
Después de los años del boom de los commodities que han impulsado el crecimiento y posibilitado que la clase política aprovechara para redistribuir recursos e inflar el gasto público, el PIB ha experimentado un freno súbito el año pasado y se prevé que este año se contraiga un 2,5%, la peor recesión de los últimos 25 años. La inflación continúa subiendo hasta alcanzar cifras de dos dígitos, igual que el desempleo; el real está en caída libre respecto del dólar y el déficit de la balanza fuera de control. A los problemas económicos se añaden los políticos. La presidenta Dilma Rousseff fue elegida recientemente por un apretadísimo margen de votos pero muy pronto ha perdido el control de la mayoría bajo el peso de la crisis económica y del escándalo Petrolão, el mayor caso de corrupción en la historia del Brasil, que ha visto cómo se distribuían millones en sobornos por parte de Petrobras -el coloso estatal del que Dilma fue presidenta- al Partido de los Trabajadores, que gobernó el país durante 12 años, antes con Lula y ahora con Dilma.
Con una cota de popularidad y aceptación en mínimos históricos (según los sondeos, en el 8 por ciento), de nada le ha servido a la presidenta nombrar como ministro de las Finanzas a Joaquim Levy, un «neoliberal» formado en la Universidad de Chicago, que ha prometido medidas de austeridad para lograr equilibrar las cuentas públicas.
En este momento la mayoría no existe más; ninguna fuerza política está dispuesta a votar recortes de un gasto público que supera el 40 por ciento del PIB (entre los más altos entre los países en vía de desarrollo), por lo que en el presente año se espera un déficit entre el 8 y el 9 por ciento.
Pero la crisis brasileña está avisando de la existencia un problema más amplio que afecta a gran parte de Sudamérica, un continente que ha desperdiciado la inmensa riqueza que le ha llovido desde el subsuelo con el auge de los commodities en la década de oro del siglo XXI y que ahora debe hacer frente a graves problemas estructurales, propios de una economía poco compleja que ha ignorado durante mucho tiempo los problemas de productividad. Son los mismos problemas que, en diversa medida, están afrontando las otras dos grandes economías del continente: la Argentina y Venezuela, también impulsadas por la bonanza de las materias primas y ahora atrapados por el déficit y la altísima inflación, ambos agravados por el populismo fiscal.
«La revolución bolivariana se está autodestruyendo, por sus propios resultados, no por culpa de los colombianos ni por el presidente de Colombia», ha declarado el jefe del Estado colombiano Juan Manuel Santos en medio de una grave crisis humanitaria y doplomática con la Venezuela de Nicolás Maduro, que está expulsando a miles de inmigrantes colombianos a los que acusa de ser la causa de la escasez de bienes ensenciales en el país. Pero la afirmación del presidente colombiano se puede extender de Caracas al resto de la América Latina. Es el «ciclo bolivariano» el que ha terminado. Las diversas fuerzas socialistas, antiamericanas y populistas que han dominado la escena política sudamericana durante los años dos mil, con Hugo Chávez en Venezuela, Lula y Dilma en el Brasil y el matrimonio Kirchner en la Argentina han agotado el impulso.
Algo de lo que parece convencido incluso Heinz Dieterich, el sociólogo marxista teórico del «Socialismo del siglo XXI», y uno de los principales ideólogos del chavismo, quien en un largo artículo publicado en el portal Aporrea ha entonado el «de profundis» de la izquierda latinoamericana: «La derrota electoral del gobierno de Venezuela en diciembre será el golpe final para la política de desarrollo que Hugo Chávez, Lula da Silva y Néstor Kirchner -con el apoyo del Socialismo del Siglo XX (Fidel y Raúl Castro)- querían construir».
Néstor Kirchner y Chávez han muerto, sus herederos Cristina y Maduro afrontan el final de sus carreras políticas, Lula y Dilma luchan contra los escándalos y contra la crisis económica, mientras los Castro, después de la apertura hacia los Estados Unidos, han renunciado al capital ideológico antiyanqui para intentar reflotar la economía de Cuba. Y, por último, «el dramático deterioro de los términos de intercambio de las materias primas 'tercermundistas' (petróleo y minerales), que son vitales para las economías de América Latina, multiplica el impacto recesivo de la inversión de los flujos mundiales de capital». En palabras más simples, una vez terminadas las superganancias del boom del petróleo de los últimos años, al socialismo se le ha acabado la gasolina y -concluye Dieterich- «todo esto ha conducido al final de la Década de Oro del nuevo bolivarianismo».
(*) Publicado originalmente en lengua italiana en Il Foglio Quotidiano