
El pasado 12 de marzo de 2020, el Presidente de la Nación dictó el DNU 260/2020, que resuelve ampliar la emergencia pública en materia sanitaria declarada por la ley 27.541 «en virtud de la Pandemia declarada por la Organización Mundial de la Salud (OMS) en relación con el coronavirus COVID-19», y extender los efectos de la declaración por un año a partir de la entrada en vigor del decreto.
Es preciso recordar que nadie -especialmente ninguna Provincia federada- ha cuestionado por la vía que corresponde la constitucionalidad de la ley 27.541 o la del DNU 260/2020, como tampoco se ha puesto en duda las facultades del Presidente de la Nación para dictar el DNU 297/2020, de 19 de marzo, que obliga a los ciudadanos argentinos, cualquiera sea su lugar de residencia, a observar lo que se llama aislamiento social preventivo y obligatorio.
Cuando se habla de «poderes concurrentes» evidentemente se intenta poner de relieve que tanto las provincias como el gobierno federal pueden tomar medidas en materia de salud pública, ya que no se trata de poderes exclusivos de ninguna de las dos administraciones. Que la tutela de la salud pública forma parte del bloque de «poderes no delegados» es sumamente discutible, toda vez que la pandemia, por definición, abarca a varios territorios federados, no distingue entre ellos, y habilita por tanto la intervención moderadora del gobierno central, como sucede en muchas otras materias (por ejemplo, la medioambiental) que no están previstas o han sido previstas de un modo fragmentario en el texto constitucional.
Si el gobierno federal sanciona una ley (o un decreto de necesidad y urgencia con idéntica eficacia legal), las provincias ya no pueden ejercer sus poderes sino en la misma línea de la ley o del decreto nacional. Es decir, no pueden contradecir ni excepcionar las medidas adoptadas por el gobierno central.
Se ha de recordar también que el artículo 2.1 del DNU 260/2020, de 12 de marzo, faculta de manera expresa al Ministerio de Salud del gobierno federal a disponer, como autoridad de aplicación de la emergencia sanitaria nacional, «las recomendaciones y medidas a adoptar respecto de la situación epidemiológica, a fin de mitigar el impacto sanitario». Entre estas medidas, el gobierno federal puede imponer, lógicamente, la restricción de las reuniones familiares y sociales, sin consultar con las provincias.
Por contraste, la ley provincial salteña 8171, conocida como Ley del Gobernador, Vicegobernador, Ministros y Secretario General de la Gobernación, Secretarios de Estado y Subsecretarios de Estado, no contempla ni regula en ninguno de sus 35 artículos facultad alguna relacionada con las epidemias.
Solo el inciso 19 del artículo 23 menciona la epidemiología, pero para referirse a una facultad estadística reconocida al Ministro de Salud Pública (Administrar los sistemas de información sectorial y regional de estadísticas vitales, epidemiológicas, de recursos y servicios de atención sanitaria en todo el ámbito provincial). Fuera de esa mención, las leyes provinciales que organizan y delimitan las competencias de los poderes públicos no prevén ninguna facultad especial en materia de epidemias.
Pero en relación con el nuevo coronavirus, no estamos frente a una simple epidemia, localizada geográficamente, sino frente a una pandemia que atraviesa fronteras y demarcaciones territoriales. De tal modo, que en virtud de los compromisos adquiridos por la República Argentina ante los organismos internacionales, es el gobierno federal el que debe poner en práctica medidas para contener la pandemia, con independencia de las responsabilidad que les cabe a las unidades políticas subnacionales.
Por otro lado, tanto el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (Arts. 12.3 y 21) como la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Arts. 15 y 22.3) contienen disposiciones que autorizan a los estados parte a restringir los derechos de libre circulación y de reunión cuando se encuentre en peligro la salud pública. Evidentemente, la restricción de estos derechos solo se puede practicar en el nivel federal. Es decir, es al Presidente de la Nación a quien cabe imponerlas, no a los gobernadores de provincia.
De modo y manera que proclamar a los cuatro vientos que el gobierno federal ha obrado manu militari al imponer la prohibición de las reuniones sociales y familiares en todo el territorio nacional, y que debió de haber consultado a las provincias sobre estas medidas, comporta desconocer hasta extremos realmente graves el derecho que nos rige.
Que la medida adoptada por el gobierno federal no sea adecuada, no sea simpática o sea poco efectiva forma parte de otro debate. La discusión sobre las competencias presidenciales para restringir derechos durante una pandemia no se debe confundir con la discusión sobre la posibilidad de que el Presidente dicte, por vía de los decretos de necesidad y urgencia, normas de carácter penal o intente una imposible extensión analógica de normas previamente existentes. Esto es harina de otro costal. Habrá a quien le gustará la norma y habrá a quien no. Pero de allí a decir que ha sido tomada en violación de la autonomía provincial hay un gran salto, sencillamente porque las provincias no pueden oponer su autonomía frente a decisiones federales que están correctamente amparadas en leyes y decretos que en su momento no se cuestionaron como inconstitucionales.
Es curioso, pero los mismos que acusan al presidente Fernández de obrar manu militari, son los que exigen colgar de la picota la cabeza del diputado Héctor Chibán, sin juicio y por la sola decisión voluntarista de un órgano como el COE, que -como de todos es sabido- viene adoptando decisiones bárbaras y gobernando la Provincia a espasmos, en base a criterios que no consulta ni acuerda con nadie más que consigo mismo. Y si no, que se lo pregunten a los intendentes 60 municipios salteños que se ven obligados a dejar de lado las «particularidades» de sus pueblos y ciudades frente al avasallante y uniformador poder normativo del COE provincial, que allana cualquier autonomía municipal.
Hay que ser un poquito coherentes y no ver la paja en el ojo ajeno cuando somos incapaces de ver la viga en el propio.