Fiscales arbitrarios y jueces poco exigentes ponen en riesgo al Estado de Derecho en Salta

  • En estos días, los salteños nos manifestamos alarmados por las restricciones a las libertades impuestas por la crisis sanitaria y, todavía más, por la amenaza de restricciones futuras. Pero callamos de forma vergonzosa cuando las mismas libertades, u otras aún más importantes, son atacadas, sistemáticamente y sin que ninguna situación excepcional lo justifique, por aquellos que tienen encomendada por la Constitución y por la Ley la noble misión de protegerlas.
  • Una agresión calculada y programada a nuestras libertades

Es verdad que la dubitativa gestión gubernamental de la crisis del coronavirus está erosionando los pilares sobre los que se asienta nuestro sistema constitucional, de un modo que no se había visto antes; pero es mucho más cierto que la agresión a nuestro sistema de libertades viene de mucho más lejos y no ha comenzado con la pandemia.


Antes y después de la crisis sanitaria, pequeñas células que operan en el corazón de las instituciones provinciales trabajan sin desmayo para sofocar cualquier atisbo de libertad y para reprimir, con argumentos cuasilegales, a quienes, con valor, se entregan a su causa.

En Salta lo que está en peligro es el Estado de Derecho. Hay que decirlo fuerte y claro.

Para darnos cuenta mejor de la situación que enfrentamos es preciso refrescar algunas ideas que generalmente damos por supuestas, como el propio concepto de Estado de Derecho.

En su emblemática obra Estado de Derecho y sociedad democrática (1975), el filósofo español Elías DÍAZ escribió que «no todo Estado es Estado de Derecho». Su acierto ha permitido que nos diésemos cuenta de que puede existir un Estado y que al mismo tiempo puede haber un Derecho (entendido como un conjunto de normas jurídicas sancionadas para regular la convivencia), pero que el verdadero Estado de Derecho va más allá de la accidental coincidencia de estas dos realidades.

Para DÍAZ, el verdadero Estado de Derecho tiene cuatro características esenciales:

1) imperio de la ley,

2) división de poderes,

3) sujeción de la Administración a la ley y al control judicial, y

4) derechos y libertades fundamentales para los ciudadanos.

Pongámonos a pensar, sin complejos ni victimismos, cuántas de estas características posee el pretendido Estado de Derecho salteño.

El Estado de Derecho -y conviene decirlo ahora- es una creación intelectual del género humano, probablemente la más importante de toda su historia. La esencia de este invento, su utilidad principal -se podría decir que casi la única-, consiste en proteger al ciudadano del mismo poder que dicta las leyes, evitando así sus posibles abusos.

Cuando hablamos de proteger contra los abusos del poder que dicta las leyes, hablamos también de los atropellos que pueden cometer -y a menudo cometen- aquellos que ejecutan estas leyes, quienes las reglamentan y las ponen en funcionamiento; y también de aquellos que, mediante la declaración del Derecho y con la autoridad que confiere el poder de juzgar, resuelven los conflictos individuales o colectivos que afectan la vida, la libertad, las relaciones económicas o familiares y el patrimonio de los ciudadanos.

No son abusos idénticos puesto que el poder que dicta las leyes apela generalmente al derecho de la mayoría para concretar sus abusos, mientras que los otros poderes, que no se amparan en la legitimidad mayoritaria, abusan no solamente mediante la aplicación correcta de leyes injustas, sino que también lo hacen mediante la aplicación desviada y perversa de normas justas y razonables, cuando no mediante la sanción de normas particulares o la adopción de decisiones judiciales que van en una línea absolutamente contraria a la protección de los derechos y libertades fundamentales de los ciudadanos.

Es por tanto muy evidente que los salteños tenemos graves problemas con nuestro Estado de Derecho, que son de todos conocidos, aunque muchos no quieran admitir -quizá por interés o quizá por cálculo- que aquello que funciona mal forma parte integral de lo más esencial de lo que llamamos con el sonoro y a veces inmerecido nombre de convivencia.

Casi todos sabemos que el gobierno es una gigantesca maquinaria de improvisar, que existe corrupción (no hablo especialmente de conductas criminales sino de comportamientos ineficientes), que los jueces son elegidos políticamente y que, además de serlo, quieren durar más tiempo que el que las normas vigentes prevén; que la separación de poderes es nula, que los fiscales, antes que cumplir con su deber, se dedican a hacer campaña proselitista para su jefe (para que este cumpla su infantil sueño de hacer aquello «para lo que se preparó toda su vida»); que los legisladores apenas si saben tres o cuatro cosas de leyes y que tiemblan a la primera que la Corte de Justicia hace oír su voz. Todo está revuelto y desequilibrado en Salta.

Pero la solución a todos estos problemas no consiste en dinamitarlo todo, o en reformar la Constitución para hacer lo que a un grupo le dé la gana, sino en hacer exactamente lo contrario; es decir que la solución pasa por reforzar el Estado de Derecho y consolidarlo aún más. Con reformas o sin ellas.

Uno de los padres fundadores de la Unión Europea, el francés Jean MONNET, escribió en sus memorias que “nada es posible sin las personas, pero nada es permanente sin unas instituciones”. De allí que nos veamos obligados a aceptar que cualquier operación de rescate o de revalorización de nuestro Estado de Derecho deba lanzarse sobre estas dos dimensiones fundamentales: las personas y las instituciones.

Los que piensan que con una reforma constitucional amañada y mínima, como la que ha propuesto el gobierno y sancionado la Legislatura provincial, pretenden que nos creamos que con un retoque superficial de las instituciones (de muy pocas) se va a conseguir mejorar sustancialmente la democracia y el respeto a los derechos humanos. Se equivocan. Pero lo peor no es que lo hagan sino que ellos mismos saben que se equivocan.

Tenemos que aceptar también que, desde 1995 al día de la fecha, Salta transita por un camino de democracia iliberal: Tres gobernadores (dos de los cuales han gobernado 24 años seguidos) han puesto por delante del interés general su visión particular de la sociedad y han instaurado una forma de gobierno que respeta ciertos aspectos de la práctica democrática (como las elecciones periódicas), pero que ignora otros, y en la que se vulneran abiertamente los derechos civiles.

Otro desafío que tenemos pendiente es el de volver a conectar el concepto de democracia con la vigencia real y efectiva de las libertades. El Estado de derecho es una condición necesaria en cualquier democracia. Las democracias, como las de Salta, en las que el poder no queda sometido al ordenamiento jurídico para prevenir que actúe de forma arbitraria y se violen derechos fundamentales, no merecen llamarse con el nombre de democracias.

El drama de la independencia judicial

Para garantizar el sometimiento del poder al odenamiento jurídico y la interdicción de la arbitrariedad son imprescindibles determinados mecanismos y garantías como las que proporciona un poder judicial independiente.

Los tres últimos gobernadores de Salta, con la complicidad de casi todo el arco político, han conseguido ser electos por amplias mayorías parlamentarias. Ello les ha permitido socavar sin vergüenza ninguna los contrapesos fundamentales de cualquier sistema democrático: la independencia judicial, la libertad y pluralidad informativa y la sociedad civil.

Los gobernantes han buscado consolidar su poder más allá de cualquier límite razonable y para ello han promovido reformas legales y constitucionales sesgadas y partidistas, gracias a sus mayorías circunstanciales. Estas reformas han estado invariablemente orientadas a debilitar los contrapesos y los controles al poder. Pero más allá de las reformas, en la práctica institucional cotidiana, se ha erosionado -con la abierta complicidad de algunos jueces- la independencia judicial.

Aunque a primera vista pueda parecer una distinción muy sutil y poco práctica, reservada para los entendidos, convendría que hiciéramos el esfuerzo de distinguir entre la independencia del Poder Judicial y la independencia de los jueces.

Muchos de nuestros jueces -que ejercen todo el Poder Judicial sin necesidad del auxilio de otros- son verdaderamente independientes. De allí que no se pueda decir que el Poder Judicial, como institución, carezca de independencia. Desde el punto de vista institucional, el Poder Judicial de Salta es un poder golpeado pero de ningún modo derrotado.

La que no es independiente es la Corte de Justicia de Salta y asumir que este tribunal es la quintaesencia del Poder Judicial es un claro error. Porque, aun siendo el vértice del Poder Judicial, nuestra Corte ejerce el poder de juzgar y de resolver controversias con la misma intensidad -aunque en un grado superior- con que lo hace un juez de primera instancia. La falta de independencia (funcional) del máximo tribunal no obliga a considerar que al resto de órganos que ejercen el Poder Judicial también le falta esta cualidad esencial del Estado de Derecho.

Junto a la Corte de Justicia, hay, claro está, jueces y tribunales que no son independientes; pero mientras haya un solo juez o una sola jueza de la Provincia que ejerza sus funciones sin someterse a presiones indebidas (sea que estas provengan del mundo de la política o de la propia estructura judicial) no se puede decir que la falta de independencia afecta al Poder Judicial sino, simplemente, que hay jueces que no son independientes.

Dicho lo anterior, convendría tener presente que la principal amenaza a la independencia de los jueces de la Provincia de Salta no proviene hoy del Poder Ejecutivo o del Poder Legislativo, sino de la perversa dialéctica liberticida del Ministerio Público Fiscal, cuya estructura se ha convertido en el máximo peligro que se cierne sobre los derechos de las personas y en un elemento de formidable distorsión de la percepción judicial de la realidad jurídica y de los límites de lo tolerable en un régimen de convivencia democrática basado en el imperio de la Ley.

Cuando el activismo de esta institución del Estado interactúa con la pasividad de jueces arbitrarios y poco exigentes, se produce una especie de ciclogénesis explosiva que termina abatiendo los baluartes de nuestro precario Estado de Derecho y destruyendo derechos que en todo momento deben permanecer incólumes.

Uno de los problemas más graves que impide una cabal comprensión del valor de la independencia judicial para la vigencia y afirmación del Estado de Derecho es que los jueces políticamente influenciables (sea por gobernantes o por fiscales activistas) confunden la independencia judicial con la insularidad institucional del Poder Judicial.

Para estos jueces, la independencia no consiste en la inmunidad a las injerencias, influencias o intervenciones de los poderes políticos o extrapolíticos, sino más bien en la posibilidad de que las instituciones judiciales disfruten de un elevado nivel de autogobierno (autonomía normativa, autarquía financiera, etc.). Al cambio, es como pensar en la libertad como el derecho que tiene el Estado de actuar sobre sus súbditos sin limitaciones ni externas ni internas, y no como el derecho de los individuos a obrar según su voluntad, respetando la ley y el derecho ajeno.

Pero si tenemos en cuenta los estándares internacionales sobre independencia judicial (por ejemplo, los establecidos en Monte Scopus entre 2007 y 2012 por la International Association of Judicial Independence and World Peace), la independencia judicial debe proteger solamente a los jueces que ejercen el poder de juzgar y de resolver controversias jurídicas, y no, como pretenden los jueces de la Corte de Justicia de Salta, extender esa protección esencial a otros cometidos no jurisdiccionales que ejercen los jueces del alto tribunal salteño, como el gobierno y la administración del Poder Judicial, el poder disciplinario sobre los jueces inferiores, la administración electoral, el control de constitucionalidad en abstracto, el enjuiciamiento político de magistrados o el proceso administrativo de selección de los aspirantes a jueces.

En estos últimos casos, la actividad no jurisdiccional de esta clase de jueces debe desenvolverse en conexión estrecha con la de otros poderes e instituciones del Estado y, desde luego, con plena sujeción a normas preexistentes, elaboradas por el Poder Legislativo o el Poder Ejecutivo, según corresponda, pero jamás a normas dictadas por los propios jueces que deben aplicarlas.

La presunción de inocencia, clave del Estado de Derecho

La exhibición o exposición de los detenidos o posible culpables de un delito o de un crimen en los medios de comunicación es un mecanismo propio de las tiranías que contrasta con la actitud pausada y racional de un juez o tribunal que juzga públicamente a un reo para impartir justicia.

Como afirma Michel FOUCAULT, el espectáculo del castigo ha sido históricamente posible debido a que los que ejercen el poder también dominan el ritual del castigo, controlando la enunciación del mal, el discurso y la simbología de la pena. En este sentido, los detentadores del poder son los que determinan qué se debe mostrar y cuándo, y qué es lo que debe ser estigmatizado.

El profesor Francesc BARATA ha dicho que «la forma más eficaz de construir y reafirmar la cupabilidad de personas acusadas ha sido la de su exposición o exhibición pública, como certeros autores o partícipes del delito». En este sentido, añade el experto en comunicación, los medios masivos «son los nuevos promotores de la opinión ciudadana que se han convertido en la nueva 'plaza pública' en donde se satisfacen esas ansias punitivas que aún se mantienen del antiguo régimen».

Desde hace dos años se ha producido en Salta un drástico giro en la política de comunicación del Ministerio Público Fiscal, que coincide -no casualmente- con un acelerado deterioro del ejercicio eficaz del derecho fundamental a la presunción de inocencia y el consecuente refuerzo al poder de los juicios mediáticos y sumarios.

En esta línea, algunos fiscales penales de Salta han degradado deliberadamente el proceso penal formal (aquel que se desenvuelve ante los tribunales bajo reglas y garantías preestablecidas) colocando por encima de él su propia subjetividad, que la mayoría de medios reproduce de forma acrítica, sin reparar en que la opinión de los fiscales sobre un asunto determinado no es más digna de atención que la postura de cualquiera de las demás partes que intervienen en el proceso.

En nuestra Provincia, el órgano instructor/acusador no tiene reparos en efectuar valoraciones en los medios de comunicación sobre la culpabilidad de los ciudadanos encausados, mucho antes de que la ley le permita hacerlo. Es decir, ha adoptado la ilegal costumbre de exhibir a los imputados, mostrándolos a la sociedad como verdaderos delincuentes aun cuando las investigaciones se encuentran en una fase muy preliminar.

Pero esta forma de proceder, discutible como lo es, no sirve tanto para el propósito que sus ejecutores tienen en mente, tanto como para revelar la aguda debilidad de ciertas instituciones (por ejemplo, la Policía o los investigadores fiscales) que muchas veces buscan, a través de estas exhibiciones prematuras, inhibir las sospechas de impunidad y conjurar la desconfianza social que existe acerca de ellas. Es decir que con esta especie de «teatro punitivo permanente» el universo fiscal no pretende mejor cosa que congraciarse con una ciudadanía recelosa, que desconfía de su buen hacer, y dar la apariencia de unas instituciones eficientes, eficaces e implacables ante el delito.

De este modo, la independencia judicial y el Estado de Derecho son agredidos por la permanente inclinación del aparato fiscal salteño a buscar soluciones y auxilios fuera del proceso, invocando a veces la libertad de información y de expresión (que son dos derechos de los ciudadanos, no de los poderes del Estado) y en otros la publicidad de los actos del gobierno, que tampoco es un derecho sino que es una obligación, limitada y condicionada en cualquier caso por la posible afectación de los derechos de los particulares.

Pero ni el derecho a la libertad de expresión ni la libertad de información que ejercen los medios de comunicación son derechos absolutos. En cualquier caso, deben ser relativizados en favor del debido proceso. De allí que tanto el propio aparato de comunicación pública de los fiscales penales de Salta como los medios que acostumbran a nutrirse de la información que allí se publica deben extremar la precauciones para transmitir del proceso penal solo aquello que resulte trascendente y de interés público para la ciudadanía, sin entorpecer la labor de la justicia y, sobre todo, sin perjudicar los derechos de los particulares.

La esencia del derecho fundamental a la presunción de inocencia ha sido resumida de modo magistral por Luigi FERRAJOLI, que nos ha enseñado que si entendemos a la jurisdicción como la actividad necesaria para obtener la prueba de que un sujeto ha cometido un delito, hasta que esa prueba no se produzca mediante un jucio regular, ningún delito puede considerarse cometido y ningún sujeto puede ser considerado culpable ni sometido a pena. Estas reglas elementales -dice el ilustre profesor florentino- caracterizan a un Estado de Derecho, pero deben ser observadas incluso por aquellos entes de poder que no pertenezcan al Estado, en una clara referencia a los medios de comunicación.

En conclusión

Los ciudadanos de Salta asistimos -la mayoría, inermes o despistados- a una espiral de calculadas agresiones contra el Estado de Derecho.

De todos los comportamientos arbitrarios posibles, el que sin dudas mayor preocupación suscita es el de las instituciones que están llamadas a proteger, en última instancia, los derechos y las libertades fundamentales de los ciudadanos, amenazados por los frecuentes abusos del poder democrático.

Defender la independencia judicial y la presunción de inocencia, denunciar las conductas que menoscaban constantemente una y otra es la forma más directa e inequívoca de reivindicar el imperio de la Ley y de afirmar nuestra opción civilizatoria por el Estado de Derecho.

Debemos alertar sobre algunas formas desviadas de entender la independencia judicial, como la que propugna reforzarla para aumentar el poder de los jueces o lograr el objetivo de su «autonomía total», y afirmar que la neutralidad política y social de los magistrados (jueces y fiscales) es un derecho que tenemos todos los ciudadanos y que solo a nosotros compete exigir su cumplimiento o modular su extensión.

Del mismo modo, es preciso llamar a la reflexión a quienes a diario exhiben su desprecio por la presunción de inocencia y por los derechos y las garantías las personas sometidas a proceso penal, cualquiera sea el grado de convicción del acusador público acerca de su culpabilidad. Y exigir, en consecuencia, sanciones efectivas y disuasorias para aquellos que, violando su deber de no efectuar valoraciones sobre culpabilidad o participación criminal antes del decreto de remisión de la causa a juicio, lesionan derechos muchísimo más importantes que la libertad de informar o desvirtúan obligaciones como las de hacer públicos los actos de gobierno.

En la consideración de la independencia judicial como una garantía de los ciudadanos (especialmente de aquellos que forman parte de las diferentes minorías) y en la valoración de la presunción de inocencia como uno de nuestros derechos fundamentales más importantes se hallan las claves del deseado rescate del Estado de Derecho. Estos dos gestos cívicos fundamentales nos ayudarán a erigir una valla segura contra el activismo de quienes buscan destruir nuestra convivencia democrática imponiendo sus criterios personales y circunstanciales a la objetividad y abstracción de la ley.