Algunos problemas filosóficos relacionados con la proyectada reforma de la Constitución de Salta

  • La convivencia sobre esta tierra ha sido complicada desde que Hernando de Lerma plantó el rollo y picota en el futuro centro de la ciudad que llevaría su ilustre nombre.
  • Sobre ética cívica y sistema moral compartido

Nuestras desavenencias comenzaron precisamente cuando, irritados con el carácter brusco del fundador, los lermenses decidieron borrar su apellido de todos los rincones de la nueva ciudad y prefirieron llamarla «Salta».


Desde entonces, nuestra iconoclasia nos ha empujado a derribar monumentos o a quitar el nombre de virreyes de las avenidas. Así lo hemos hecho en diferentes épocas y en diferentes contextos políticos, pero casi siempre por razones bastante similares.

Con frecuencia, los herederos de los antiguos lermenses (hoy orgullosamente rebautizados como salteños) cambiamos lo que aparentemente no nos gusta, pero no para transformar la realidad sino para que todo siga más o menos igual.

Se nos ha dado ahora por reformar la Constitución, para atacar -según dicen- «los grandes problemas irresueltos de Salta».

Entre los reformadores hay tres grupos bastante bien visibles:

El primero, conformado por unos señores circunspectos, de habla lenta, que quieren meterle mano a la norma fundamental para sacar ventajas políticas de corto y medio plazo.

El segundo, que integran unos señores (y unas señoras) bastante menos acartonados que los anteriores, que tienen una fe ciega en el poder taumatúrgico de la Constitución y que creen que modificando sus preceptos, haciéndolos perfectos, van a lograr que todo en Salta marche sobre ruedas.

El tercero es un grupo muy minúsculo conformado por personas que piensan que, cualquiera sea la utilidad práctica de la Constitución, los salteños por fin estamos jurídicamente maduros para darnos una, y para hacerlo sin la muleta de estudiosos de otras latitudes. Es decir, que ha llegado la hora de demostrar qué tan buenos somos haciendo constituciones.

A decir verdad, el de la reforma de la Constitución es uno de los problemas más pequeños que tenemos los lermenses.

Si hay un problema político pequeño (no insignificante ni intrascendente) ese es el de la reforma o actualización de nuestra Constitución.

Los lermenses tenemos serios problemas de convivencia. Son estas, probablemente, las nubes más grandes que oscurecen nuestro cielo vallisto. ¿Cómo los solucionamos? He aquí el quid de la cuestión.

La Constitución no es ni puede ser punto de partida para ordenar nuestra convivencia. Es más bien el punto de llegada; el resultado de un esfuerzo consistente y sostenido para hallar las razones que explican y justifican los motivos que tenemos para querer vivir todos juntos sobre la misma tierra.

Si no encontramos a tiempo estos motivos (que seguramente existen), o si, encontrados, pensamos que ellos son menos importantes que nuestras querellas cotidianas, la Constitución que adoptemos -aun la mejor y la más perfecta- será siempre un instrumento abierto a la conquista del poderoso de turno.

Algunas veces los equilibrios constitucionales serán destruidos con herramientas que están fuera de la Constitución; pero en una mayoría de casos lo serán con instrumentos y mecanismos que existen en la propia Constitución y que han sido pensados para limitar el poder, no para hacerlo más grande. Esto ocurre porque la Constitución atribuye el poder de interpretar las normas fundamentales al propio gobierno y a unas instituciones cuyos intereses convergen y coinciden con los del gobierno.

Cualquier operación encaminada a solucionar los problemas grandes de la política de Salta requieren la concurrencia de dos requisitos fundamentales:

1) El fin del monopolio de la moral pública por parte de los gobiernos, y

2) La expropiación del poder de interpretar las normas fundamentales, hoy en manos del gobierno y de sus extensiones operativas en otras instituciones del Estado.

La ética cívica y el sistema moral compartido

La filósofa valenciana Adela CORTINA escribió en 1997: «La moral cívica consiste, pues, en unos mínimos compartidos entre ciudadanos que tienen distintas concepciones del hombre, distintos ideales de vida buena; mínimos que les lleva a considerar como fecunda su convivencia».

Según CORTINA, ese carácter «mínimo» pertenece a la esencia misma de la moral cívica, ya que esta no se identifica con ninguna de las propuestas de los grupos diversos. La moral cívica es la que constituye la base del pluralismo y no permite a las diversas morales singulares que conviven hacer «más proselitismo que el de la participación en diálogos comunes y el del ejemplo personal, de suerte que aquellas propuestas que resulten convincentes a los ciudadanos sean libremente asumidas, sean asumidas de un modo autónomo».

Antes de salir despavoridos a reformar la Constitución, los lermenses (mal avenidos que somos por naturaleza) deberíamos trabajar con intensidad, sin desmayos y, por sobre todo, sin prisas, para encontrar las bases de esa moral cívica; es decir, hallar los cimientos de un edificio sobre el que construir nuestro pluralismo y hacerlo compatible con nuestro deseo de convivencia común. Debemos salir al encuentro de un sistema moral compartido que nos contenga y nos convenza a todos.

Pero si, una vez hallado, dejamos las llaves de ese sistema al gobierno, la operación habrá sido del todo inútil. Las llaves del sistema deben permanecer fuera del alcance de todos y al alcance de todos al mismo tiempo. Debemos ser capaces de hacer que el sistema funcione para que quien transgreda sus reglas sea colocado inmediatamente en el terreno de la inmoralidad y, si esta no llega a ser una sanción suficiente, para que el transgresor experimente -como decía ORTEGA- la desmoralización, que es el castigo más grave para aquellos que han perdido la conciencia moral.

Si dejamos que sea el gobierno el que controle el sistema, a este le bastará con consultar todos los días con su espejito y que este le diga que es «el mejor», para que todo aquel edificio pluralista se vea reducido a escombros. El sistema moral compartido deberá ser de todos y de nadie al mismo tiempo. Algo que funcione de un modo automático y sin necesidad de interpretaciones complejas ni intervenciones autoritativas. O se ha traspasado la línea que separa lo bueno de lo malo o no se ha traspasado.

Propongo que seamos muy cuidadosos con las palabras que empleamos en nuestra búsqueda. En este empeño resulta necesario dotar de precisión a los conceptos de negociación, pacto, consenso, acuerdo y diálogo. En este sentido nos resulta muy útil la prevención de Adela CORTINA sobre que «el acuerdo sobre la corrección moral de una norma no puede ser nunca un pacto de intereses individuales o grupales, o producto de una negociación, sino un acuerdo unánime, fruto de un diálogo sincero, en el que se busca satisfacer intereses universales».

CORTINA nos advierte de que estamos acostumbrados a tergiversar los términos, de modo que identificamos diálogo con negociación y acuerdo con pacto y, sin embargo, las negociaciones y los pactos son estratégicos, mientras que los diálogos y los acuerdos son propios de una racionalidad comunicativa. Es este último terreno -y no el de las estrategias- el que los lermenses tenemos que explorar.

Debemos ser capaces de hallar ese sistema moral compartido y fomentar la difusión de una ética cívica que se erija en la instancia normativa suprema de la vida social y, al mismo tiempo, sirva como elemento regulador ante los excesos del poder jurídico.

Fácilmente se puede advertir entonces que estamos ante un desafío para el cual el trabajo (valioso por cierto) de los llamados «constitucionalistas» no es ni será jamás suficiente. La tarea consiste en identificar un número determinado de ideales acerca de la sociedad que se desea construir. Un propósito como este trasciende largamente el contractualismo de la convivencia pacífica.

Tenemos que ser cuidadosos en la búsqueda del consenso y, sobre todo, no confundir el consenso con el entendimiento coyuntural o la transacción. CORTINA (1996) nos advierte de tres graves peligros que amenazan los logros consensuados:

El primero es usar el consenso como un pacto estratégico para obtener los fines individuales o de grupo.

El segundo consiste en entender el consenso como un procedimiento formal, como un mecanismo legitimador de normas, que nada tiene que ver con la forma de vida en la que, en último término, se apoya.

El tercero, en fin, está relacionado con la tendencia de limitar los esfuerzos de la búsqueda del consenso a la legitimación de normas, algo que, a juicio de CORTINA, termina degenerando en un mecanismo de legitimación jurídica. Mucho más allá del reconocimiento de la legitimidad y validez de las normas (objetivo loable donde los haya) está la vida moral que orienta la actividad del ser humano hacia la búsqueda de la felicidad.

Es por todo ello que animo a mis comprovincianos a cambiar el enfoque para no quedar atrapados en una operación de simple legitimación de normas jurídicas, por muy ambiciosas o grandilocuentes que estas fuesen. Reformar es una actividad apasionante per se, pero cuando la reforma no tiene más ambición que el cambio de unas palabras por otras, la actividad pierde todo su encanto. Si lo que de verdad queremos es superar, por un tiempo más bien largo, los problemas de convivencia que nacieron diez minutos después de que se plantara el palo fundacional de la ciudad, es preciso rebobinar, sentarse a pensar y, en vez de dejar volar nuestra imaginación en alas de la «ensoñación», nos arremanguemos para intentar entender al diferente y conocer más de cerca a quienes, como nosotros, buscan -a su modo- la construcción de un destino común de vida.