles, no solo coloca en un segundo o tercer plano de importancia a los partidos políticos y a sus internas, sino que acaba haciendo inútiles a las PASO. Una inutilidad que sin embargo pagamos generosamente.
Casi todo el mundo sabe que unas elecciones, cualesquiera que sean, mueven millones y millones, entre dinero y otros recursos, que se reparten en partes desiguales entre los gurúes electorales que viven del invento, los medios de comunicación que hacen su agosto y la corrupción siempre presente.
Acabar con las PASO es difícil, entre otros motivos, por la resistencia de los grupos vinculados a estos intereses.
Si de verdad queremos mejorar nuestra democracia, el primer paso es incentivar la reconstrucción de los partidos políticos como organizaciones estables y de base programática, y, correlativamente, desincentivar las «salidas por fuera», los espacios fantasma, las alianzas contra natura y los liderazgos personales.
En la medida en que las PASO se han convertido en un refuerzo institucional a todas estas anomalías del sistema político, deben ser desterradas y dejar que los partidos resuelvan sus problemas internos de la forma en que las leyes lo han previsto (no a sillazos, como en el Comité Nacional de la UCR), y que solo se convoque a los electores a elegir cargos de forma efectiva y no a una encuesta cara y de resultados manipulables.
Volviendo a la última etapa de mi adolescencia, podría decir que si a los militares de entonces se les hubiera dado por entorpecer aún más el ejercicio del derecho al voto, habrían ellos inventado las PASO, pues en su endiablada formulación se advierten claramente las sombras del autoritarismo liberticida de aquellos que siempre han desconfiado de la capacidad de los ciudadanos para resolver sus propios problemas.
Algunas veces esta desconfianza se expresa escondiendo las urnas (como Galtieri), y en otras se materializa poniéndolas en las escuelas cuando no corresponde ponerlas.