
Algunos destacan a la libertad ambulatoria como la más castigada; pero no falta quien subraye el daño que se ha hecho a la libertad de expresión y al derecho de los ciudadanos a deliberar a través de sus representantes electos, cuyo ejercicio hoy está en entredicho por motivos que son bien conocidos.
Sin apartarme (demasiado) de esta línea de razonamiento, me gustaría reflexionar en pocas líneas sobre el enorme impacto que las medidas sanitarias en vigor tienen sobre el llamado «derecho a la ciudad», un derecho que lenta pero firmemente se está abriendo paso en el complicado universo de los derechos humanos y al que he propuesto para que sea objeto de debate en una futura reforma política en la Provincia de Salta.
A los encerrados -que somos casi todos- se nos ha cortado casi de raíz nuestra libertad de desplazarnos. Sucede así en las ciudades grandes, en las pequeñas, en los pueblos y en el espacio rural, lugares en donde la pandemia ha golpeado de forma desigual pero la dureza del confinamiento ha sido exactamente igual. Sin dudas han sido los seres humanos que habitan las ciudades los más castigados en este aspecto, pues al hecho de no poder salir de sus casas se une la prohibición de vivir y de sentir la experiencia urbana. Al fin y al cabo, el encierro entre cuatro paredes es muy parecido en una ciudad, en un pueblo o en un establo en medio del campo, pero la privación del disfrute de la ciudad representa una diferencia cualitativamente importante.
El ser humano que habita la ciudad, el urbanita, padece quizá un poco más la restricción de sus derechos, en cierto modo porque la experiencia urbana es, como el resto de sus experiencia, corporal en el más original de los sentidos. Es el cuerpo el que, por mediación de los sentidos corporales interactúa a diario con el entorno ciudadano. Es esta conexión cuerpo-ciudad la que se ha cortado y con su desaparición se ha esfumado de algún modo buena parte de la calidad de nuestra vida, que se encuentra íntimamente relacionada con nuestra idea de la ciudad como “lugar practicado”.
Las interacciones humanas no han desaparecido, sino que en su gran mayoría se han desplazado a un espacio virtual, muy rico en matices y sensaciones nuevas, con un gran potencial de productividad, pero al mismo tiempo también muy alejado de la realidad del mundo tangible y de sus ritmos cambiantes. Aunque en el futuro nuestra vida social se desenvuelva en aquellos espacios virtuales, la ciudad y su medio circundante quedarán en pie como manifestaciones prístinas de la vida real, y en tal sentido se erigirán en desafíos para que el ser humano reconquiste una relación mínima con lo real, con lo que se puede ver, tocar y oler sin intermediarios electrónicos.
No debemos olvidar que el ser humano es un «animal político y social» por naturaleza, según la conocida máxima aristotélica, reformulada siglos después por Santo Tomás. Es decir que los seres humanos existimos para desenvolvernos en sociedad, en comunidad.
Para Aristóteles, el hombre no político era un ser defectuoso, un ente no participativo, un idion, un ser incompleto cuya insuficiencia consistía precisamente en haber perdido o no haber adquirido nunca la dimensión y la plenitud de la simbiosis con la polis.
Y porque el ser humano es fundamentalmente un «animal político y social» es que su relacionalidad, sus prácticas y sus experiencias urbanas desaparecen, o son negativas, cuando el cuerpo y el espacio urbano pierden su conexión fundamental. Es decir, cuando la simbiosis del hombre con la polis se disocia.
Aunque sea por un tiempo relativamente breve, como es el del confinamiento que vivimos, el cuerpo humano no se siente vinculado empáticamente con la ciudad, con los puntos de referencia de la memoria colectiva, con el espacio de elaboración de las decisiones fundamentales (el ciudadano percibe que las decisiones las adoptan otros, sin su participación), con las corrientes de vida que vienen del pasado y con los caminos que conducen al futuro.
Las medidas adoptadas para luchar contra la propagación de la enfermedad pueden tener una lógica sanitaria irrefutable, pero no hay dudas acerca que, desde el punto de vista de la esencia filosófica, el cuerpo humano no puede encerrarse, no puede refugiarse sanamente en su propio interior, sino que debe exponerse necesariamente a los espacios exteriores. Y no solo a los que son externos al propio cuerpo, sino a aquellos que comienzan en los límites de la propia casa de cada uno, que es donde principia el espacio cívico, el que es de todos y por todos compartido.
Dicho en otras palabras, la dimensión cívica de la vida se ejerce desde el umbral de la casa hacia afuera, y es por esa razón que la naturaleza del hombre le empuja a entrar en escena interactuando con sus semejantes en el espacio común, para de esta manera poner de manifiesto los vínculos entre lo público y lo privado.
A veces por la forma en que se han erigido nuestras ciudades o se han ido construyendo las urbanizaciones en la periferia, tendemos a pensar a la ciudad como un espacio físico, geográfico o geométrico, que solo después de adquirid su dimensión física posee determinadas consecuencias sociológicas. Pero pensamos -como lo hace Georg SIMMEL- que la realidad es exactamente la contraria: la ciudad es una entidad sociológica constituida sobre una base espacial.
En una importante obra de 2015, el antropólogo barcelonés Lluís DUCH, recientemente fallecido, escribió que la experiencia pública, social, de cada ciudad no es sino una «puesta en escena», una representación de la movilidad corporal y mental de sus habitantes.
Apunta también que en las diferentes épocas de la humanidad, en la vida pública y ciudadana, inmerso en incesantes intercambios, intereses y relaciones de todo tipo, el individuo y los grupos sociales manifiestan en el exterior (el ámbito urbano) lo que anhelan, piensan y sienten en su interioridad, instaurando así continuos procesos de traducción de adentro hacia afuera y al revés, del yo a los otros y al revés, etcétera.
La importancia del «corte» de la ciudad como dispositivo conector de la realidad humana, el drama de su desactivación, se pone de manifiesto en otro brillante razonamiento de DUCH que dice que «para el ser humano, la realidad urbana es al mismo tiempo un laboratorio en donde, para bien y para mal, puede proyectar y experimentar sus sueños y anhelos más recónditos y un escenario sobre el que puede representar y representarse su humanidad o, por el contrario, su inhumanidad. Por eso la ciudad es una espaciotemporalidad imprescindible, a menudo solo imaginada, para la expresión de la interioridad humana en términos de exterioridad, de lo contemplativo en formas activas porque en ella la privacidad se convierte en publicidad y relacionalidad».
En conclusión, que cuando tengamos el tiempo y la distancia suficiente para calibrar con la mayor precisión posible el impacto de las medidas de lucha contra la enfermedad sobre nuestros derechos y libertades, no dejemos de pensar en lo que ha ocurrido con la conexión entre el ser humano y la ciudad de la que forma parte. Pensemos en cuánta riqueza ha perdido la política por el retroceso de la ciudad como espacio de intercambio de ideas y en la cantidad de matices que el contacto a través de Skype, WhatsApp o Zoom no han podido recrear. Si fuésemos capaces de reflexionar sobre este tema sin ataduras intelectuales, estaremos realizando una enorme contribución al afianzamiento del derecho a la ciudad como uno de los derechos fundamentales del ser humano y allanando el camino a su futura constitucionalización.