
Al año siguiente, una reforma del Código Civil californiano prohibió el matrimonio entre «blancos» y «mongoles» y como la pareja consideró esa enmienda injusta y discriminatoria, juntos decidieron volver a armar las maletas y largarse hacia Nueva York, no sin antes prometerse el uno al otro lo siguiente: 1) que fundarían allí un restaurante chino y 2) que aborrecerían para toda la vida las reformas de leyes y de cartas, de cualquier naturaleza que estas fuesen.
Tuvieron la suerte de aterrizar en el Bronx y de que Zhang encontrara trabajo en la última etapa de la construcción del puente de la 145th Street. Mientras, Audrey planificaba silenciosamente lo que sería el sueño de ambos: el restaurante chino y su prolijo menú.
La inquieta pelirroja propuso a su marido una carta con diez «materias» y ciento ochenta y cinco «artículos». Las materias, a las que no le asignaban un número, eran: Entremeses, sopas, huevos, verduras, arroz y tallarines, pescados y mariscos, pato, ternera, pollo y cerdo.
Cada «materia» estaba repartida en varios «artículos» (así, había pollo y cerdo junto al arroz o a las verduras), pero ningún «artículo» conseguía agotar una «materia». Así por ejemplo, el pollo estaba presente en los números 24, 43, 68, 71, 73, 75, 94, 112, 148 y 179. Otro tanto ocurría con las verduras, el cerdo, el arroz y las otras «materias».
Zhang aceptó el proyecto de menú con una sola condición: que si alguna vez era necesario reformarlo, tal reforma se haría por «materias» y no por «artículos». Se dieron la mano y a los dieciséis meses empezaron un próspero negocio, primero en el barrio, muy cerca de Mom & Pop Store (antes de que un cortocircuito en el techo obligara a sus propietarios a mudarse a Parsipanny, New Jersey), y luego en la elegante Herald Square donde hoy lo continúan sus descendientes.
Antes de morir, Zhang hizo prometer solemnemente a sus hijos que aquel menú de comida china laboriosamente ideado por su esposa no sería reformado más que por el procedimiento que él había indicado y no antes de una discusión amplia y exhaustiva entre todos los herederos del negocio acerca de las «materias» que constituirían su objeto. Zhang previó incluso que se produjera la circunstancia de la entrada de un «artículo» nuevo, para lo cual autorizó a sus sucesores, con rigurosas limitaciones, a proceder a su renumeración.
Con la autoridad que le conferían la historia y su sacrificio personal, Zhang impuso como norma fundamental del negocio que cuando hubiera necesidad de reformar el menú en la «materia pollo», el cambio no se limitara al chicken cashew, sino que se discutiera también la modificación del pollo con bambú y setas, el pollo con almendras, el pollo agridulce, el pollo con maíz, el pollo con brotes de soja, el pollo con salsa de curry y el pollo con limón. Así, con todas las demás «materias».
El mandato del patriarca de Shandong fue observado obedientemente por tres generaciones de sus descendientes, hasta que su bisnieto Wang Min -apodado el rápido- decidió por su cuenta reformar el menú por «artículos» y no por «materias», provocando de este modo una acelerada desorganización y la consecuente ruina del negocio, además del lógico enfado de sus primos y de buena parte de su clientela. El procedimiento instaurado por Zhang y jurado al pie de su lecho de muerte por quienes le sobrevivieron había sido arbitrariamente desconocido por un díscolo bisnieto.
Sus primos lo llevaron a los tribunales, pero el juez del distrito de Manhattan -un descendiente de coreanos llamado Kim, que tenía inconfesables intereses en el negocio de la salsa de soja- le dio la razón a Wang, diciendo que, como juez de distrito que era, él era el único con capacidad para interpretar la voluntad del finado Zhang, y que no era necesario que los herederos discutiesen entre sí el alcance de la reforma del menú para que esta sea válida. Resultado: el viejo menú chino, surgido de la inteligencia sagaz de la irlandesa y de la férrea voluntad de aquel inmigrante de Shandong que había ajustado las últimas tuercas del puente del Bronx, desapareció un buen día engullido por la avaricia y aniquilado por la cortedad de miras.
El negocio se hundió y Wang y sus primos se vieron obligados a vender hot-dogs en uno de los extremos del puente de Brooklyn, certificando así la fatal decadencia de una larga saga de emprendedores que había fundado su prosperidad, no en la inmodificabilidad del menú, sino en su capacidad de cumplir con las reglas que ellos mismos se habían fijado para apuntalar su futuro y para organizar sus vidas y en su talento para distinguir entre diferentes categorías lógicas.
Y colorín colorado, happily ever after.