
La estructura fundamental del sistema de fuentes del Derecho se encuentra definida y contenida, pues, en la propia Constitución del Estado.
Si nos fijamos con un poco de cuidado en la Constitución de Salta, advertiremos inmediatamente que entre las fuentes del Derecho que la norma fundamental establece y define no figuran, en ningún momento y bajo ninguna circunstancia, las acordadas judiciales. Nuestra Constitución no las menciona en absoluto.
Es decir que en nuestro sistema constitucional, las normas generales o particulares que puedan dictar los jueces (diferentes a las resoluciones que adoptan en los procesos judiciales) no constituyen fuentes del Derecho en sentido estricto.
En particular, las acordadas judiciales no pueden, en ningún caso, constituir fuentes del Derecho Procesal.
Esta rama del Derecho, entendida como el conjunto de normas que regulan los requisitos y los efectos del proceso, pertenece claramente a la esfera del Derecho Público, por el hecho de que sus normas están dirigidas fundamentalmente a regular la actuación de los órganos judiciales, que, en nuestro sistema constitucional, son órganos del Estado.
Desde este punto de vista, se debe entender -y hacer el esfuerzo para que ciertos operadores políticos también lo entiendan- que el único fundamento y causa del Derecho Procesal son los actos legislativos que necesariamente emanan de la Legislatura provincial (leyes en sentido formal) y que han sido regularmente sancionados a través del procedimiento establecido por la propia Constitución.
En la doctrina procesal hispanoamericana y europea existe un amplio consenso acerca de que, por las razones anteriormente expuestas, no son fuentes del Derecho Procesal las normas emanadas del Poder Ejecutivo, así como tampoco lo es la costumbre.
Aunque no disfruten del mismo grado de relevancia que en el Derecho Privado, pueden ser consideradas también fuentes del Derecho Procesal los principios generales del Derecho y la jurisprudencia.
Huelga decir que tampoco son ni pueden nunca ser fuentes del Derecho Procesal los acuerdos adoptados por los jueces, de cualquier instancia o grado que sean.
Simplemente, porque la norma procesal adquiere su sentido solo en la medida en que se erige como mandato hacia el órgano judicial, de modo tal que el órgano judicial no puede regular por sí mismo su actuación en el proceso, por las mismas razones por las que el órgano ejecutivo no puede regular por sí mismo su actuación dentro del procedimiento administrativo y se requiere siempre una ley en sentido formal para este cometido.
Dentro del proceso judicial se encuentran en juego derechos normalmente críticos de particulares que acuden a la jurisdicción a resolver sus controversias, y no es de ningún modo de recibo que, a través de la manipulación indebida de las normas procesales -que además normalmente responde a intereses coyunturales de parte-, los órganos judiciales puedan darse normas a sí mismos y afectar, en consecuencia, los derechos de los justiciables.
La gran confusión que parece nublar el entendimiento de algunos legisladores de nuestra Provincia hace necesario en este punto aclarar algo que, a estas alturas, debería ya ser por todos conocido: el significado y alcance de la expresión «ley en sentido formal».
Cuando hablamos de la ley como fuente única o fundamental del Derecho Procesal nos referimos a esa norma jurídica escrita que aprueban las cámaras de la Legislatura provincial después de una deliberación que normalmente es pública, y que los ciudadanos -los destinatarios de la norma- aceptamos porque ha sido aprobada por quienes nos representan y han sido elegidos por nosotros para hacer la ley (consecuencia del principio de representación política).
Este rasgo fundamental (la deliberación de los órganos específicamente legitimados para este cometido en concreto) nos permitirá diferenciar de forma rotunda a la ley de otras normas secundarias, como los denominados reglamentos (podríamos incluir aquí también a las acordadas judiciales, porque en esencia son normas reglamentarias de un nivel normativo claramente inferior) que, en general, carecen de ese rasgo cualitativo especial al que podemos denominar «fuerza de ley».
Los reglamentos, así como las acordadas, no tienen esa fuerza especial porque no se presumen aprobadas por sus destinatarios. Es decir, el Poder Ejecutivo, aunque se reputa legítimo, no representa al conjunto de los ciudadanos, y, por tanto, los destinatarios de las normas reglamentarias las aceptan, no porque su propia voluntad (representada por los electos) haya concurrido a su elaboración, sino porque consideran legítima la fuente de la cual tales normas emanan.
Tampoco representa al conjunto de los ciudadanos, obviamente, el Poder Judicial, por lo que sus decisiones normativas -que tienen en nuestra Constitución un cauce sumamente estrecho (el primer apartado del artículo 153)- por muy legítimas, fundamentadas y desarrolladas que sean, jamás pueden crear obligaciones y derechos como podría hacerlo una ley en sentido formal.
Las acordadas, como cualquier otro reglamento, son aceptadas y cumplidas por el carácter legítimo del poder del Estado del que emanan; pero, a diferencia de los reglamentos del artículo 144.3 C.S. (cuya adecuación a los principios legales y constitucionales puede cuestionarse ante los tribunales de justicia), las acordadas no pueden ser -y de hecho no son- objeto de impugnación ante los tribunales por razones constitucionales por los motivos que se verán a continuación.
Nuestra Constitución adopta muy claramente el sistema de control difuso de constitucionalidad, que se caracteriza por no tener un órgano específico encargado de la revisión de constitucionalidad, sino que todos los jueces ejercen el control de las leyes (y de los demás actos normativos de los poderes del Estado) y este control solo es posible en el escenario de un proceso judicial real y concreto.
Esto quiere decir que en Salta, como sucede también en la práctica totalidad de las provincias argentinas, todas las normas jurídicas inferiores a la Constitución, así como todos los actos administrativos (sean o no de contenido reglamentario), están sujetos al control de constitucionalidad que ejerce la propia Corte de Justicia, en virtud de lo que dispone el artículo 153 de la Constitución de Salta. Sería absurdo, pues, desde cualquier punto de vista, que la Corte de Justicia estuviera autorizada a dictar normas obligatorias que, por definición, no tuvieran que pasar el filtro del control de constitucionalidad, o que tuvieran garantizado de antemano que lo pasarán, por ser aquellas normas emanadas de la misma autoridad que debe controlar su constitucionalidad.
Si algo como esto ocurriera es que simplemente la Corte de Justicia estaría ejerciendo una especie de poder legislativo supraconstitucional, en la medida en que las normas jurídicas generales que este tribunal sanciona (sin deliberación pública, sin participación popular y sin control democrático) disfrutan de un plus de constitucionalidad respecto de las normas emanadas del Poder Legislativo ordinario.
¿Qué resolución debería adoptar la Corte de Justicia de Salta si a alguien se le ocurriera dirigir una acción de inconstitucionalidad contra una de sus acordadas? La respuesta parece muy clara.
Pero como en la práctica esta aberración institucional se ha convertido en una discutible costumbre, corresponde reflexionar cuál es la autoridad que puede y debe poner fin a la vocación expansiva de la Corte de Justicia provincial en materia de regulaciones jurídicas.
Si la Corte no reflexiona y entra en razones, los que deben reaccionar -no solo para cuidar de que sus competencias constitucionales no sean arbitrariamente invadidas sino también para asegurar que los controles recíprocos entre poderes no sufran un menoscabo del que probablemente no podrán recuperarse- son el Poder Legislativo y el Poder Ejecutivo, en ese orden.
La responsabilidad fundamental en este punto es del Poder Legislativo, que dispone de un abanico bastante amplio de herramientas para poner fin a estos excesos. Herramientas que empiezan por las declaraciones de cualquiera de las dos cámaras, siguen por el empleo riguroso de la ley (especialmente la Ley Orgánica del Poder Judicial) para blindar sus propias competencias o el empleo de la reprobación parlamentaria, y terminan por el juicio político, para destituir a aquellos que, habiendo jurado cumplir y hacer cumplir la Constitución, la han transgredido gravemente.
El Poder Ejecutivo también tiene mucho que decir, puesto que -fuera ya de la materia específicamente procesal- la Corte de Justicia invade a menudo sus competencias reglamentarias, ya que solo al Gobernador de la Provincia corresponde el desarrollo reglamentario de las leyes de la legislatura. En la práctica, la Corte de Justicia de Salta, haciendo un uso desviado de la limitadísima potestad reglamentaria reconocida por el artículo 153 de la Constitución provincial, no solo se ha atrevido a desarrollar leyes sino que también ha avanzado en desarrollo de preceptos constitucionales, en desmedro de las facultades del Poder Legislativo.
Además, si se tiene en cuenta la duración limitada a seis años del mandato de los jueces de la Corte de Justicia, el Gobernador de Salta puede reafirmar los valores constitucionales y defender el equilibrio entre los poderes, negándose a renovar el mandato de los magistrados que hubieran transgredido la Constitución. Lo mismo puede hacer, lógicamente, la Cámara de Senadores de la Provincia a la hora de tramitar los acuerdos para la designación de jueces del alto tribunal.
Este análisis superficial de las principales cuestiones teóricas relacionadas con las acordadas procesales de necesidad y urgencia no puede evitar una reflexión final relacionada con la actitud, entre dócil y servil, de los legisladores que piensan que es la Corte de Justicia y no la Legislatura la que debe comandar los cambios en la legislación procesal.
Así como nuestra Constitución no contempla de ningún modo a las acordadas judiciales como fuentes del Derecho, es preciso subrayar con grandes trazos que tampoco habilita la posibilidad de que los órganos judiciales dicten acordadas de necesidad y urgencia de contenido procesal. El mecanismo de «convalidación» o de «conversión en ley» de las acordadas judiciales urgentes no solo no está previsto en la Constitución, en las leyes o en los reglamentos parlamentarios, sino que es indigno de un sistema democrático equilibrado y con controles, así como frontalmente contrario al principio de división de poderes, que preside la estructura de nuestro sistema republicano.