
Hablo -cómo no- de los fiscales penales de Salta, que con sus movimientos y decisiones modelan a su antojo los rígidos contornos del sistema de garantías procesales que rigen en un Estado de Derecho, y que debe presidir cualquier investigación penal, por muy detenido que un ciudadano esté o por muy sospechoso que sea.
Este rasgo, entre autoritario y magnánimo, se ha acentuado bastante desde que el trabajo de fiscales y fiscalas es dirigido (no con un látigo sino con un escalímetro muy preciso) por un auténtico campeón del populismo punitivo, que seguramente los anima todos los días, con su ejemplo personal, a actuar precipitada e incomprensiblemente fuera de cualquier racionalidad constitucional, sin que nadie o casi nadie les ponga en su lugar.
Casi todos los días leo noticias que, por debajo de su superficial espectacularidad y de su calculada intención dañina, nos alertan de que los fiscales contaminan la instrucción penal provocándole una esterilidad insubsanable y arruinando, si acaso, el resultado de futuras investigaciones.
El desaguisado procesal afecta sin dudas a la credibilidad de la Justicia, que, a tenor de una encuesta recientemente publicada en Salta, se encuentra bajo mínimos. Quizá nuestro sistema judicial no ha alcanzado jamás niveles tan bajos de prestigio y consideración social, y esto, por muchos motivos, es algo que debería preocuparnos a todos.
Si se me pidiera identificar rápidamente el más importante entre todos los factores que contribuyen decisivamente a la degradación de la calidad de vida de los salteños, señalaría sin dudar al populismo punitivo de los fiscales penales de Salta. Porque -aunque no lo parezca- algunos se han propuesto seriamente sustituir en Salta el control social a través de los mecanismos del Estado del Bienestar y la manipulación de la pobreza por el control social a través del castigo penal.
Se supone que el Derecho Penal debería ser la última arma con la que la sociedad se enfrenta a los conflictos que se suscitan entre sus miembros, pero en Salta sucede exactamente lo contrario. La reacción punitiva del Estado es generalmente la primera herramienta a la que se recurre cuando los conflictos emergen y amenazan con volverse irresolubles. La instrumentalización del Derecho Penal para la construcción de un orden moral y político determinado es muy mala para cualquier sociedad pero es especialmente dañina para una sociedad débil y mal vertebrada como la salteña.
Fíjense si no en la facilidad con que el Procurador General de la Provincia de Salta reparte querellas criminales por supuestas injurias contra su persona en las mesas de entradas de los tribunales. Nunca antes en la historia de Salta el jefe de los fiscales ha estado más atento y activo a la hora de utilizar el Derecho Penal... pero no para defender al conjunto de la sociedad de quienes la ofenden, como se supone que debe hacer, sino para defenderse a sí mismo y lograr, a través del castigo penal, su propia protección.
Algo funciona mal en Salta, sin dudas, cuando los jueces de Garantías, ante el más mínimo gesto del Procurador General, despachan alegres medidas cautelares (pensadas para defender a personas indefensas y amenazadas) para proteger la inmaculada virginidad de fiscales y de jueces frente a una opinión pública corrosiva y cada vez más exigente.
El asunto es todavía más grave si se tiene en cuenta que los delitos contra el honor son delitos puramente privados (es decir, no perseguibles de oficio) y que para poner en marcha un proceso penal requieren la formulación e interposición de una querella; no simplemente una denuncia. A pesar de esto, en Salta basta una denuncia genérica del Procurador General (a veces, una simple llamada por teléfono) para que una jueza de Garantías, inaudita parte y sin un proceso formalmente iniciado, amenace a una persona con formarle causa por un supuesto delito de desobediencia judicial si en el futuro se anima a «injuriar» a una lista jueces y fiscales que ni siquiera han presentado una querella y que, en una buena cantidad de casos, jamás se animarán a presentarla.
Estamos situados, pues, frente a un escenario en el que el Derecho Penal es el absoluto protagonista de la vida social. Las penas -especialmente el encarcelamiento y sobre todo la prisión preventiva, entendida como castigo anticipado- son la panacea para todos nuestros problemas sociales.
Meter gente en los calabozos de las comisarías y en las celdas de las cárceles se ha convertido en un imperativo político de primera magnitud, como lo pone de manifiesto el hecho de que un brote de coronavirus en una comisaría de segunda magnitud de Tartagal obligó recientemente a relocalizar nada menos que 65 presos, una cifra que es sencillamente escalofriante. ¿Cómo viven 65 presos en una comisaría? ¿Cuántos presos habrá en otras comisarías más importantes? ¿En qué sociedad vivimos?
O entendemos todos que vivir en democracia nos obliga a someternos a los rigores constitucionales (muchos de los cuales obligan a refrenar nuestra pasión por el castigo penal) o el fracaso del sistema estará próximo. Tenemos que darnos cuenta de una vez que la investigación de los presuntos delitos tiene límites muy estrictos; básicamente uno: el control judicial de las medidas que limitan derechos fundamentales de los justiciables.
A pesar de lo que piense y lo que diga el Procurador General de Salta, no todo vale a la hora de esclarecer sucesos criminales. Es por ello que el frenesí indagador -puesto de manifiesto en innumerables actuaciones fiscales- debe ser refrenado del modo más urgente posible, si es que no queremos acabar provocando la desilusión de toda una sociedad que demanda una justicia justa.
Populismo punitivo y feminismo
Laia Serra es una abogada penalista que trabaja en derechos humanos, no discriminación, delitos de odio y violencia de género. Forma parte de la Comisión de Defensa del Colegio de Abogados de Barcelona, de Mujeres Juristas y de la Asociación Catalana para la Defensa de los Derechos Humanos, que integra la Coordinadora Catalana para la Prevención y Denuncia de la Tortura. Desde 2007, la abogada Serra es asesora del Observatorio contra la Homofobia y desde 2014 asesora a la Asociación de Asistencia a Mujeres Agredidas Sexualmente (AADAS).En febrero de 2018, la señora Serra publicó en Pikaramagazine.com un interesante artículo titulado «Populismo punitivo, o cómo se instrumentaliza el dolor de las víctimas», en el que denuncia que el populismo punitivo se ha puesto en marcha para explotar las inseguridades colectivas y restringir así libertades fundamentales. A juicio de Serra, el énfasis en el castigo no debe desviar la atención de las obligaciones del Estado en materia de prevención, reparación y garantía de no repetición.
Me he permitido extraer de aquel artículo algunos pasajes que considero son muy importantes para comprender mejor hasta qué punto la estrategia desplegada por el Ministerio Público Fiscal de Salta -especialmente en relación con las mujeres- se compone de un conjunto de prácticas, decisiones y políticas peligrosamente desviadas y dañinas, que ocultan de forma calculada su perfil reaccionario y su intención de profundizar en las desigualdades históricas que padece nuestra sociedad.
Para Laia Serra, el populismo punitivo es una fórmula política y penal que se contextualiza en la expansión neoliberal, la quiebra del Estado del bienestar y el auge del neoconservadurismo. Se lo puede definir como «la estrategia ideológica, manipuladora y reaccionaria del Estado de explotar las inseguridades de la colectividad para neutralizar ciertos debates sociales y criminalizar selectivamente ciertas conductas y sectores sociales para ir restringiendo libertades fundamentales».
Aunque nuestra autora no menciona este rasgo, el populismo punitivo suele ser agitado por algunos teóricos que recurren a la tradición y a la historia para dibujar una «sociedad ideal», legitimada en el pasado, en la que los valores y el heroísmo desplazan hasta llegar a anularlos los comportamientos disgregadores y antisociales. Así pues, en Salta es suficiente saber quiénes ensalzan nuestro pasado sin criticarlo y quiénes suben héroes a los pedestales de la historia para conocer a los que justifican y practican el populismo punitivo.
La autora habla, sin embargo, de un «cambio de paradigma» que consiste en pasar de asegurar el orden social a través del a través del Estado social a hacerlo a través del control de los mecanismos punitivos del Estado, algo que ya fue definido en 2011 por Garland como “gobernanza a través del delito”.
A la pregunta de ¿por qué funciona tan bien la fórmula punitivista?, Serra responde que «una de las claves de su éxito permanente es la de su habilidad comunicativa. Esta cumple con la mayoría de parámetros con los que Chomsky definía la manipulación informativa: genera un efecto balsámico al ofrecer soluciones fáciles y rápidas ante un fenómeno complejo, selecciona los problemas a los que dará relevancia, introduce medidas de forma gradual, provoca respuestas emocionales, oculta datos objetivos y opiniones expertas y apela a los análisis oficialistas sobre la materia. Nuestra era de la post verdad es terreno fértil para su proliferación».
También describe nuestra autora sus ejes ideológicos: «El primero de ellos pasa por el abandono del ideal resocializador, legitimando la neutralización del infractor. Para ello, se despolitiza la delincuencia redefiniéndola como un acto de responsabilidad individual. Se deshumaniza el 'delincuente', ese 'otro' que se autoexcluye voluntariamente. A la transgresión de la norma se le añade el reproche moral de haber traicionado el bienestar colectivo, neutralizando así cualquier atisbo de empatía. Su representación adopta formas más sofisticadas y peligrosas, pasando a la categoría de enemigo del que la 'mayoría' tiene derecho a defenderse. También muta la significación política del delito que pone el foco en la delincuencia menor y el incivismo, desviando la atención de otros delitos más nocivos. A pesar de su reconocida incapacidad para ello, la cárcel y la severidad de las penas se presentan como la forma más eficaz para frenar la delincuencia. Se asocian de manera falaz tasas de encarcelamiento con criminalidad, se obvia el patrón sociocultural de quienes acaban en prisión y se recurre subliminalmente a la función simbólica y moralizante de la cárcel, de recordatorio de cuál es el destino final del camino de la exclusión social».
Un poco más adelante, afirma: «Se genera un aliviante efecto balsámico al ofrecer un chivo expiatorio contra el que proyectar toda la indignación y la ansiedad que generan las actuales condiciones de vida. La emergencia de la quiebra de los valores de la sociedad justifica la adopción de medidas drásticas, que se venden en clave de provisionalidad y excepcionalidad, sabiendo que su finalidad es acabar normalizándolas».
Yendo un poco más hacia lo que preocupa en Salta en relación con la supuesta «dedicación» fiscal a la defensa y protección de las mujeres, Laia Serra dice que «el tercer eje pasa por la instrumentalización del dolor de las víctimas y de las supervivientes y de la empatía social que suscitan. El punitivismo se presenta como abanderado de sus derechos, otorgándoles el lugar destacado que se merecen en el sistema penal y en la promulgación de leyes. Los derechos de las víctimas se presentan en una aritmética engañosa: la concesión de derechos a los infractores va en detrimento de los derechos de las mismas, negándoles la obtención de justicia y reparación. Con ello, se apropian y distorsionan las reivindicaciones de las víctimas y supervivientes del delito que, por cierto, ni tan siquiera son las que más ansias punitivas presentan».
Pero una vez más queda claro que la aplicación del Derecho Penal no soluciona el conflicto ni resarce a la víctima y genera nuevas discriminaciones. Por eso, entre otras cosas, es tan grave como inútil que el Gobernador de Salta haga del anuncio de crear juzgados especializados en violencia de género la promesa estrella de su discurso de inauguración del año legislativo.
Muchos autores han puesto de relieve la nula capacidad del Derecho Penal de aportar a la transformación social y al empoderamiento de las mujeres. Nos dice Serra que, al revés, el fenómeno nos alerta de que la excesiva tutela de las leyes sobre las vidas de las mujeres -la “colonización legal”, como ella la llama- priva a las mujeres del control de sus necesidades y de la autonomía de sus decisiones. El Estado ofrece protección a cambio de obtener la subordinación y obediencia de la mujer, cuando no de criminalización secundaria, imponiendo la denuncia, la renuncia al perdón, la asunción de un conjunto de dispositivos de control y encarcelación por desobediencia. Animo vivamente a los salteños a volcarse a los textos y repasar con detalle el discurso del Ministerio Público Fiscal de Salta y de su Procurador General en torno a las mujeres y a la violencia de género. Si lo hacemos, vamos a ver seguramente retratada en sus párrafos esta “colonización legal” de la que nos habla Laia Serra.
No podemos estar más que de acuerdo con ella cuando escribe que «es legítimo, comprensible y respetable que desde el dolor se pueda reivindicar “mano dura” contra los victimarios, pero la empatía y solidaridad con las víctimas y con las supervivientes no nos puede llevar a aceptar que el Estado guie su política criminal en relación a ello». En Salta, son paradigmáticos -por razones parecidas aunque no idénticas- los casos de Cinthia Fernández y de Jimena Salas, utilizados políticamente hasta la saciedad por la superestructura fiscal.
El Derecho Penal -y mucho menos la deformación del mismo que en Salta abanderan el Procurador General y sus fiscales subordinados- no puede prescindir del sistema de garantías que le confiere su particular estructura, ni fundamentar su acción en la peligrosidad en lugar de la culpabilidad. Apartarnos de esta concepción -dice Laia Serra- nos aboca a asumir la neutralización de individuos y la imposición de penas inhumanas y degradantes, incompatibles con la dignidad personal y con los Derechos Humanos, los mismos que exigimos que se nos respeten.