
Si alguna lección hemos aprendido durante el tiempo en que se han puesto en vigor las medidas excepcionales que los diferentes gobiernos han adoptado, es aquella que nos enseña que la institución parlamentaria, a la que se suponía en grave crisis por su pérdida de preeminencia en relación con las demás instituciones del Estado, es fundamental para la afirmación y defensa de nuestras libertades, así como para el apuntalamiento de la democracia.
Los ciudadanos y las organizaciones de la sociedad civil, mucho más atentos ahora que antes a la vertiginosa sucesión de acontecimientos políticos, acechados por la incertidumbre y desafiados por la velocidad y profundidad de los cambios, han reparado especialmente en la vital importancia de los parlamentos para la gobernabilidad democrática, poniendo el acento en el papel que esta antigua institución desempeña no solo en el proceso de legislación, sino también en la fiscalización del gobierno y en la representación de los ciudadanos y sus intereses.
La conclusión fundamental de este proceso más o menos inesperado de puesta en valor de la representación ciudadana es que sin parlamento (o con un parlamento adormecido) no hay libertad ni democracia.
Una reforma prioritaria y urgente
Por debajo de esta conclusión fundamental, surgen, por supuesto, otras consideraciones que nos resultan sumamente útiles para apuntalar la certeza de que la institución parlamentaria y el poder de hacer las leyes constituyen el principal punto débil de las modernas democracias. Su reforma debe ser considerada en todo caso como prioritaria respecto a las que pudieran ser necesarias en cualquier otra institución del Estado.La importancia de la institución parlamentaria se pone de manifiesto con toda nitidez en la definición de nuestra forma de Estado. Si somos consecuentes, pues, con la elección -al parecer, inamovible- de nuestra forma de Estado, la caída o la neutralización de las asambleas parlamentarias debería constituir un motivo de seria preocupación ciudadana, más allá de cualquier consideración circunstancial sobre la titularidad o el ejercicio del poder.
Sin embargo, muy poca preocupación se advierte en la Provincia de Salta, en donde en los últimos cuatro meses los ciudadanos hemos presenciado el penoso espectáculo de la instrumentalización de las asambleas populares electivas (la Cámara de Diputados y el Senado) y el de su retroceso institucional a manos del absorbente y omnipresente Poder Ejecutivo, cuando no al saqueo organizado de sus competencias soberanas orquestado estratégicamente por la insaciable cúpula que transitoriamente dirige el Poder Judicial provincial.
Esta situación manifiestamente irregular nos obliga a todos a reflexionar sobre la eficacia del diseño de una institución que desde hace tiempo ha dejado de servir a los intereses de los salteños, que ya no se ocupa ni de sus problemas ni de sus necesidades y cuyo funcionamiento reclama a gritos una reforma que la ponga en sintonía con los tiempos que vivimos.
En este breve escrito intentaré trazar las líneas fundamentales de esta reforma tan necesaria, aunque soy perfectamente consciente de que en estos momentos a muchos sectores políticos -especialmente a los que están más próximos a las posiciones del gobierno- no les interesa en absoluto la reforma del Poder Legislativo.
Estos sectores, que son muy numerosos y también muy influyentes, se sienten mucho más cómodos con una Legislatura dócil y subordinada al gobierno, con cámaras diseñadas y preparadas para cumplir un papel más bien formal, cuando no meramente decorativo. A muchos les interesa en Salta una Legislatura floja, de baja intensidad y poco ruido, cuyos integrantes -a cambio de cobrar puntualmente su sueldo- no agiten demasiado las aguas de la política, no organicen incómodos alborotos que puedan perturbar la siesta del poder, no destapen escándalos y no pongan obstáculos al libre despliegue del llamado poder desnudo.
Sin embargo, como casi todo el mundo sabe, no es exactamente esto lo que ha previsto nuestra norma fundamental.
Sobre el gobierno ‘representativo’
Provoca una cierta incomodidad intelectual tener que recordar a unos y a otros que el artículo 1º de nuestra Constitución provincial dice que la Provincia de Salta como parte integrante de la República Argentina, organiza su gobierno bajo el sistema republicano y representativo.De este breve enunciado se desprenden importantísimas consecuencias, no solo para la comprensión del juego institucional sino también para nuestra convivencia política, consecuencias de las que muchas veces no somos del todo conscientes. Me limitaré aquí a señalar solamente una, la que considero más importante.
La solemne declaración del primer artículo de nuestra Constitución local -reflejo del artículo 1º de la Constitución argentina de 1853- se refiere al sistema «republicano» y sistema «representativo» con el mismo y exacto alcance con que estas palabras se emplean para definir, caracterizar y delimitar la forma de nuestro Estado nacional. Es decir, como una unidad inescindible.
De los tres poderes del Estado que nuestra Constitución organiza y establece, uno solo -el Legislativo- es el que ostenta la representación del titular de la soberanía.
Los otros dos, con ser legítimos, no están diseñados ni organizados sobre ninguna base representativa. Por tanto, si hablamos de «gobierno representativo» hablamos de la necesaria existencia de un parlamento plural con poder para elaborar las leyes. La expresión «gobierno representativo» no alude, como algunos sostienen, al Poder Ejecutivo, como lo veremos más en detalle en los siguientes párrafos.
Un error común de los estudios dogmáticos al uso de nuestras formas constitucionales más fundamentales consiste en equiparar la expresión «gobierno representativo» con la expresión «gobierno democrático». No son la misma cosa y no conviene confundirlos.
Es bastante sabido que la palabra «democracia» no se introdujo en nuestra Constitución sino hasta la reforma de 1994. Los constituyentes de 1853 no la previeron, pero no porque no la conocieran, sino porque eran perfectamente conscientes de que los sistemas de gobierno representativo funcionaban entonces como una solución racional al irresuelto problema de la potencial falta de moderación de los gobiernos puramente democráticos y de su tendencia a degenerar con cierta facilidad.
En su libro Los principios del gobierno representativo (Calmann-Lévy, Paris, 1995), el filósofo francés Bernard MANIN nos alerta de que lo que hoy denominamos democracia representativa y cuyas raíces se hunden en un sistema de instituciones establecidas tras las grandes revoluciones liberales de finales del siglo XVIII, no se consideraba una forma de democracia, sino precisamente su exacto opuesto.
Sin embargo, es la representación del pueblo en los asuntos públicos (para muchos, una ficción) lo que hoy, cuando han pasado ya dos siglos y medio desde aquellos procesos revolucionarios, nos permite sostener la compatibilidad teórica entre el sistema de gobierno «representativo» / «republicano» y una idea razonable, moderna y practicable de democracia.
Los acontecimientos políticos más recientes han demostrado que, aun en un contexto de crisis de la institución parlamentaria, la desaparición de la representación, su atenuación, su neutralización o su abandono, proyectan consecuencias muy graves para nuestro sistema de convivencia. Esto quiere decir que aunque el sistema «republicano» se mantenga más o menos incólume, la muerte de la representación (o su distorsión interesada) acarrea inevitablemente la pérdida de legitimidad de la forma de Estado en su conjunto. Sin representación, el principio igualitario que caracteriza a las repúblicas desaparece casi por completo.
En nuestro sistema constitucional, el único órgano capaz de hacer posible y expresar la representación prevista en nuestra forma de Estado es el que conforman las asambleas populares. En el caso de la Provincia de Salta, el órgano que conforman la Cámara de Diputados por un lado y la Cámara de Senadores por el otro.
Es necesario subrayar en este punto que el Gobernador de Salta no es un representante popular ni ejerce, con arreglo a nuestra Constitución, ninguna representación del soberano, entre otros motivos porque su elección popular supone el otorgamiento de un mandato sin representación, a diferencia del mandato legislativo que, por definición es (o debería ser) auténticamente representativo.
No obstante, se ha de reconocer que en nuestro diseño Constitucional el Gobernador de la Provincia, en tanto máxima autoridad del Estado, disfruta de la capacidad de «representar a la Provincia» (esto es, al Estado provincial) «en toda sus relaciones oficiales».
Se trata, en cualquier caso, de una representación formal, de carácter no político y, en la práctica totalidad de los casos, de contenido meramente protocolario, puesto que el Gobernador, valiéndose de tal representación, está constitucionalmente impedido de contraer obligaciones jurídicas en nombre del Estado provincial sin la intervención de la Legislatura.
El Gobernador no es técnicamente un «representante del pueblo» -aunque sea este quien le confiera su legitimidad mediante el voto- sencillamente por la incapacidad ontológica de cualquier órgano unipersonal para reflejar la composición necesariamente plural de la base que lo ha elegido.
El régimen presidencialista adoptado por la Constitución de Salta supone, además, que las iniciativas del ciudadano electo para gobernar (para ejercer el Poder Ejecutivo) carecen de un margen de independencia en relación a los gobernados.
La diferencia con el Poder Legislativo es muy clara, ya que por los efectos propios del denominado «mandato representativo» (diferente en cualquier caso al llamado «mandato imperativo») las cámaras, sea de forma individual o de forma conjunta, disfrutan de un margen de independencia mayor en relación con los gobernados. Ello hasta el punto de que las decisiones políticas emanadas del órgano representativo tienen «fuerza de ley», puesto que se presumen adoptadas con el consentimiento de los gobernados. Por contra, las decisiones del órgano de gobierno, aun aquellas decisiones normativas que adoptan la forma reglamentaria, no disfrutan de aquella presunción de consentimiento y su obediencia por los ciudadanos deriva más de la legitimidad de la institución que las adopta, que del consentimiento de los obligados. La diferencia es, pues, muy clara.
Anular la representación parlamentaria, bien sea mediante el cierre de la Legislatura (como ha ocurrido en Salta) o mediante la subordinación casi absoluta de sus integrantes a los dictados políticos del gobierno (algo que también sucede en nuestra Provincia) supone nada menos que apartar al pueblo del asuntos políticos que le conciernen.
El gobernante puede seguir empeñado en afirmar que gobierna en interés del pueblo, pero mientras este sujeto colectivo se vea impedido en la práctica de adoptar decisiones trascendentales a través de sus legítimos representantes y de controlar las que adoptan otros que dicen obrar en su nombre, no se puede hablar jamás de la existencia de un gobierno representativo y, por tanto, tampoco de una república democrática.
Para poner fin a la peligrosa devaluación de nuestro sistema representativo, es necesario, pues, practicar reformas profundas y urgentes en el Poder Legislativo, como las que a continuación propongo, haciendo al mismo tiempo la salvedad que el esfuerzo se dirige hacia un conjunto limitado de materias que considero prioritarias, sin dejar de reconocer la existencia de otras que requieren igualmente de una reflexión seria y pausada previa a su reforma.
La delegación legislativa y la potestad reglamentaria
La primera y probablemente la más importante de estas reformas está relacionada con la necesidad de restringir y precisar los límites de lo que se conoce como «delegación legislativa»; es decir, de acotar la posibilidad de que las cámaras de la Legislatura sancionen normas cuyo objeto sea delegar en el gobierno la potestad legislativa.Cualquier reforma en este punto debería prever, en primer lugar, la prohibición rigurosa de facultar al gobierno mediante este procedimiento para regular materias relacionadas con los derechos fundamentales y aquellas otras relacionadas con la organización y funcionamiento de los órganos de control al gobierno, incluido el Poder Judicial. Las leyes que autoricen la delegación legislativa tampoco pueden autorizar su propia modificación por el gobierno, así como tampoco pueden facultar al Poder Ejecutivo a dictar normas con carácter retroactivo.
La Constitución debería también impedir a la Legislatura efectuar delegaciones legislativas en blanco. Al contrario, debería exigir al Poder Legislativo la sanción de normas de base que delimiten con la mayor precisión posible el alcance y objeto de la delegación legislativa, así como la enunciación clara de los principios y criterios que deben regir el desarrollo del texto articulado.
Ninguna ley sancionada por la Legislatura de Salta debería ser, pues, capaz de extender al Poder Ejecutivo (prohibición que en Salta debe alcanzar, sin dudas, también al Poder Judicial) carta blanca para que alguno de estos poderes regule a su antojo la materia objeto de delegación. Ninguna ley de la Provincia debería abrir espacios normativos a la estrechísima potestad reglamentaria de la Corte de Justicia, cuya exacta delimitación constitucional hoy resulta también imperiosa. En cualquier caso, el Poder Legislativo debe velar en todo momento porque el órgano delegado cumpla con su cometido dentro del marco establecido por las cámaras, no solo en lo que se refiere a plazos, sino especialmente en materia de contenidos.
En línea con estos razonamientos, la reforma debería exigir también que el Poder Legislativo sancione leyes inmediatamente operativas; es decir, normas que no necesiten de ningún modo del correspondiente desarrollo reglamentario por el gobierno para comenzar regir las conductas de los sujetos obligados y cuyos derechos se puedan invocar ante los tribunales de justicia sin esperar a una decisión del gobierno.
La Constitución debe clausurar cualquier posibilidad de que la mora del Poder Ejecutivo invalide o retrase la aplicación de una decisión legislativa adoptada por la representación popular a través de un procedimiento que permite a las minorías expresar su disconformidad, proponer iniciativas distintas, participar en la formación de la voluntad política o influir sobre la opinión pública para evitar que la mayoría actúe arbitrariamente.
La falta de reglamentación de una ley no es ni puede ser obstáculo para ponerla en práctica. Lo que convierte a las leyes en inmediatamente obligatorias es su promulgación, seguida de su publicación. Es un mito, por tanto, que las leyes sancionadas por la Legislatura deban estar reglamentadas por el gobierno para que comiencen a regir. La mora del gobierno es una forma más de incumplimiento de la ley que de ningún modo puede estar amparada por la Constitución.
Los decretos de necesidad y urgencia
La segunda reforma importante se refiere a la posibilidad de que el gobierno, sin mediar delegación legislativa, regule determinadas materias que requieren una ley en sentido formal a través de los denominados decretos de necesidad y urgencia.Una parte importante de la justificación teórica de los decretos de necesidad y urgencia está relacionada con la posibilidad de que la reunión de las cámaras legislativas para tratar un asunto determinado sea difícil o imposible en determinadas circunstancias; bien sea porque las cámaras se encuentren en receso, bien sea por acontecimientos extraordinarios de fuerza mayor que hagan la reunión imposible.
Se trata de un argumento débil, especialmente en Salta en donde las cámaras no son numerosas, las distancias no son insondables y el desarrollo de las tecnologías de las comunicaciones permite las sesiones a distancia sin mengua de su legalidad ni de su carácter democrático.
Tanto la Cámara de Diputados, como la Senadores de Salta han demostrado en más de una ocasión que pueden despachar un asunto cualquiera en cuestión de pocas horas, especialmente cuando se trata de iniciativas impulsadas por el gobierno. El problema del receso de las cámaras se puede solucionar con facilidad extendiendo el periodo ordinario de sesiones previsto en el artículo 111 de la Constitución provincial para que incluya los meses de diciembre, febrero y marzo.
La reforma de esta institución debería subrayar también y de forma muy clara la necesaria concurrencia de las circunstancias de extraordinaria y urgente necesidad, pues ambas, en conjunto y de forma simultánea, constituyen el presupuesto habilitante exigido al Poder Ejecutivo.
Debería también fijar un plazo determinado (en días o en horas) para que el Gobernador de la Provincia emita el mensaje público a que se refiere el artículo 145 de la Constitución de Salta, y que no ha de estar dirigido a la representación parlamentaria, sino «a la Provincia», lo que supone, o bien que el Gobernador dirija un mensaje presencial al conjunto de los ciudadanos y al resto de los poderes públicos a través de los medios de comunicación o bien que publique en el Boletín Oficial un mensaje escrito.
La Constitución debería avanzar un paso más y exigir en el mismo precepto que regula los DNU que el Poder Ejecutivo informe puntualmente a los ciudadanos sobre las situaciones concretas y los objetivos que el gobierno pretende alcanzar, y que han dado lugar a la aprobación de cada decreto de necesidad y urgencia.
Tanto el gobierno como la Legislatura deben asegurarse de que exista una conexión de sentido o de relación de adecuación entre la situación invocada como presupuesto habilitante y las medidas concretas que se adoptan a través del DNU, de manera que estas guarden una relación directa o de congruencia con la situación excepcional que se trata de afrontar.
La propia Constitución debería prever también, para el caso de que los DNU fueran aprobados por la Legislatura, un recurso judicial a fin de que un órgano independiente e imparcial pudiera revisar, sin sustituir el juicio político o de oportunidad (que solo le corresponde efectuar a los otros dos poderes), la efectiva concurrencia de los requisitos constitucionales que habilitan el dictado de este tipo de normas. Hablamos en cualquier caso de un control externo encaminado a excluir cualquier posibilidad de aplicación arbitraria o abusiva de las normas constitucionales que rigen en la materia. En la tramitación de este recurso judicial, el gobierno debería aportar una justificación suficiente que permitiese a los jueces apreciar la concurrencia de los presupuestos habilitantes requeridos por la Constitución.
Por «justificación suficiente» se entiende un contenido argumental específico para cada DNU y para cada medida singular prevista en ellos. La ley de la Provincia que regulara los plazos y las condiciones de admisibilidad de este recurso debería impedir que el gobierno pudiera sustituir la fundamentación puntual y pormenorizada de las normas urgentes por fórmulas rituales abstractas o por argumentos marcadamente teóricos que impidieran, de hecho, el control de contraste con la realidad.
La reforma debería contemplar también y con una redacción que no dejase lugar a dudas, que la Legislatura debe, en todos los casos, pronunciarse de forma expresa sobre el decreto de necesidad y urgencia en el plazo establecido, vedando así la posibilidad de que el silencio de las cámaras dé lugar a una sanción tácita o ficta, en la línea del artículo 82 de la Constitución nacional y del 22 del la ley nacional 26.122, que instituye el régimen legal de los decretos de necesidad y urgencia, de delegación legislativa y de promulgación parcial de leyes.
Si de lo que se trata entonces es de forzar el tratamiento y la decisión de la Legislatura sobre los DNU, la norma constitucional salteña debe ser reformada para que el vencimiento del plazo de noventa días previsto en el último párrafo del artículo 145 produzca como efecto, no la aprobación tácita del DNU, como hasta ahora, sino su caída o el cese de sus efectos.
Parece conveniente también que el futuro texto constitucional salteño contenga una limitación general de materias habilitadas para el ejercicio de la potestad legislativa por el Poder Ejecutivo. Es de todos sabido que la delicada situación institucional creada por el Decreto 255/2020, de 31 de marzo, dictado por el Gobernador de la Provincia para autorizar a la Policía a detener e imponer por sí sola una pena de arresto de hasta 60 días, ha disparado en Salta todas las alarmas y ha motivado reacciones en el resto del país.
Se hace necesario en consecuencia que la Constitución también enumere las materias que no pueden ser objeto de decretos de urgencia bajo ningún concepto, como los derechos y libertades fundamentales, las materias penal, tributaria y presupuestaria; la materia electoral, la organización y funcionamiento de los tribunales de justicia, así como de cualquiera de los otros órganos de control de la gestión de gobierno, la autonomía municipal y los derechos y deberes de las partes de un proceso judicial.
Hacia el unicameralismo
La dualidad de las asambleas ha sido una constante en nuestro sistema constitucional desde la organización nacional en adelante. Con los años, el modelo de bicameralismo adoptado por la Provincia de Salta -basado en un sistema de elección idéntica de diputados y senadores- se ha revelado profundamente disfuncional y dañino para el equilibrio institucional de la democracia.Aunque la polémica histórica entre unicameralismo y bicameralismo está todavía lejos de concluir, los debates doctrinales y políticos nos han dejado una larga estela de argumentaciones, que suelen reaparecer con fuerza cada vez que asoma en el horizonte la posibilidad de una reforma constitucional. En Salta, como en otros lugares, el debate ha estado siempre influido por posturas ideológicas concretas, ya que, por lo general, la mayoría de los bicameralistas son conservadores, y, a la inversa, la defensa del unicameralismo ha corrido por cuenta, casi siempre, de los grupos políticos de izquierda.
La reforma constitucional del Poder Legislativo debería contemplar la eliminación de la Cámara de Senadores así como la desaparición del inútil cargo de Vicegobernador de la Provincia. Ninguna de estas dos instituciones, conectadas entre sí ha dado resultados en la práctica. Los senadores provinciales -23 en total, uno por cada una de las divisiones territoriales más antiguas-, más que una asamblea en sentido estricto, conforman una especie de colegio reducido en el que se echa en falta el pluralismo político y una mayor intensidad de los debates.
La idea original de una segunda cámara que interviene en la elaboración de las leyes como elemento reflexivo y moderador ha sido profundamente desvirtuada en Salta, en donde la Cámara de Senadores se ha convertido en una sala de despacho expedito de los asuntos urgentes del gobierno. Esta disfuncionalidad parece acentuada por el reconocimiento constitucional de la capacidad de veto de los senadores a los proyectos aprobados por los diputados y la posibilidad que la iniciativa legislativa del Poder Ejecutivo pueda ser ejercida ante cualquiera de las dos cámaras de la Legislatura.
La evolución política ha despojado al Senado salteño de su misión original de ejercer como una cámara de contrapeso capaz de representar los altos intereses de la burguesía frente a la Cámara de Diputados, puesto que tanto senadores como diputados son electos en comicios populares y la base representativa de unos y otros es idéntica. Esta identidad no solo abraza la legitimidad de origen de ambas cámaras sino que se proyecta también sobre su funcionamiento, de modo que el Senado -diseñado originalmente como instancia de reflexión y moderación- ejerce actualmente de pura cámara política, tan popular y tan apasionada como la otra. La duplicación carece ya de sentido.
Por otro lado se debe tener en cuenta que en virtud de lo que disponen los artículos 101 y 144.7 de la Constitución de Salta, la Cámara de Senadores es la encargada de prestar el acuerdo a las designaciones y remociones que efectúe el Gobernador de la Provincia en los casos previstos en la propia Constitución. Entre los cargos más importantes que requieren el acuerdo senatorial se destacan los jueces de la Corte de Justicia y los demás jueces letrados de la Provincia (Art. 156 C.S.), el Procurador General, el Defensor General y el Asesor General de Incapaces (Art. 165 C.S.) y el Fiscal de Estado (Art. 149 C.S.).
A pesar de ser esta una función claramente política, y una de las más críticas, en nuestra práctica institucional la Cámara de Senadores no ha actuado nunca como un freno al posible favoritismo del Gobernador de la Provincia y se ha limitado, en una enorme mayoría de casos, a pronunciar una especie de plácet, que es una de las formas en las que con más claridad se pone en evidencia su renuncia al ejercicio de la función de control conferida por la Constitución.
La reforma en este punto debería trasladar todo el centro de gravedad del sistema al Consejo de la Magistratura, cuya reforma también se torna imperiosa, no solo para afirmar la independencia y supremacía del Poder Legislativo, sino también para introducir racionalidad en el gobierno del Poder Judicial, reducir la discrecionalidad del Poder Ejecutivo y mejorar globalmente la calidad y la autonomía de nuestra judicatura.
El aumento del número de legisladores
En los párrafos precedentes he intentado esbozar a vuela pluma las reformas que considero más urgentes de acometer en el diseño del Poder Legislativo salteño. Desde luego hay muchas otras que merecen un análisis detenido y reclaman un espacio cada vez más importante en el debate reformista, pero que por razones de espacio no han sido analizadas en este artículo.De entre todas ellas he elegido una para concluir estas líneas: el aumento del número de legisladores.
Comenzaré diciendo que los argumentos en contra de las asambleas populares muy numerosas son suficientemente conocidos. Alexander Hamilton, uno de los padres fundadores de los Estados Unidos de América, escribió que «mientras mayor es el número de representantes, es mayor la proporción de individuos de escasa instrucción y corta experiencia de la cámara y es precisamente sobre esa parte débil de la corporación sobre la que influye de modo más decisivo la palabra elocuente o la habilidad de unos pocos».
En la misma época, James Madison escribió en El Federalista que «en todas las asambleas muy numerosas, cualquiera sea la índole de su composición, la pasión siempre arrebata su cetro a la razón. Aunque cada ciudadano ateniense hubiese sido un Sócrates, sus asambleas hubieran seguido siendo turbamultas».
Cualquiera que haya asistido a un debate en la Cámara de Diputados o en la Cámara de Senadores de Salta habrá podido darse cuenta, y con un mínimo esfuerzo, que nuestros ritos y costumbres parlamentarias son muy pobres, tanto en forma com en contenido.
Aunque muchos no relacionan esta carencia con el número de representantes, mi opinión es que un número tan corto de legisladores (60 diputados y 23 senadores) hace posible que las cámaras respondan con más facilidad a una dirección política centralizada. La persecución de otros intereses diferentes al de la pura representación (que es consecuencia de la centralización política) conspira directamente contra la variedad y riqueza de los debates parlamentarios, contra la calidad de sus productos y, sobre todo, contra la propia autoestima de los legisladores.
Una legislatura más numerosa (de entre 160 y 200 representantes), elegida en base a un sistema electoral territorialmente más equitativo, con circunscripciones más grandes y una distribución proporcional de escaños más ajustada y realista, no solamente asegura una representación más fiel de la pluralidad política y social de Salta sino que también -al revés de lo que pensaba Hamilton- abre las puertas de la Legislatura a personas más y mejor preparadas.
Una Legislatura de pequeña, de baja intensidad y de protagonismo menguado por la inercia de sus miembros y la resignación de su autonomía frente a intereses políticos coyunturales, no solo conspira contra la calidad de los procedimientos y los productos parlamentarios, sino que en buena medida favorece la difundida creencia ciudadana de que las asambleas populares son oligarquías (palabra compuesta que deriva del griego antiguo ‘oligo’ que significa ‘de unos pocos’) que operan alejadas del conocimiento público y que rechazan la posibilidad de que su funcionamiento (o el desempeño de sus miembros individuales) sea monitorizado tanto por ciudadanos como por especialistas.
El aumento de la cantidad de diputados contribuiría sin dudas a resolver algunos de los más graves problemas de representación en la Provincia de Salta. Estudios recientes nos advierten de que Salta es una de las provincias argentinas (junto a Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba y Mendoza) que se encuentran subrepresentadas en la Cámara de Diputados del Congreso Nacional. En proporción a su población, Salta es, sin dudas, la provincia más perjudicada por esta subrepresentación.
De acuerdo con estos estudios, que incluyen las previsiones de la llamada Ley Bignone (22.847) y tienen en cuenta las proyecciones del INDEC que atribuyen a Salta para 2020 una población de 1.424.397 habitantes, a nuestra Provincia le correspondería elegir 12 diputados en vez de los 7 que elige desde 1983. Es decir, que de acuerdo a su población Salta debería enviar a la cámara baja del Congreso un número de diputados 70% mayor al actual.
Si trasladamos este porcentaje de aumento a la Legislatura local, compuesta actualmente por 83 legisladores, el número mínimo de representantes que deberían ocupar un escaño en el Poder Legislativo provincial rondaría los 140.
Hay que recordar también que desde 1983 a la fecha, el número de ministros del Poder Ejecutivo provincial se ha duplicado con creces, que el número de agentes de la Administración central del Estado se ha multiplicado al menos por cinco y que también ha aumentado en proporción significativa el número de jueces. Esto significa que la inflación de los cargos públicos que se ha producido en nuestra democracia no ha beneficiado de ningún modo al Poder Legislativo, cuyo retraso numérico se ha traducido en ocasiones también en un importante retraso presupuestario.
Razones vinculadas con la estructura, dinámica e implantación territorial de los partidos políticos locales, así como la necesidad de dotar de mayor complejidad y variedad a los procedimientos parlamentarios y fomentar su especialización, aconsejan llevar ese número, al menos a los 180; es decir algo más del doble del número de la representación actual.
Debemos convencernos de que la grandeza de Salta, más que con su historia y su glorioso pasado, está vinculada a la capacidad de sus ciudadanos de construir grandes escenarios políticos, instituciones fuertes, procedimientos equitativos e instancias de participación y fomento del pluralismo. Una Legislatura pequeña, como la que tenemos, asegura la postergación de las grandes cuestiones que históricamente han dado forma a nuestros debates y a nuestras propuestas. Una Legislatura más numerosa, por su propio peso cuantitativo, hará que los debates sean más intensos y variados, que las cuestiones a debatir sean necesariamente más importantes y que el número y la calidad de nuestras leyes se vean también incrementados.
El único argumento que se opone al aumento del número de legisladores es el del incremento del gasto. Pero bastaría con reducir a la mitad el sueldo que reciben los legisladores y fijar en un número no mayor de cuatro la cantidad de asesores o colaboradores que cada legislador puede designar con cargo a los presupuestos de la cámara, como sucede en muchas asambleas numerosas del mundo, para que la cuestión del gasto pase a un segundo plano de importancia. A mi juicio, no hay motivos razonables para no adoptar medidas como estas, teniendo en cuenta, entre otros factores, que el aumento del número de representantes se vería compensado con la reducción a la mitad (o a menos de la mitad) del gasto por cada uno de los parlamentarios, y que el dinero que el Estado destina al refuerzo de su representación, más que un gasto, debería ser contemplado como una inversión democrática.
En suma, necesitamos una Legislatura más numerosa pero al mismo tiempo más austera, que privilegie el desarrollo profesional de los servicios centrales a la proliferación de asesores y pseudoasesores, que dependen de la voluntad, a veces cambiante, de un diputado o de una diputada.
No nos debe desalentar en absoluto la posibilidad de que nuestra Legislatura se convierta en una asamblea ruidosa o disruptiva. Los debates apasionados, las discusiones encendidas, las voces y hasta los abucheos, son parte de la vida parlamentaria desde hace siglos y las democracias se han habituado a convivir con ellos. Siempre es preferible una Legislatura ruidosa pero activa y eficiente a una en la que el presidente de la cámara derroche autoritarismo y prime el silencio cómplice de los parlamentarios para no incomodar al gobierno o para evitar dar los debates fundamentales que la sociedad necesita y demanda.