
Quiere esto decir que su importancia histórica debe ser juzgada no solamente a la luz de las normas, principios y mecanismos institucionales creados para proteger y asegurar la limpieza y la equidad de los comicios, sino también en relación con las medidas específicas de protección de la integridad electoral, que se derivan de la necesidad de asegurar unas elecciones genuinas y creíbles.
El mérito del tribunal tucumano ha consistido en considerar que, para restar validez a unas elecciones, no es necesaria la acreditación de fraude, en el sentido técnico de esta expresión (una interferencia ilegal con el proceso electoral destinada a alterar los resultados del escrutinio), sino que basta con que se produzcan durante la votación determinadas irregularidades que, apreciadas en su conjunto, permitan advertir que en el proceso no se ha observado el debido respeto a los principios de la democracia electoral.
El razonamiento rompe con una línea argumental, sostenida sin apenas discrepancias por los tribunales y juntas electorales provinciales, tendente a ignorar o archivar rápidamente las denuncias de irregularidades en el proceso y a exigir pruebas concretas de fraude, que en muchos casos son imposibles de conseguir.
Dicho en otros términos, que el acierto de la decisión de los jueces tucumanos estriba en haber considerado que las elecciones no solo pueden perder su validez y eficacia por comportamientos ilegales (esto es, contrarios a Derecho) sino también por acciones perfectamente legales pero profundamente inmorales (como el reparto de bolsas de alimentos o la movilización física masiva de los electores), en la medida en que estas acciones atentan contra el carácter libre y democrático de la votación.
El salto cualitativo que supone la decisión del tribunal tucumano consiste, pues, en supeditar el juicio de validez de unas elecciones no solamente al cumplimiento de las normas que organizan el proceso (es decir, a la no transgresión de estas) sino también al respeto a los principios de integridad electoral, entre los que sobresale, por encima de todos, el deber de respetar la libertad de elector, imperativo incompatible con la entrega de dinero o de otros beneficios a los votantes y con la distribución de bienes públicos durante el periodo de campaña o el día de la votación.
Por último, la sentencia de Tucumán pone también de relieve la profunda inconveniencia de que las funciones de administración electoral y juzgamiento de la validez de las elecciones sean atribuidas -como en el caso de Salta- a un solo órgano integrado exclusivamente por jueces del Poder Judicial.