
Entre nosotros, y desde hace tiempo, el poder de mandar se traduce generalmente en la capacidad de hacer las normas para conseguir la obediencia de los otros; es decir, para obligar a los demás a hacer lo que el titular del poder quiere que hagan.
¿Alguien se ha preguntado alguna vez por qué el número de acordadas de la Corte de Justicia de Salta (más de 13.000) es largamente superior al número de leyes sancionadas por la Legislatura provincial (solo 8.200)?
¿Alguien podría explicarnos por qué, entre agosto de 2019 y agosto de 2020 la Legislatura de Salta ha sancionado solo 47 leyes y en el mismo periodo el Procurador General de la Provincia ha emitido casi 200 resoluciones, muchas de ellas de alcance general?
Algo realmente extraño sucede en Salta con la producción normativa.
Por un lado, quienes deberían elaborar las normas generales a través de procedimientos públicos y transparentes (los legisladores provinciales) no parecen demasiado dispuestos a hacerlo.
Por el otro, quienes deberían sujetarse estrictamente a las normas de la Legislatura (el Poder Ejecutivo, el Poder Judicial y el Ministerio Público) muestran una inusual hiperactividad normativa, que toma cuerpo no solamente en las abundantes y muchas veces superfluas acordadas judiciales y resoluciones fiscales sino también en los más de 2.000 decretos que el Gobernador de la Provincia firma por año.
A pesar de que en Salta rige nominalmente el principio de jerarquía normativa, que teóricamente reserva y asegura a la Ley en sentido formal un lugar preeminente entre los diferentes instrumentos, tanto el Gobernador de la Provincia, como la Corte de Justicia o los responsables del Ministerio Público demuestran a cada momento que su producción de normas tiene alcances universales. Un muy buen ejemplo de esta vocación totalizadora es la reciente resolución 1079/2020 del Procurador General, dirigida exclusivamente a los fiscales bajo su mando, en cuyo considerando se expresa sin embargo que sus normas apuntan «a la concientización general de todos los habitantes de la provincia».
El papel de la Ley en nuestro sistema constitucional
Lo peor de todo esto es que tal vez la hiperactividad normativa de los otros poderes del Estado nos parece totalmente normal, como normal aparece ante los ojos de los ciudadanos la preocupante retracción del rol institucional de la Legislatura provincial y el valor cada vez más marginal de las leyes en el conjunto de nuestro Ordenamiento jurídico.Sin dudas estamos inmersos en un proceso histórico en el que sin embargo hemos perdido de vista que las normas de las que nos dotamos son o deben ser sancionadas por el pueblo a través de sus representantes y que no solo sirven para asegurar y organizar la obediencia de los gobernados sino, en buena medida también, para sujetar al que gobierna y evitar que abuse de su poder.
Una parte significativa de nuestra decadencia se puede explicar por el abandono programado de los postulados del legalismo racionalista que ya en el siglo XVIII defendía la primacía de la Ley respecto de la costumbre.
En efecto, mientras la llamada Escuela histórica sostenía entonces la supremacía de la costumbre, porque entendía que por encima de la voluntad de los representantes del pueblo se alza la propia voluntad del pueblo, los partidarios del legalismo racionalista pensaban que, como la organización política del Estado se debía fundar en la soberanía popular, pero por medio de los representantes del pueblo, era la Ley -en tanto expresión de la voluntad general- la norma jurídica superior.
Después de la Revolución Francesa, la defensa de la Ley se convirtió en el instrumento de afirmación del espíritu de renovación del Estado revolucionario y de la burguesía liberal triunfante por sobre las fuerzas conservadoras enrocadas en la defensa de la supremacía de la costumbre, que más que la exaltación de la voluntad popular era la defensa de los privilegios feudales de señores y de ciudades.
Transcurridos más de dos siglos de aquel proceso revolucionario, se ha producido sin dudas un desplazamiento de la cultura de la legalidad racional hacia la periferia del sistema, favorecido en buena medida por la concentración de poderes en el órgano de gobierno y por la errónea creencia de que el Poder Ejecutivo electo por el voto popular representa al conjunto del pueblo.
Así, las antiguas fuerzas conservadoras, incapaces ya de hacerse con el control de las asambleas populares encargadas de hacer la Ley, consiguieron hacerse fuertes en el Poder Judicial primero y más tarde, con una adecuada estrategia de manipulación del voto popular, obtuvieron en muchos países el control estrecho del gobierno.
La situación en Salta
Nos ha costado también advertir las consecuencias de esta lenta deriva, pues a muchos les resulta hoy prácticamente imposible desvincular teóricamente la actividad de producción de las normas de la actividad del gobierno (muchos piensan todavía que es el poder el que crea las normas y no las normas al poder). De allí que, cualquiera sea el sujeto de poder, con independencia de las facultades que le otorga la Constitución, si lo que de verdad quiere es mandar o blandir el látigo, en cualquier terreno de la vida social que se trate, esa pulsión por el mando se convierte necesariamente en una obsesión por la producción de normas generales y abstractas.Nuestra Constitución prevé que el único que puede hacer estas normas es el pueblo, a través de sus representantes electos, que no son otros que los que integran el Poder Legislativo del Estado. El poder de legislar es, por así decirlo, una potestad delegada, que no se ejerce en la oscuridad o en las sombras sino que necesita de una previa deliberación pública y de un proceso en el que los representantes del pueblo escuchan o dan participación de alguna manera a sus mandantes o constituyentes.
Al menos en el caso de la Provincia de Salta, a pesar de la previsión constitucional, el Poder Legislativo ha experimentado una suerte de retracción institucional. Las cámaras legislativas han retrocedido y renunciado a producir (en cantidad y calidad aceptables) las normas que la representación popular debe sancionar, tanto para organizar la convivencia como para sujetar al gobierno. Su inexplicable deserción, controlada o estimulada por los demás poderes del Estado, ha dado pie a estos para que llenen el hueco y para que cada uno de ellos se dedique a dictar normas del más variado contenido y de la más irregular calidad.
Pero aunque la producción normativa del Gobernador de la Provincia (el Poder Ejecutivo) y de la Corte de Justicia (el vértice del Poder Judicial) es constante y abundante, la propia naturaleza de estos poderes impide que las normas que cada uno de ellos sanciona (alguna claramente invasivas de la potestad legislativa) disfruten del mismo grado de obediencia que las leyes en sentido formal.
Muy diferentes, en naturaleza y alcance, son las normas generales y abstractas que elabora el gobernante. Los decretos del Gobernador de la Provincia son normas menores que tienen la común característica de su absoluta sujeción a la Ley. Esto quiere decir que, en materia normativa, el máximo poder del Estado es el Legislativo, aunque en la práctica no ocurra así.
La hiperactividad normativa del Poder Judicial y el Ministerio Público
A la tradicional invasión que sufre la esfera de competencias del Poder Legislativo a manos de un Ejecutivo voraz y omnipresente, se suma ahora la hiperactividad normativa del Poder Judicial y del Ministerio Público, cuya relación con el derecho vigente se encuentra muy claramente expresada en los preceptos constitucionales y las normas legales que organizan el funcionamiento de cada uno de ellos, pero que los apetitos de poder y las disputas sectoriales han contribuido a desvirtuar.La legitimidad del Poder Judicial arraiga en su capacidad para resolver con autoridad las controversias jurídicas mediante la declaración del derecho aplicable y la ejecución de lo juzgado. Es esta y no otra su raison d’être.
Sin embargo, en Salta, quienes tienen que aplicar de forma aséptica e imparcial las normas sancionadas por la representación popular se sienten permanentemente tentados a elaborarlas ellos mismos. No se sabe muy bien si esto ocurre porque la mayoría de los magistrados son legisladores frustrados o es porque muchos se sienten seducidos por la comodidad que representa la aplicación a las controversias individuales o colectivas de las normas que ellos mismos han sancionado y que, por tanto, no requieren de interpretación.
Nuestros más altos jueces no se conforman con redactar las sentencias que ponen fin a las controversias sino que lo suyo consiste en proyectar su visión particular del mundo y de las conductas humanas a través de normas elaboradas por ellos mismos, de una forma totalmente opaca y sustraída del control popular, con la ventaja deportiva añadida de que son ellos -los jueces- los mismos que deben controlar que las normas que dictan se ajustan a la Constitución.
La Corte de Justicia no está autorizada por nuestra Constitución a dictar normas procesales. Sin embargo, es frecuente que este tribunal regule, a través de acordadas aspectos críticos del proceso que impactan directamente sobre los derechos de los justiciables. Es inútil alegar la inconstitucionalidad de estas normas, por razón de la ilegitimidad de su origen y por su vulneración del principio de jerarquía normativa, porque los que tienen que juzgar la inconstitucionalidad de la norma son los mismos que la han sancionado.
La situación, más que anómala, es injusta.
La limitada potestad reglamentaria de la Corte de Justicia
Bien es verdad que la Constitución reconoce a la Corte de Justicia la potestad de dictar los reglamentos necesarios para el mejor desempeño de la función judicial.Pero esta facultad tan claramente delimitada en nuestra Constitución ha sido interpretada por los propios jueces como una capacidad para reglamentar las leyes, en cualquier materia que tenga que ver con el Poder Judicial, e incluso en otras materias, como por el ejemplo el Derecho Administrativo o el Derecho del Trabajo.
Nuestra Constitución solo autoriza a la Corte de Justicia a sancionar reglamentos autónomos, mas no a reglamentar leyes, ya que esta es una potestad exclusiva del Poder Ejecutivo. Los reglamentos autónomos, por su parte, no pueden aspirar a disciplinar cualquier materia relacionada con el mundo judicial, sino solamente aquellas que tengan que ver con aspectos funcionales del ejercicio de la jurisdicción.
Para poner un ejemplo claro de este abuso diré que la Corte de Justicia no puede reglamentar la ley 7016 que regula la composición y funcionamiento del Consejo de la Magistratura provincial. El reglamento interno de este órgano del Estado, previsto en el artículo 159 de la Constitución de Salta, no puede de ningún modo desarrollar los preceptos de la ley 7016 ni establecer requisitos o procedimientos para los concursos de selección que convoca el Consejo de la Magistratura.
La pandemia y la historia pendiente de escribir
La semana pasada, con diferencia de unas pocas horas, se conocieron:1) La resolución 1079/2020 del Procurador General de la Provincia.
2) La acordada 13175 de la Corte de Justicia de Salta.
3) La resolución 257/2020 de la Asesora General de Incapaces de la Provincia.
4) La resolución 1173/2020 del Defensor General de la Provincia.
Todas estas normas han sido dictadas a raíz de la acelerada difusión de la enfermedad COVID-19 en el ámbito del empleo público de Salta y con el objeto -según dicen- de proteger a magistrados, funcionarios y empleados.
Hubiera sido suficiente una ley de la legislatura o incluso un simple decreto legislativo del Gobernador de la Provincia (un decreto de necesidad y urgencia) para uniformar y homogeneizar las normas de protección en el ámbito del Poder Judicial y del Ministerio Público y para hacerlas de este modo más comprensibles, mejor aplicables y más efectivas.
Sin embargo, la pulsión normativa de los titulares de la Corte y el Ministerio Público les ha empujado a sancionar normas diferentes, con diferente alcance personal y ámbito funcional de aplicación, con las complicaciones que ello supone, no solo para los empleados al servicio de estas instituciones, sino también para los operadores jurídicos.
Solo cabe interpretar esta inflación de normas en una sola dirección: el presidente de la Corte de Justicia, el Procurador General, la Asesora General de Incapaces y el Defensor General de la Provincia no buscan lo mejor para sus empleados, funcionarios y magistrados, sino lo que desean es dejar su huella en la historia de Salta, para que cuando un científico inquieto quiera reconstruir todo lo que hemos vivido durante la desgraciada pandemia salten los nombres de estos ilustres, inquietos e hiperprotectores padres de la patria.