Dos pequeñas contradicciones de Maduro

  • El régimen dictatorial de Venezuela ha entrado en una peligrosa deriva de agresiones verbales internacionales como respuesta a las reacciones de los países democráticos contra las políticas liberticidas de Nicolás Maduro. Pero mientras el régimen parece tener las cosas más o menos claras de puertas adentro, hacia afuera del país las contradicciones presiden el discurso del gobierno.
  • Crisis en Venezuela
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El régimen venezolano ha perdido el norte (el sentido común ya lo había perdido mucho antes), probablemente porque su líder va dando palos por doquier. En el plano interno estos palos, que son muy concretos y nada metafóricos, van dirigidos a los opositores y disidentes del régimen; pero en el plano internacional no se sabe muy bien para dónde van: son lo que se llama «palos de ciego».


Cuando las dictaduras enloquecen, suelen pasar cosas como estas, pero casi nunca en la historia ha habido un régimen autoritario de estas características tan peligrosas, que demuestre tener las cosas tan claras hacia dentro de la casa y tan revueltas hacia afuera.

Hay que recordar que el régimen venezolano gozaba, hasta hace no mucho, de la abierta complicidad de los países más importantes del continente. Ello sucedía cuando en la Argentina gobernaban los Kirchner y en Brasil lo hacían Lula primero y Rousseff después. Este apoyo, reforzado por no el menos intenso pero quizá menos decisivo de Bolivia y Ecuador, le permitió a Venezuela tomarse ciertas licencias en el plano internacional.

Pero la tortilla se ha dado la vuelta, en parte porque los ciudadanos de estos países cuyos gobiernos antes simpatizaban con Venezuela y aplaudían con cierta ingenuidad los excesos de su gobierno han elegido democráticamente a otros gobernantes.

Bolivia y Brasil son la excepción. El primero porque el que gobierna sigue siendo el mismo y el segundo porque su actual presidente no ha sido elegido por votación popular sino por el Congreso Federal, como consecuencia del impeachment de Dilma Rousseff.

El caso es que ayer Nicolás Maduro ha llamado al gobierno argentino «oligarquía miserable» y calificado al presidente Mauricio Macri con los peores adjetivos, acusándole entre otras cosas de «injerencia en los asuntos internos de Venezuela». Y todo eso, solo porque al gobierno de Macri se le ha dado por criticar las políticas liberticidas del gobierno de Maduro.

Quiere esto decir que cuando los Kirchner aplaudían a rabiar las fechorías del régimen (es decir, hacían todo lo contrario de criticar) no estaban cometiendo injerencia alguna en las soberanas bacanales bolivarianas, y quiere decir también que mientras los Kirchner hacían eso, la Argentina no solo era para el régimen venezolano un país «simpático» sino también inobjetablemente «democrático».

Así las cosas, las elecciones (tramposas o no) que realiza Maduro son -para él- el no va más de la democracia, pero las que realizan otros países (por ejemplo las que ganó Macri en la Argentina mientras gobernaba la señora Kirchner) son una auténtica porquería. Y eso que es Maduro el que usa el voto electrónico para falsificar los resultados.

De las elecciones argentinas se puede decir cualquier cosa, pero nadie puede negar que, con todos sus visibles sus defectos, son ampliamente aceptadas como democráticas por la comunidad internacional. Las de Maduro -vaya a saber uno por qué- tienen unos niveles históricos de rechazo.

Pero mientras Maduro desprecia el voto libre y democrático de los ciudadanos de aquellos países que han dejado de aplaudir sus torpezas, ha encontrado tiempo para descargar su ira contenida contra el Mercosur, que ayer mismo decidía suspender indefinidamente a Venezuela por haber conculcado el sistema democrático.

Al enterarse de la medida, Maduro ha dicho que la decisión adoptada ayer por los países fundadores en Sao Paulo no tiene ninguna validez (será moral, porque jurídicamente es inobjetable) y que Venezuela no será apartada «jamás» del bloque económico regional, porque «no puede ser expulsada del continente del que forma parte».

Pero a finales de abril pasado, el mismo presidente «ordenó» el retiro de Venezuela de la OEA (es decir, se autoexcluyó del «continente del que forma parte»), después de que aquella organización convocara una reunión para tratar sobre la situación venezolana sin su consentimiento. En aquel momento, el presidente venezolano dijo que con esta salida unilateral de Venezuela (es decir, no decidida por la OEA) estaba rompiendo con el «intervencionismo imperial». Otra vez el imperio, que va y que vuelve.

Es decir que Maduro -que bien podría decir aquello de «de mejores sitios me han echado»- sale de donde quiere, cuando quiere, pero no tolera que sean los demás quienes decidan que debe irse. Cuando lo echan dice «me quedo», y cuando el cuerpo le pide autoexpulsar a Venezuela del sistema continental dice con la misma soltura «me voy». Podría haber pensado también en abril pasado que Venezuela es también un «miembro eterno» de la OEA, una organización bastante más antigua y más eficiente que el Mercosur.

En fin, que el que se va sin que lo echen vuelve sin que lo llamen.

Estas pequeñas cosas, y otras algo más complicadas, como la impredecible política del régimen en relación con la situación de los presos políticos, dibujan al gobierno de Maduro como vacilante e inseguro. Un rasgo de carácter que precede la descomposición y seguramente anuncia que la desbandada general y la caída no están muy lejos.

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