Mientras Sáenz llena las calles de Salta de policías, Macron convoca a un comité de sabios

  • Toneladas de artículos se han escrito y publicado en los dos últimos meses con la loable intención de aclarar nuestras mentes y advertirnos de que después de que todo esto haya pasado ya nada será igual que antes.
  • Las asimetrías de la desescalada

Este esfuerzo ha venido acompañado de un número menor de artículos que se han dedicado a la casi imposible tarea de dibujar ese futuro incierto al que todos nos asomamos con temor después de la pandemia.


Casi todas las reflexiones que he podido leer hasta aquí -algunas elaboradas por intelectuales de altísimo vuelo- me han parecido ensoñaciones o representaciones fantásticas de las propias preferencias ideológicas; es decir, ejercicios de confusión más o menos interesados entre una realidad todavía desconocida (lo que vendrá) y los propios deseos (lo que ya existía antes). Esto incluye, lógicamente, a algunas visiones muy pesimistas sobre el destino final del ser humano que ya existían con anterioridad a la pandemia y que ahora no han hecho sino reforzarse.

También me ha parecido notable el que una minoría muy evidente pero también muy minúscula de intelectuales haya dedicado su tiempo de encierro a reflexionar sobre el estado de nuestras libertades y sobre el futuro que les espera. Aun los más optimistas aventuran un futuro sombrío para nuestra inestable dimensión de ciudadanos, teniendo en cuenta que a la vuelta de la esquina nos espera un mundo en el que previsiblemente primarán la cautela y el cálculo por sobre la posibilidad de que los desafíos del futuro nos sorprendan y nos animen, como ha ocurrido con la irrupción del nuevo coronavirus.

El vacío en Salta

Tengo que admitir, con alguna sombra de tristeza, que muy pocas de estas reflexiones a las que me refiero han salido de Salta.

Los pocos artículos escritos por salteños sobre este tema son, por decirlo de algún modo, mainstream y tienen en general el defecto de descuidar las conexiones necesarias entre la dimensión global de la crisis en la que vivimos inmersos y los procesos específicamente locales.

Es como si los salteños no estuviesen preocupados en absoluto por el futuro; o, quizá peor, como si sus mentes más brillantes estuviesen en algún lugar agazapadas, más pendientes de contraer o no la COVID-19 que de efectuar aportaciones al crecimiento y la madurez de una sociedad que cada vez da más muestras de estar postrada, resignada a su destino periférico y sin rumbo cierto. Los salteños acostumbran a hablar con soltura de China, de Suecia, de los proyectos futuristas de Elon Musk, del temor nuclear que inspira Corea del Norte, de los errores del presidente Pedro Sánchez o de los abusos dialécticos de Donald Trump, pero en el fondo siguen pensando que todo esto sucede en un mundo al que Salta no pertenece. Aquí todo gira alrededor de Güemes y de su gloria, que ya excede con creces los límites de nuestro universo.

El mejor ejemplo de esta distancia con el mundo no es la pandemia sino el cambio climático. En Salta hay grandes teóricos sobre el equilibrio ecológico del planeta, pero casi todos ellos dedican sus esfuerzos a condenar la deforestación del Amazonas, o las emisiones de los países más industrializados, sin apenas fijarse en lo que pasa con la basura que se deposita irresponsablemente en la esquina de su casa, con los desmontes que se siguen haciendo a pocos kilómetros del Valle de Lerma o con el imperdonable estado de salubridad de nuestros ríos. El que se preocupa por ambas cosas suele caer en el error de no conectar los problemas ambientales del planeta con los de su propio barrio, aun ante la evidencia de estar frente a problemas idénticos.

El éxito en la contención el enemigo

Cualquiera puede ver y comprobar que en Salta la pandemia se ha combatido y contenido a palos. Está bastante claro que el «orden» anterior al 20 de marzo de 2020 habría sido del todo insuficiente para mantener a raya la enfermedad y a los salteños seguros.

Al ver cómo otros países bastante parecidos al nuestro llegaban tarde a las soluciones y pagaban un alto precio en vidas humanas, el blindaje temprano, por un lado, y el miedo del común de los mortales a la enfermedad y a la muerte, por otro, consiguieron que en Salta, como en buena parte de la Argentina más inmóvil, las cosas no se salieran de control. El resto del milagro lo ha obrado el indómito espíritu gaucho, acostumbrado ya a convertir la tierra en un infierno para el invasor. Hoy, una amplia mayoría de salteños celebra como una conquista lo que no es sino fruto de una asombrosa casualidad.

Muy pocos han sido los que se han preguntado si los salteños hemos tenido que pagar un precio demasiado alto para tener solo 20 casos leves de COVID-19 y ningún muerto.

En mi opinión, lo peor que pudo haber sucedido -y sucedió- es que el gobierno provincial de Salta se encontró de pecho con una solución relativamente fácil a un problema enormemente complejo. Un grupo de personas con escasa preparación (en general y no para este problema en concreto) ha conseguido unos resultados epidemiológicos aceptables (no se puede decir lo mismo de los resultados «sanitarios») sin compartir sus decisiones con la oposición política, sin convocar a expertos y sin devanarse los sesos de ningún modo. El gobierno se ha dado incluso el lujo de perseguir a un puñado de opositores por el grave pecado de haber puesto en tela de juicio la regularidad de sus procedimientos.

Sin dejar de reconocer el mérito de algunas personas que se han tomado su trabajo en serio, se ha de reconocer también el peligro al que nos enfrentamos, porque ya se sabe que quien resuelve una complicada ecuación, casi por casualidad, se siente muy rápidamente en capacidad de dar lecciones al mundo, sobre esto y sobre aquello, y piensa que su voluntad es la ley.

Si ir más lejos, es preciso advertir que el Gobernador de la Provincia, que ha invitado a alguno de sus opositores a admitir sus «errores», no ha efectuado hasta el momento ninguna autocrítica, como si su gestión del asunto, o la de su precario comité técnico, hubiesen sido impecables y estuvieran exentas de contratiempos y de equivocaciones. La falta de autocrítica que ya es peligrosa de por sí, lo es mucho más en este caso.

La salida de la cuarentena

La salida del encierro y la restitución de la normalidad de la vida cotidiana requiere, sin embargo, de otras habilidades, un poco más sofisticadas.

Dicho en otros términos, para que Salta consiga sacudirse la espantosa quietud del encierro sanitario e infunda vitalidad a una economía entre adormecida y en estado de shock hace falta algo más que policías con garrotes en las esquinas, patrulleros atravesados y escopetas de balas de goma. El gobierno provincial va a tener que hilar muy fino a partir de este momento si no quiere cometer errores y terminar enterrado por la pandemia.

A partir de ahora, el gobierno va a tener que abrirse a la sociedad y convocar a personalidades independientes y a miembros de la oposición política, porque si el problema antes era como un gran charco de profundidad desconocida y el gobierno (solo, sin recabar la cooperación de los diferentes) ha conseguido mantenerse a flote, para el problema que enfrentaremos mañana sobra confianza, y esto, aunque parezca bueno, es muy malo para nuestro futuro.

El ejemplo de Francia

Ya que nuestro talento para copiar ha superado con alta nota una prueba muy dura, convendría dirigir la mirada hacia Francia, de donde nos suelen llegar los peores ejemplos, mezclados con los mejores.

Hace muy poco, el presidente francés Emmanuel Macron ha dado a luz a un comité de sabios que tiene la misión de entregarle al Jefe del Estado en diciembre un informe sobre el mundo posterior a la COVID-19.

El comité estará dirigido por dos franceses: el execonomista jefe del Fondo Monetario Internacional Olivier Blanchard y el Nobel Jean Tirole Lo integran 26 economistas de primera línea, que estarán organizados en tres grupos temáticos: el clima, las desigualdades y la demografía. Entre los más prominentes miembros figuran Paul Krugman y Peter Diamond (ambos Premios Nobel), el exsecretario del Tesoro estadounidense Larry Summers y la actual economista jefa de la OCDE Laurence Boone.

Al referirse a los desafíos que debe enfrentar Francia, el presidente Macron, en una declaración histórica, ha dicho: “Sepamos salir de los caminos trillados, de las ideologías: reinventarnos. Y yo el primero”.

Pero así como el francés ofrece reinventarse a sí mismo, en Salta Sáenz ofrece más Sáenz. Y no solo eso: en el paquete viene un kit de «más Romero» y «más Urtubey», lo que termina de configurar una garantía para que Salta siga transitando los caminos trillados de siempre: los de la ideología, la ineficiencia y el personalismo.

El gobernador Gustavo Sáenz solo cuenta para dar la batalla con el siempre postergado y nunca bien ensamblado Consejo Económico y Social, ahora felizmente dirigido por un economista. Muchos salteños esperan de esta institución no solo un cambio de enfoque -absolutamente necesario- sino una nueva relación con el gobierno y mayor equilibrio interno, sobre todo después del largo y estéril periodo que este órgano atravesó bajo la pobre influencia científica de la corporación de contables locales, que no han sabido aportar mejor cosa a los gobiernos que se han sucedido desde 1995 a la fecha que una desarrollada habilidad para pagar los sueldos de policías y maestros con relativa puntualidad.

¿Restaurar los desequilibrios anteriores o avanzar?

Lamentablemente, al gobierno provincial -que rezuma confianza por sus buenos resultados en prevención epidemiológica, que no debe confundirse con la gestión en salud pública- no le interesa para nada el porvenir. O no le interesa en la medida en que debería interesarle.

Básicamente porque Salta, en el peor de los escenarios posibles, seguirá viviendo de los recursos que no produce, de la ayuda que viene de fuera y que no parece que se vaya a interrumpir; pero no por la aguda capacidad negociadora de los salteños ni por el genial acierto de sus gestores financieros, sino más bien por el miedo a la ruptura territorial y el estallido social, que atenaza a ciertas clases medias de otras regiones más pudientes. Pero este es un cálculo mezquino.

Más pronto que tarde, Salta deberá dejar de pensar en la ayuda que fluye desde otros territorios y de regodearse en la inútil estabilidad de sus gobiernos monocolor y acometer seriamente la reforma de su sistema político y de su sistema económico. La alternativa es, sencillamente, dejar de existir.

Una situación que reclama reformas urgentes

Con casi 800.000 pobres asentados sobre su territorio, con niveles de vida por debajo de cualquier estándar conocido, los salteños no pueden darse el lujo de despreciar lo que pasa en el mundo, ni de preocuparse por él sin valorar al mismo tiempo los peligros, las amenazas y las oportunidades que los desequilibrios mundiales suponen y ofrecen para el futuro de Salta.

La luz roja que con más intensidad brilla en nuestro cuadro de comandos es la que proyecta el mundo del trabajo.

Aun con nuestro atraso estructural, que nos condena a que sectores enteros de la economía utilicen combinaciones tecnológicas de otro siglo, el empleo es escaso. Los puestos de trabajo, sean formales o informales, son cada día más insuficientes, y lo que es peor: los que aún existen no permiten a los salteños sostener un nivel de vida medianamente aceptable.

A Salta no llegan capitales privados capaces de oxigenar nuestra economía con nuevos emprendimientos. Después del nefasto docenio de Urtubey, Salta tiene prácticamente clausurado el recurso de la financiación internacional. A ello se une la falta de capital privado nacional (la capacidad de ahorro de los argentinos es marginal y el que puede ahorrar prefiere siempre la moneda extranjera a la nacional), el monumental déficit fiscal, agravado por la pandemia, y una inflación galopante que impide a los agentes económicos y sociales hallar cualquier otra solución que no sea el aumento inmediato de los precios y de los salarios.

Salta tiene la particularidad de que su tejido económico y social ya se hallaba seriamente dañado antes de las restricciones impuestas por la pandemia. El aparato productivo provincial que ha colapsado durante la cuarentena no era algo de lo que los salteños podíamos presumir como un ejemplo virtuoso de productividad y sostenibilidad. Pero como peor sería nada, el gobierno tiene el deber de reconstruir y apuntalar el tejido productivo dañado, así como la obligación de pensar en mecanismos eficientes y sostenibles para que todos los ciudadanos, sin exclusiones irrazonables, puedan disponer de rentas suficientes, no solo para vivir, sino, mejor, para elegir cómo vivir.

Está bastante claro que si la tarea de reconstrucción es enorme y enormemente desproporcionada en relación con las fuerzas y los recursos intelectuales con que cuenta el gobierno provincial, mucho más lo es el desafío de crear y sostener un sistema objetivo de rentas para todos. Salta no saldrá de su ahogo económico con parches sociales, como la tarjeta Alimentar o los innumerables planes sociales, que se superponen unos con otros y que pesan como una losa sobre los presupuestos públicos, pero que sin embargo no consiguen reducir en lo más mínimo la indignidad de la pobreza.

En este punto en concreto -la lucha contra la pobreza- Salta se enfrenta al desafío de reactivar el sistema anterior, desequilibrado, injusto e ineficiente, o lanzarse al encuentro de algo nuevo -como por ejemplo la renta básica incondicional- que permita albergar la esperanza de superar la injusticia, la insostenibilidad, la dependencia, el atraso y la exclusión de un sistema desbordado, que ha hecho una fuerte apuesta por un empleo público que ya no da más de sí, y que ha entrado en barrena primero por la automatización de la producción y después por la pandemia del coronavirus.

El gobierno provincial debe dejar de mirarse el ombligo y estar muy atento a las señales que emite el mundo que nos rodea, aun cuando los teóricos intenten convencernos de que, envueltos en el poncho rojo, los salteños somos perennemente inmunes a cualquier pandemia de carácter económico o social. El trabajo asalariado se está acabando en el mundo y si, por lo que sea, Salta no ha logrado hacerse un hueco dentro del grupo de territorios con capacidad de crear puestos de trabajo de alta cualificación tecnológica, el camino no es crear cooperativas para fabricar trapos de piso o delantales para los jardines de infantes, sino emplear los recursos disponibles de forma inteligente, convirtiendo al Estado en un gran inversor social, para que sean los ciudadanos y no el gobierno los que decidan cómo quiere cada uno vivir.

Los ojos, puestos sobre el gobierno

Mientras todo el cosmos parece ensañarse con el futuro de Salta, la mirada confusa de los salteños se dirige mayoritariamente hacia su gobierno.

Pero no porque la mayoría crea que el gobierno podrá solucionar la crisis o sacarnos del atraso, sino porque esa mayoría espera que el gobierno se decida de una vez a cooperar con otros: con salteños que están dentro y que no comulgan con el gobierno; con salteños que están fuera, cualesquiera sean sus preferencias políticas; con personas de cualquier origen que deseen sinceramente ayudar a que Salta supere sus problemas estructurales.

No estoy hablando de apoyos al gobierno en el sentido tradicional de esta expresión. No creo que sea necesario ni conveniente que el gobierno se haga más fuerte de lo que ya es buscando en donde hacer pie o que la mayoría lo jalee y aplauda sin rechistar sus decisiones. Lo que hace falta es que el gobierno se nutra de otras aportaciones, que aprenda a convivir con la diversidad, que no condene a nadie de antemano por sus ideas, que demuestre saber escuchar, reservándose en cualquier caso para sí el derecho a decidir en última instancia.

No hay nada peor para el futuro de Salta en estos momentos que un gobierno encerrado en sí mismo, convencido además de que por una que le ha salido más o menos bien va a acertar en todo y en cualquier momento. Lamentablemente, las cosas no funcionan así y hoy menos que nunca. Lo que tenemos por delante reclama sin dudas la renuncia inmediata de la mezquindad, del sectarismo y de la soberbia, en cualquier de sus formas y por parte de todos los sectores. No solo del gobierno.