
A lo largo de los últimos años me he preguntado alguna vez si vale la pena seguir recordando el 24 de marzo de 1976, o si, por el contrario, no sería mejor olvidarse de él, de sus protagonistas (los verdaderos y los falsos) y de sus consecuencias.
Reconozco que alguna vez pensé que la reconciliación entre los argentinos no será posible a menos que enterremos de una vez el recuerdo de aquel infausto día. Pero también debo admitir que, pasados los años y por motivos que no viene al caso analizar aquí, aquella reconciliación no solo me parece ya imposible sino también -y duele decirlo- inútil.
Tal vez por esta razón es que, en mi caso, ni olvido ni quiero olvidar aquel día que torció el curso de mi vida definitivamente, como lo prueba el hecho de estar escribiendo estas líneas a unos diez mil kilómetros del lugar en que ocurrieron aquellos sucesos.
Lo que me irrita del recuerdo de esta fecha, es la cantidad de sorprendentes «campeones de la democracia» que han ido emergiendo en estos cuarenta años que han pasado. Me refiero a la aparición de gente, nacida mucho después del golpe militar, que pretende darnos lecciones de democracia a los que lo padecimos en nuestras carnes. Y no solo eso: que pretende, sin conseguirlo, colocarnos del lado en el que no estuvimos.
Solo esta injusticia mueve al recuerdo y espolea nuestra memoria, porque algunos tenemos la pésima costumbre de rebuscar en ella la verdad y no falsos argumentos para perdonar nuestras faltas o las tropelías cometidas por nuestros ancestros.
En mi caso, por lo menos, el golpe militar del señor Videla fue una experiencia personal a más no poder, ya que el hecho material de su consumación me sorprendió en una semiclandestinidad que unos días antes había asumido con plena voluntariedad (me había escapado del calor de Tucumán y de mis obligaciones de estudiante para refugiarme en mi casa vacía).
Aislado del mundo, en una soledad casi perfecta, sin comunicación con el exterior y sin más ayuda que la luz de una vela y una pequeña radio del tamaño de un paquete de cigarrillos, enfrenté la adversidad y la cercanía de la muerte, que en aquellos días asumió la deportiva, pero no por ello menos macabra, forma de unos automóviles Torino de color blanco, que en horas de la madrugada buscaban por los alrededores de la casa, presuntamente vacía, las huellas recientes de algún morador incómodo.
El no haber caído bajo las garras de los golpistas rebajó notablemente el perfil literario de mi «hazaña» (la que llamo así solo por darle un nombre noble a algo que no fue más que una irresponsabilidad mayúscula). Tenía yo entonces 17 años y cumpliría los 18 en julio de aquel año.
Pero para los falsificadores de la historia hubiera sido casi mejor que en aquellos días alguien me hubiera hallado muerto en una cuneta, con una bala de fusil en el cráneo y signos de haber sido torturado. Vivo, como estoy, tengo unas enormes (casi infinitas) probabilidades de acordarme quiénes eran los que en aquellas fechas empuñaron las armas contra sus hermanos indefensos.
Por mi edad y mis circunstancias, yo no fui uno de ellos. Aun así, nunca me acogí al estatuto de víctima, ni pedí al Estado reparaciones, reconocimientos o medallas. No se colgaron o se descolgaron cuadros en mi nombre. Me bastó siempre, como me basta ahora, haber sido testigo de dos crímenes: uno contra el orden constitucional y el otro, cometido posteriormente, contra la verdad.
El paso del tiempo me ha hecho mirar con cierta indiferencia cívica el primero de ellos, pero ha aumentado notablemente mi indignación respecto del segundo, a medida que los disfrazados se iban apropiando del espacio democrático y condenando, cada vez más duramente, el derrocamiento del gobierno constitucional.
Lo que condenan estos señores no lo puedo condenar yo, pensé. Y así fue que, sin perdonar el abuso militar, ni cohonestar en ningún momento sus métodos de aniquilación, me volqué a la condena del otro crimen: el cometido contra la verdad.
Entonces como ahora, siempre obré guiado por una solo impulso: el de impedir que personas que tuvieron por auténticos ídolos a Videla y a Galtieri, los que aplaudieron las matanzas y celebraron a banderazo limpio la injusta guerra de las Malvinas, pudieran tergiversar la historia y armar bandos arbitrarios, con el solo propósito de exculparse ellos y etiquetar a los demás como enemigos de la democracia.
Muchas veces me pregunté si no era tiempo ya de perdonarlos. Hace poco me di cuenta de que yo los perdoné hace mucho tiempo, pero por lo que pudieron hacerme a mí y finalmente no me hicieron. Es decir, los perdoné casi por nada. Me veo impedido de extender este perdón, que es muy sincero, a los actos que cometieron contra la democracia y contra sus semejantes. Perdonarlos equivaldría a negarle a las víctimas (a las que lo fueron en mucho mayor medida que yo) el derecho a ejercer la gracia por sí mismos.
Por eso he pensado, sobre todo en esta fecha, que es mejor no ensañarse con ellos. Que se puede denunciar un crimen mayor contra la verdad histórica sin reclamar el paredón de fusilamiento para nadie y sin escenificar venganzas ideológicas, que se antojan propias de tiempos ya felizmente superados.
Quiero, sí, decir que en la celebración de esta fecha hay un exceso de memoria, como en su día y aplicado a otras cosas, denunció Jorge Luis Borges, sospechado primero y exculpado después de simpatías con el régimen. Acordarse demasiado es una forma de echar un manto de olvido sobre los sucesos.
Esa sobreabundancia de memoria o ese recuerdo sobrevalorado se contrapone con la escasa cantidad de verdad que hay en el recuerdo. Si se me permite la comparación, es como darse de vez en cuando un baldazo de arrope de chañar, pero sin chañar.
La democracia -ese abuso de la estadística, como alguna vez la definió el escritor- tiene sus reglas, y aunque lentas e imperfectas, confío en que ellas irán poniendo a cada uno en su lugar con el paso del tiempo. No importa si son cien o doscientos años, o más. El ejercicio continuado y sosegado de la democracia permitirá que algún día celebremos esta fecha con una conciencia plena acerca de la identidad de los responsables de crímenes horrendos contra la humanidad, que, como felizmente se sabe ahora, no solo se cometieron en cuarteles y centros irregulares de detención, sino también en clubes sociales, en despachos judiciales, en empresas privadas, y en casas particulares.
Mientras tanto, y aunque en la confusión sigamos votando a los criminales, hago un llamamiento a mis compatriotas a desconfiar de las soluciones fáciles, y a recelar, como recelé yo a finales de 1975, de aquellos que nos prometen el paraíso, previo baño de sangre; se llamen Videla o se llamen...