El principio de unidad de la Constitución y la interpretación de lo que no es interpretable

  • El esfuerzo del intérprete constitucional puede resumirse en un empeño muy concreto: el de hacer hablar a la Constitución con una sola voz.
  • Reforma de la Constitución de Salta

A estas alturas, casi todos sabemos que las constituciones son artefactos muy complejos, que deben ser operados con el máximo cuidado y que cuando llega el momento de modificarlos se debe poner mucho más cuidado aún.


También sabemos, en general, la utilidad que dentro del diseño constitucional tienen las llamadas «regulaciones abiertas» y no somos pocos los que coincidimos a la hora de identificar las partes de las constituciones que pueden y deben contener preceptos de este tipo, y aquellas en las que, por el contrario, el consenso constituyente debe manifestarse (y ser expresado) de una forma unívoca.

Pero debemos tener en cuenta también que, aun para los llamados convencionalistas, el empleo en las constituciones de determinados conceptos valorativos no siempre obliga al intérprete a realizar valoraciones. Con más razón, cuando no hay convención sobre un determinado contenido y, sobre todo, cuando este contenido no es valorativo ni se puede presumir que estemos delante de una cláusula de «textura abierta», el intérprete se enfrenta a una zona de penumbra en la que el uso y aplicación del precepto exige simplemente decisión.

Este, para mí, es -y lo es sin dudas- el caso de la cláusula del artículo 184 de la Constitución de Salta que exige que el acto del Poder Legislativo que declara la necesidad de su reforma parcial «fije las materias» sobre las que habrá de versar la reforma.

Entender y decidir que para nuestra Constitución «materias» y «artículos» son la misma cosa supone convertir en ambiguo e indeterminado un concepto jurídico cuya precisión y determinación se explican sin necesidad de esfuerzo por el lugar que este concepto ocupa en el diseño constitucional. Significa también atentar contra la unidad de la Constitución y propugnar una solución interpretativa para un problema de aplicación y decisión.

Hay quienes sostienen que este precepto constitucional, como todos los demás (incluidos los de «textura abierta»), es susceptible de interpretación, entendida esta actividad como la atribución de significados a los textos constitucionales. Pero aunque podamos coincidir con este enfoque, no es bueno olvidar que no nos hallamos frente a un contenido «valorativo», y que, por tanto, aquella zona de penumbra en la que se desenvuelve la actividad hermenéutica estrecha significativamente los márgenes de acción del intérprete, ya que aquí no caben matizaciones ni modalizaciones y lo que cabe esperar es simplemente una decisión.

Uno de nuestros grandes males en esta materia -y el que propicia los errores más frecuentes a la hora de aplicar la Constitución- es que no todos nuestros principales operadores jurídicos son capaces de advertir la crítica especialidad de la interpretación constitucional y sus serias diferencias con la interpretación usual de las leyes.

Es verdad que la Constitución es una norma jurídica, de carácter general y obligatorio, como lo es también la ley; pero entre una clase de norma y la otra existen diferencias que no son precisamente sutiles. Este no es el lugar ni el momento para desarrollar una teoría exhaustiva sobre estas diferencias, pero me permito apuntar dos, que me parecen muy importantes:

1) Que la Constitución desempeña un papel de conservación y orientación del sistema en su conjunto, que la legislación no está de ningún modo llamada a jugar.

2) Que la «forma constitucional» expresa tendencialmente el consenso (lo unánime, lo fundamental, lo estático, lo inmodificable), mientras que la «forma legal» es la manifestación del conflicto (lo mayoritario, lo fundamentado, lo dinámico, lo modificable).

Es muy evidente que las actividades de interpretación, aplicación y modificación de las leyes deben ser cualitativamente diferentes a las de interpretación, aplicación y modificación de la Constitución, aunque no podemos negar que existe una corriente de pensamiento, liderada nada menos que por DWORKIN y FERRAJOLI que defiende la traslación al terreno de la interpretación constitucional de las herramientas más garantistas de la interpretación legal.

Solo si somos capaces de tener en cuenta que la Constitución y la ley no son la misma cosa y que desempeñan en nuestro sistema de convivencia papeles diferentes, costará menos entonces comprender que la rigidez constitucional (la exigencia de un procedimiento especial y de mayorías agravadas para su reforma) admite diversos grados y diferentes estrategias de construcción.

Una de estas estrategias -y no precisamente una meramente instrumental- es la definición constitucional del módulo de la reforma. Al hablar de módulo hablamos positivamente de una dimensión que convencionalmente se toma como unidad de medida, y, más en general, de todo aquello que sirve de norma o regla para ciertas operaciones (definición del DRAE). Para el constituyente salteño, este módulo son, sin dudas, las «materias». Poca discusión cabe al respecto. El grado de ambigüedad es cercano a cero.

Si tenemos en cuenta, además, que este claro mandato del legislador salteño forma parte del capítulo en el que se consagra la rigidez (relativa) de nuestra norma fundamental, como juristas estamos obligados a dirigir la mirada hacia la historia de nuestra rigidez constitucional para comprobar que, desde su reforma de 1998, nuestra Constitución provincial es más difícil de modificar de lo que era en su redacción original de 1986.

En este punto tan crítico no se puede olvidar ni pasar por alto que la voluntad del constituyente salteño de 1998 fue la de galvanizar el consenso constitucional, al añadir al original artículo 179 (hoy 184) el último párrafo, que establece la sanción de nulidad para las «modificaciones, subrogaciones, derogaciones y agregados que realice la Convención Constituyente apartándose de las materias habilitadas por el Poder Legislativo, en ejercicio de la facultad preconstituyente».

Subrayo aquí que el texto constitucional repite otra vez la palabra «materias», en lo que entiendo es la confirmación de que no estamos ante una casualidad o un simple recurso verbal más o menos traído de los pelos.

Y esto es muy importante, porque cualquiera que entienda algo de esa disciplina que se llama ecdótica, sabe o podría llegar a saber que el constituyente salteño de 1986, sin hacer esfuerzo ninguno, podría haber utilizado -si así lo deseaba- la palabra «artículos» en vez de la palabra «materias».

Si lo hubiera hecho así, estaríamos hoy en un escenario completamente diferente. Pero no lo ha hecho, y no veo razón ninguna para que el legislador de hoy, con el codo y valiéndose de una mayoría circunstancial (característica además del proceso legislativo contingente), borre lo que el constituyente escribió con la mano y con plena conciencia del grado de consenso que habían alcanzado sus formulaciones.

Como afirma una parte de la doctrina, la rigidez constitucional -que conforma el meollo de la cuestión- nos enfrenta a un problema de racionalidad que de ningún modo nos plantea la flexibilidad de la legislación. De lo que se trata aquí es de examinar la racionalidad de una acción cuyo sentido es la mera sumisión al pasado, teniendo en cuenta que la acción meramente tradicional -aquella cuyo sentido es la mera obediencia al pasado- es acción irracional, como decía Max WEBER.

La rigidez constitucional nos pone en contacto, quizá como ninguna otra institución fundamental, con el problema de la relación entre los muertos y los vivos. No podemos olvidar que el sentido y la utilidad de la lex superior constitucional es precisamente «bloquear», «inhibir», «dificultar» la lex posterior legislativa en relación con ciertas materias.

Visto desde una perspectiva diacrónica, el mandato de «fijar las materias» no ha sufrido menoscabos ni enriquecimientos a lo largo de los últimos 35 años. Para decirlo de una forma coloquial, este mandato constitucional ha «envejecido mejor» que otros institutos creados y contenidos en la misma Constitución y el «módulo» definido en 1986 para las reformas se mantiene incólume, pues las «materias» siguen siendo reconocibles a lo largo de todo el texto constitucional y son ellas -no los «artículos»- las que dotan a nuestra norma fundamental de su estructura lógica.

La modulización por materias conserva, pues, casi intacta su lozanía, como no la conservan, por ejemplo, la regulación del derecho fundamental a la igualdad, el derecho al trabajo libre de personas iguales o el derecho a un medio ambiente sano y equilibrado, por solo mencionar a unos pocos que piden a gritos su actualización y convocan a una intervención interpretativa más intensa y meditada.

Debemos tener presente también que los enunciados constitucionales -incluso aquellos que regulan el poder de reforma- muestran una tendencia a ser interpretados como principios, algo que no sucede normalmente con los enunciados legales.

Decidir que donde la Constitución dice «materias» debe leerse «artículos» atenta pues contra la supremacía de la Constitución, contra los pilares que sostienen su estabilidad, contra la unidad de la propia Constitución, contra los principios lógicos que presiden la interpretación constitucional y contra los derechos de los ciudadanos y sus representantes a reformar la norma fundamental como la propia norma fundamental quiere y reclama que sea reformada.

Esta parte del artículo 184 de la Constitución de Salta, a diferencia de otras, es quizá la menos indicada para recibir interpretaciones contradictorias entre sí; entre otros motivos porque no hay en el propio texto constitucional preceptos que se le opongan frontalmente a él o apunten en direcciones incompatibles. Así como frente a las «materias» no nos encontramos ante un concepto «valorativo» que obligue al intérprete a precisar lo que ha nacido impreciso, tampoco estamos frente a antinomia, laguna, imperfección o incoherencia alguna.

Si consideramos al artículo 184 la «cláusula de blindaje» de nuestra Constitución y la que nos previene de su reforma precipitada o insuficientemente mayoritaria, no tiene ningún sentido interpretar sus regulaciones particulares ponderando la eventual existencia de variaciones léxicas que el constituyente no tuvo en ningún momento la intención de permitir.

Si, como afirmamos al comienzo de este escrito, la misión fundamental del intérprete constitucional es la de hacer hablar a la Constitución con una sola voz, cualquier esfuerzo en este sentido ha de estar encaminado a asegurar la unidad de la Constitución. Este objetivo solo puede ser alcanzado en la medida en que el intérprete valore a la Constitución como un «todo» armónico y sistemático, a partir de cuya unidad se organiza el sistema jurídico en su conjunto.

En definitiva, diseccionar la Constitución en «artículos» comporta autorizar que sus regulaciones puedan ser tratadas como compartimentos estancos. Si para aplicar la Constitución o para interpretarla, el análisis de cada regulación constitucional en particular debe efectuarse tomando en consideración todas las demás normas contenidas en la Constitución, no tiene ningún sentido que para reformarla se deba prescindir de las «materias», que son las que, en definitiva, le proporcionan a nuestra Constitución su solidez, su brillo y su coherencia.