
El Gobernador de Salta no es solo responsable de meter por la ventana, con nocturnidad y alevosía, el voto electrónico, sino también de convertir al Tribunal Electoral de Salta en un kiosco al servicio de los intereses mercantiles de la empresa que nos hacía -y todavía nos hace- el favor de desplegar esas sospechosas máquinas en cada elección.
Insisto: fuimos pocos, muy pocos, los que denunciamos la maniobra y nos opusimos con firmeza y argumentos a su concreción y progreso. Cualquiera que tenga dudas acerca de la veracidad de esta afirmación puede acudir a las hemerotecas digitales.
Solo después de nosotros vinieron los grandes consultores informáticos, los hackers y los militantes y militantas de los derechos civiles que casi todos conocemos.
Y vinieron después porque, a decir verdad, Salta no les importaba demasiado. Nunca les importó. Muchos de ellos no sabían ni siquiera dónde estaba Salta en el mapa, hasta que por esas casualidades el gobierno de Macri en la Ciudad de Buenos Aires se propuso hacer votar a sus ciudadanos con los mismos artilugios denostados por un puñado de incrédulos en Salta. Solo entonces -no antes- se encendieron las luces de alerta.
Cuando Urtubey cruzó la frontera de El Tala para intentar vender la maquinaria a otras provincias, los activistas comenzaron a apuntarle. Nunca antes.
Mientras tanto, en Salta se saludaba la introducción del voto electrónico como «una gran conquista democrática», capaz de acabar con el fraude en lo que dura el chasquido de los dedos y de enviar a las profundidades de la historia al clientelismo político. Así lo dijo un prominente juez de la Corte de Justicia de Salta, que hoy debe estar cortándose las venas con una gillette mota.
Las alabanzas eran tan nauseosas que comenzaron a levantar sospechas, no ya entre los activistas de otras latitudes, sino entre los mismos salteños, que, a poco de andar, descubrieron que dentro de esas máquinas grasientas, parpadeantes y malolientes había cosas que los electores normales no podían controlar.
Los partidarios a ultranza del voto electrónico acusaron a los alemanes de «primitivos», a los holandeses de «ingenuos» y a los belgas de «brutos», por haber tomado cada uno de ellos la decisión de suprimir el voto electrónico en sus (primitivos) países. Salta era, entonces y solo entonces, un híbrido entre Atenas y Sillicon Valley, un lugar único en el mundo por su formidable acelerón modernista en materia electoral.
Pero, después de casi siete años de funcionamiento, venimos a descubrir que ninguno de los milagros que prometían los merchandisers del voto electrónico se ha concretado. Nuestra democracia es hoy más precaria y sospechosa incluso de lo que ya era antes.
De golpe, todo se ha parado. Ahora la herramienta que nosotros vimos venir desde lejos con la pata coja, ya no es tan buena ni tan excelsa. Ya no somos el Sillicon Valley de las democracias electorales avanzadas. Los activistas antivotoelectrónico aterrizan ahora en Salta y son recibidos con alfombra roja por quienes hasta hace poco los escupían y los insultaban en las redes sociales.
Pero esto no es, desgraciadamente, lo peor de todo.
Lo peor -quizá por inesperado- es que aquellos que habían visto (no tan tempranamente) la cojera de la herramienta, los que la denostaron por insegura, opaca e incontrolable, ahora la defienden y dicen que los activistas, los hackers, los programadores informáticos, los doctores en ingeniería y los defensores de los derechos civiles son un hatajo de terroristas que lo único que quieren es que vuelvan las trampas del -ahora- nefasto voto de papel.
Los alemanes han dejado de ser primitivos, los holandeses ingenuos y los belgas brutos. Ahora todas esas cosas juntas son los especialistas que montan conferencias en Salta para decir que el voto electrónico es una porquería.
Entre medio de estas dos partes interesadas en la trampa y la contratrampa han quedado emparedados como el jamón del sandwich aquellos que se aferran a la quimera de la boleta única de papel, algunos de los cuales -para decirlo sin circunloquios- han adoptado la feísima costumbre de decir que el voto de papel con boletas plurales es la madre de todas las fulerías, cuando esto no es cierto en lo más mínimo.
A todos estos señores, a los antiguos partidarios del voto-e (sus nuevos enemigos), a los que denuestan el voto de papel en cualquiera de sus modalidades y a los que defienden con ferocidad maternal la boleta única de papel les recuerdo que en el país en el que vivo (y en que voto regularmente) cada partido tiene su propia boleta y aquí las elecciones son tranquilas y bastante confiables, dentro de todo. No se acaba el mundo con ellas ni hay lunes negros después de que se celebran.
He dicho y lo repito aquí que el principal problema del voto de papel con boletas diferentes para cada partido y categoría es su ubicación en el cuarto oscuro. Una mala ubicación. Si las mismas boletas estuvieran a disposición de cualquier elector en un lugar a la vista de todos, las posibilidades de destrucción y robo de boletas (favorecidas por la sagrada intimidad del elector en el cuarto oscuro) serían mucho menores.
En muchos países se utilizan boletas diferentes y basta con que el elector tome varias de ellas antes de dirigirse a la cabina o al cuarto oscuro, para que nadie sepa cuál de todas en definitiva va a introducir en el sobre cuando le toque hacerlo. El secreto del voto está garantizado de esta manera.
Las boletas de voto, además, deben ser mucho más pequeñas y manipulables. Solo deben contener el emblema partidario (para su mejor identificación) y los nombres de los candidatos. Nada de fotos, nada de apodos, nada de letras tamaño titular de catástrofe. ¿Por qué no avanzamos en esta dirección? Nadie es capaz de responder.
La boleta única de papel, aunque es más práctica y económica, requiere del uso de un bolígrafo o de un lápiz y provoca alteraciones en el modo en que se cuentan los votos. El recuento necesita un poco más de tiempo, simplemente porque los resultados se tienen que comprobar varias veces antes de hacerlos oficiales.
En resumen. Que ya está bien de autoproclamarse pioneros en una cosa o en otra. Casi nadie se opuso al voto electrónico cuando era el momento de hacerlo. Casi todos (empezando por los apoderados de los partidos políticos) le permitieron a Urtubey hacer en su momento su santa voluntad y luego dejaron que el Tribunal Electoral les pasara el rodillo por encima. Por favor, que no vengan ahora a colgarse los galones de la primera hora.
Y si desaparece el voto electrónico, así los electores deban votar mañana haciendo marcas con un trozo de carbón sobre una pared, debemos celebrarlo todos. De momento solo se puede decir -y no sin júbilo- que el voto electrónico ha sido derrotado sin atenuantes. Y esta, más que una victoria cívica, es un triunfo del sentido común democrático, que, por lo que se está viendo en Salta en los últimos días, parece ser el menos común de todos los sentidos.