La falsa fiesta de la democracia

Con lo seriecita que parece, cuesta creer que la democracia tenga también su lado estúpido. Pero lo tiene, sin lugar a dudas.

Hablamos de un lado que se aprecia mejor cuando se acerca el día de las elecciones y alguna gente poco informada anuncia, con ese sospechoso alborozo que delatan las mejillas encendidas, que la votación será «una fiesta de la democracia».

La democracia no suele celebrar «fiestas», dejémoslo claro desde el principio.

Y mucho menos aún, «fiestas obligatorias», que teóricamente ocurren cuando los ciudadanos, en vez de ejercer su libertad, se ven compelidos a votar o a ejercer de presidentes de mesa bajo amenaza de cárcel.

En términos estrictamente «festivos», el voto obligatorio es tan negatorio de la libertad individual como la obligación de beber alcohol que se impone a los asistentes a una fiesta cualquiera, sin importar que el convidado tenga por costumbre no beber alcohol.

Sucede además que la democracia es un régimen político sufrido y trabajoso, serio y grave, de gestos crispados y dientes apretados. La «joda» democrática es una caricatura de la realidad, una deformación inadmisible de la utilidad, del sentido y de la finalidad de la democracia.

No es el voto sino la justicia lo que justifica la existencia de la democracia.

Las elecciones representan el punto culminante del enfrentamiento de las ideas y las posturas. Cuanto más cerca estamos del día de la votación, más duras y radicales son las posiciones de las diferentes parcialidades, así como más tenso e irrespirable el clima de nuestra convivencia.

Si la democracia es de todos, como se supone, no hay «fiesta democrática» ni puede haberla cuando al cabo de la jornada se proclaman vencedores y vencidos, y cuando las derrotas, en vez de fortalecer el pluralismo y exaltar el papel de las minorías, sirven para pronunciar condenas al ostracismo o al inframundo cívico. Entre nosotros -y más que nada entre nosotros- no hay triunfos ni derrotas en «buena lid», ni razones para celebrar.

Sería mucho mejor que, en vez de considerar al día de las elecciones como una jornada de «fiesta democrática», los ciudadanos tengamos una conciencia clara de nuestra grave responsabilidad y del carácter crítico de nuestra decisión. Que miremos a la democracia como lo que es (un gran esfuerzo colectivo, una construcción dolorosa) y no una fuente perpetua de satisfacciones y placer.

Y como no está prohibido para nadie celebrar la «fiesta de la democracia», que ésta tenga lugar aquellos días (desgraciadamente muy ocasionales) en que nuestro régimen político sea capaz de acabar con algunas de las tremendas injusticias que nos rodean y hacen que nuestra vida sea cada vez más desagradable. Porque una democracia que solo sirve para saciar el apetito de los vampiros del poder y para hacer cada vez más repugnantes las desigualdades que separan y degradan a los seres humanos, solo puede presumir de celebrar, los días de elecciones, auténticos funerales democráticos.