
Es decir que cada 46.000 habitantes, en Salta hay un partido político. Para una población tan escasa y tan poco variada ideológicamente, 28 partidos es un número exagerado.
Así como nadie sabe explicar para qué hay tantos o cuál es la utilidad democrática de un número tan elevado formaciones políticas, casi nadie es capaz de recordar el nombre de más de cuatro ellas.
Si ya es difícil memorizar el nombre de los partidos, que de alguna manera se mantiene estable en el tiempo, mucho más difícil es que los ciudadanos recuerden el nombre de las coaliciones electorales que estos partidos conforman, todas ellas dotadas de un nombre nuevo, cada vez más menos imaginativo, cada vez menos distintivo.
Como ninguno de los 28 partidos reconocidos en Salta tiene la más mínima posibilidad de ganar por sí solo las elecciones con una mayoría suficiente que asegure gobernar, todos ellos se ven en la necesidad de conformar «frentes» (coaliciones electorales) con otros.
Pero estos «frentes» no reúnen a los militantes de un partido con los militantes de otro, sino que mezclan un poco de aquí, otro poco de allá. Para explicarlo mejor, podemos decir que el Partido Justicialista aporta militantes a casi todos los frentes constituidos, y algo parecido sucede con otros partidos menores, que suelen repartirse entre varios «frentes».
De tal suerte que, en Salta, las alianzas electorales no se conforman, como en otros lugares, en base a las ideologías o programas de los partidos, sino más bien en base a otros criterios bastante menos importantes, como la personalidad del líder o la opción de este en la política nacional.
Es decir, que los «frentes», antes que coaliciones electorales de partidos preexistentes, son verdaderos nuevos partidos, transitorios y ocasionales. Lo que se ha dado en llamar «espacios».
Casi nadie en Salta -ni siquiera los interesados- sabe hoy qué significan o qué representan los nombres de “Frente de Todos”, “Unión por Salta”, “Juntos por el Cambio”, y “Frente de Izquierda”.
Estos nombres tienen en común el hecho de poner por delante la idea de «unidad», pero ninguno aclara cuáles son las bases ideológicas o programáticas que promueve o justifica tal «unidad». Justamente lo que más importa a los ciudadanos es lo que menos atención o cuidado recibe de parte de quienes conforman los «frentes».
Tan grave como esto es que los “frentistas” suelen presentar sus componendas como «una gran conquista de la política» y una “sustantiva contribución a la concordia”, cuando en realidad van en la dirección exactamente contraria. Cada partido debería ser capaz de afrontar las elecciones por sí solo, y desaparecer si no alcanza un mínimo razonable de apoyo popular.
Aunque no se lo propusieran deliberadamente, conformar frentes flexibles, con partidos y militantes agrupados sin ninguna coherencia y sin ningún requisito, termina confundiendo a los electores, a los que, para diferenciar a los partidos y a sus propuestas, solo les queda el remedio de acudir a la imagen de los candidatos impresa en las papeletas de voto y el color de tales papeletas.
La confusión sin dudas degrada la elección, la hace menos significativa y, si acaso también, menos legítima. No solo porque la confusión hace más difícil adoptar una decisión racional, sino porque impulsa al elector a tener en cuenta otros criterios más superficiales para distinguir entre unos y otros. El resultado es, pues, una democracia superficial e inestable, basada en un sistema de partidos inútil, hipertrofiado y manipulable.