
Cristina Fernández de Kirchner ha adoptado la fea costumbre de hablar de Europa para señalar a este continente como el lugar de residencia del mal absoluto y, con más frecuencia de la deseada, para establecer comparaciones absurdas y generalmente imprudentes entre su gobierno y la realidad política y social europea.
Pero más que por despiste o por puro desdén, la Presidente de la Nación habla por despecho. Es decir, le devuelve a Europa, con juicios desproporcionados, inoportunos y carentes de cualquier sentido, los desprecios que, con razón o sin ella, Europa viene prodigando a su figura, incluso desde antes de convertirse en Presidente.
En el fondo, Cristina Fernández de Kirchner no entiende por qué, siendo ella en apariencia la más «europea» de las mandatarias latinoamericanas, o al menos la que con más avidez y con mejor gusto consume en el viejo continente, su figura genera aquí recelos, desconfianzas y desprecios de los más variados, mientras que las de Michelle Bachelet o Dilma Rousseff -dos presidentas infinitamente menos glamorosas y con su popularidad en marcado descenso- todavía deslumbran a Europa.
A decir verdad, los ataques verbales de la presidenta argentina no inquietan a nadie en Europa, excepto quizá a una pequeña minoría ilustrada de argentinos que viven en este continente, que experimentan alguna preocupación y una buena dosis de vergüenza ajena cada vez que Cristina Kirchner se da a la tarea de señalar culpables externos para explicar sus fracasos internos; es decir, cada vez que intenta trazar comparaciones imposibles o se atreve a reinterpretar a su gusto la historia de Europa y de sus pueblos.
He de decir que los europeos que conozco, y que a su vez conocen la Argentina y se interesan por su política, apenas si dan importancia a las graves meteduras de pata de la señora Kirchner. Sus excesos verbales no provocan aquí el efecto que ella espera y desea. La mayoría pasa por sus líneas más memorables con una sonrisa o una mueca de incredulidad; las mismas que podrían esbozar al leer las declaraciones más bárbaras de un exótico líder africano.
Es indudable que hasta el menos informado de los ciudadanos europeos se da cuenta de que la influencia de la señora Kirchner en el mundo es ínfima y que bajo su gobierno la Argentina ha experimentado un inexplicable aislamiento del mundo. A nadie debería sorprender, pues, que Europa no tome en serio a la presidenta argentina, ni siquiera cuando habla en serio.
Algunos errores memorables
Sería imposible repasar aquí uno a uno los errores de bulto cometidos por Cristina Kirchner en relación con Europa, pero no quisiera olvidarme de algunos que me parecen memorables.El primero y quizá el más expresivo de su profundo desconocimiento de la realidad europea ha sido su felizmente incumplido pronóstico de colapso de la economía española. Tal parece que su injuriosa frase «Miren al pelado ese» no ha hecho otra cosa que reforzar la autoestima del ministro Luis de Guindos, convertido hoy en uno de los hombres más influyentes en la economía de la Eurozona.
El segundo, su fallida apuesta por la extrema izquierda griega, cuyo gobierno -sostenido finalmente por los ultranacionalistas de extrema derecha- impuso el corralito, colocó al país al borde de un descalabro de imprevisibles consecuencias y finalmente capituló con Europa, no antes de traicionar la voluntad del pueblo griego expresada en referéndum.
El tercero, su apoyo a Podemos y al bolivarianismo español, cuya burbuja se ha desinflado después de que las últimas elecciones autonómicas y municipales archivaran, probablemente de forma definitiva, sus aspiraciones de convertirse en fuerza mayoritaria. Quizá, si la señora Kirchner estuviese bien enterada acerca de la forma en que Podemos debate y vota en el Parlamento Europeo, si supiera con quién y en qué términos ha pactado en algunos ayuntamientos, o si se preocupara por seguir la sinuosa línea argumental de sus principales líderes, podría darse cuenta de los desesperados esfuerzos que está haciendo la formación que dirige Pablo Iglesias para convertirse en una fuerza política socialdemócrata y europea. Justamente lo que la señora Kirchner aborrece desde su castillo de cristal peronista.
El cuarto, sus injustificados ataques a Europa con ocasión de la crisis de los refugiados. Porque es realmente sorprendente que la presidente argentina no sea capaz de preguntarse (y si lo fuera, tampoco sería capaz de responder) por qué motivo los cientos de miles de desplazados en Oriente Próximo han elegido a la insensible y cruel Europa como destino y no a ese vergel de prosperidad, inclusión y justicia social que es la Argentina de la «década ganada». A los que aquí vivimos nos gustaría saber cuántos refugiados acogerá finalmente la Argentina y qué condiciones les serán allí ofrecidas.
Finalmente, no quisiera pasar por alto la última barbaridad lanzada por la presidente argentina en referencia a Europa: «No quiero parecerme a países que dejan morir chicos en las playas».
Dejando a un lado el detalle de que el niño Aylan Kurdi murió en una playa turca (es decir, en Asia y no en Europa), la injusta crítica de la señora Kirchner ignora el origen y la naturaleza del conflicto; es decir, que las muertes y los desplazamientos de niños se producen en Siria, país gobernado por un régimen mayestático, dinástico y corrupto muy parecido al suyo.
Ignora también que las muertes en barcos, barcazas y camiones afectan más a emigrantes económicos que a desplazados por la guerra y que, en una inmensa mayoría de casos, la responsabilidad por esas muertes no es de los países de acogida sino de las mafias organizadas que trafican con personas, con la complicidad de algunos países y grupos ideológicos con los que la presidenta argentina simpatiza abiertamente.
A muchos de los que vivimos en este continente nos gustaría saber con cuántos barcos, helicópteros y portaaviones ha contribuido la señora Kirchner para aliviar el drama de los refugiados y para evitar que mueran en la travesía. Como cualquiera puede comprender, la suerte de los refugiados no es solo responsabilidad de Europa sino de todos los países civilizados del planeta.
A algunos, por fin, nos queda la tranquilidad de saber que los países de esta Europa atrasada y neocolonial en la que vivimos desde hace décadas destinan más dinero y más recursos a evitar que los niños refugiados mueran intentando alcanzar el continente que los que gastan la señora Kirchner y su gobierno para evitar que los niños y adolescentes del norte argentino -verdaderos parias en suelo propio- mueran de hambre y desnutrición en su intento por arañar el sueño «inclusivo» de un país que practica sin pudor la xenofobia de Estado y que, en nombre de la ideología, como sucedía en vísperas de la segunda guerra mundial, no ahorra en gestos de hostilidad hacia el mundo que lo rodea.