
Muchas cosas han sucedido desde aquel histórico momento. No solo el gobierno de los socialistas; también las idas y venidas con la OTAN, el ingreso a la Unión Europea, el milagro económico, el gobierno exitoso de la derecha, la Copa del Mundo de 2010, la crisis económica más brutal y duradera que hayamos conocido, la amenaza de un rescate europeo, la abdicación del rey y la imposibilidad de formar gobierno tras unas elecciones generales.
Por conocer, España ha conocido todos los escenarios posibles en las pasadas cuatro décadas -incluido un intento de golpe de estado- y no se puede decir que este país no haya tenido el coraje y la fortuna que hacen falta para superar los desafíos más difíciles.
Los españoles vuelven hoy a las urnas. Es la primera vez desde hace no se sabe cuánto que se vota en pleno verano, cuando ya no hay clases en los colegios y mucha gente ha iniciado sus vacaciones. Justo cuando la situación demanda una alta participación de ciudadanos. El voto por correo (el de quienes lo emiten de forma anticipada, por diferentes razones) se ha duplicado con creces. Los sondeos estiman una menor participación que la del pasado 20 de diciembre de 2015, que fue del 69,70%.
La mayoría acudirá a votar con la palabra «Brexit» en la boca, o en los oídos. La decisión de los británicos ha caído como una bolsa de cemento llena sobre el andamio de abajo, aunque por lo que se ve, ha servido para que los españoles hagan una piña en torno a Europa y a los valores que la Unión, mal que mal, todavía representa.
Pero los españoles están ya acostumbrados a votar en estado de shock. Lo hicieron hace más de doce años, el 14 de marzo de 2004, tres días después de los terribles atentados en los trenes de cercanías de Madrid, que provocaron 191 muertos. Muchos todavía sostienen que, de no haber sido por aquel espantoso suceso, el resultado electoral de 2004 hubiera sido enteramente diferente.
Si para algo ha servido el Brexit es para que los españoles desconfíen -más todavía- de las encuestas. El gran dato de los sondeos previos a la elección de hoy es la posible ventaja, en votos y en escaños, de la izquierda boliviariana de Unidos Podemos sobre el Partido Socialista Obrero Español. Prácticamente lo demás se mantiene invariable (el primer lugar del Partido Popular, el ascenso de IU-Podemos, el estancamiento del PSOE y la consolidación de Ciudadanos como cuarta fuerza política).
Si acaso, el morbo electoral se traslada a Cataluña, en donde se acaba de romper la coalición de gobierno, y en Andalucía, en donde muchos esperan que los socialistas dejen de ser hegemónicos.
Todo lo demás, incluido el posible deadlock parlamentario está casi descontado por los electores. Los partidos y sus líderes se han cuidado bien de no mostrar sus cartas y de decir anticipadamente con quién van a pactar para formar gobierno y con quién no. Una de las pocas certezas, si podemos llamarla así, es la promesa de Albert Rivera, líder de C's, de no acordar con el Partido Popular, mientras su líder siga siendo Mariano Rajoy, y con IU-Podemos, cualquiera sea su líder.
La duda está en saber cuántos escaños obtendrá el PSOE y si, a la hora de pactar, lo hará con el Partido Popular o con Unidos Podemos. En ambos casos, su líder, Pedro Sánchez, se expone a desaparecer de la escena política, aunque una mayoría de militantes socialistas parece inclinada a pactar con la derecha con tal de que su voto no sirva -dicen- para darle más horas de vida a un dictador agonizante como Nicolás Maduro.
También es cierto que Rajoy ha recibido el apoyo de Mauricio Macri, en lo que muchos consideran aquí como la reedición del beso de la viuda negra. El presidente del Gobierno, un líder al que se ve cada día más fatigado y menos a gusto con su trabajo, podría verse obligado a dar un brusco giro a la izquierda si el elegido para cogobernar el país es el PSOE de Pedro Sánchez. Si esta coalición fructifica, casi nadie duda aquí que la derecha deberá derogar de inmediato la reforma laboral que redujo en un tercio el salario de los españoles y creó los empleos más precarios y peor pagados de toda la democracia, derogar también la LOMCE o ley Wert, que introdujo el caos en la enseñanza, hacer lo mismo con la llamada «ley mordaza» (una verdadera amenaza para las libertades públicas), y abrir la mano para permitir una reforma constitucional (o un referéndum) que decida el futuro de Cataluña.
En cualquier caso, lo mejor de todo es que los españoles votan en calma; que la campaña ha sido breve y mínimamente invasiva, y que en el día de la votación no se ven en las calles las mafias que trafican con seres humanos. Que a nadie aquí se le ocurriría implantar el voto electrónico y que una mayoría acude a las urnas segura de no estar favoreciendo con su participación democrática la perpetuación de dinastías familiares o el crecimiento de la riqueza de los millonarios. Quizá no sea ésta la democracia más perfecta del mundo, pero seguramente estamos lejos de las peores que conocemos.