Buenas constituciones, malas instituciones

  • La creencia de que una reforma de la Constitución provincial solucionará inmediatamente todos o casi todos nuestros problemas de precariedad institucional es francamente una ingenuidad que me atrevería a calificar de imperdonable.
  • Reforma de la Constitución de Salta

Aunque pusiéramos a trabajar ordenadamente a nuestros mejores cerebros y consiguiéramos que los celos entre ellos no nublaran su entendimiento, es muy probable que la mejor Constitución que consigamos redactar fracase de un modo estrepitoso.


Y lo hará, seguramente, si lo que las partes concernidas negocian y discuten es solamente la forma en la que va a estar redactada la norma; es decir, si la pelea se produce en el inacabable terreno de las palabras y de los signos impresos.

Una constitución es exitosa solamente en la medida en que nazca y se mantenga como una constitución de compromiso. Entiendo por tal, aquella constitución que se proponga y consiga efectivamente el equilibrio entre los actores políticos y sociales, entre los que incluyo, lógicamente, al pueblo soberano. Y este equilibrio solo se puede conseguir si cada una de las partes se compromete a respetar su palabra y a someter sus apetitos personales y sectoriales de poder al rigor igualador de la Ley.

Pero una constitución es mucho más que una estructura y un marco para el gobierno. En muchos sentidos, la Constitución es el frontispicio nacional y, como tal, su máxima utilidad no consiste -como algunos suponen- en crear o promover unas instituciones eficientes y de calidad, sino más bien en servir como el punto de encuentro para los ideales y aspiraciones de los ciudadanos que la han adoptado, así como de enviar un mensaje al mundo exterior sobre lo que representa la unidad territorial y la sociedad que la habita.

En Salta se ha lanzado un proceso constituyente (llamarlo de «reforma» es, en el fondo, una mentira piadosa), bajo la premisa de que nuestra Constitución actual (la de 1986, con las enmiendas de 1998 y 2003) se ha quedado desfasada y antigua en algunos puntos, y con la esperanza -expresada por más de uno de los responsables políticos- de que la futura Constitución nos traerá las tan ansiadas prosperidad económica y estabilidad política, y, de paso, que restaurará el federalismo que algún malvado, vaya uno a saber por qué, nos ha arrebatado.

Pienso, sinceramente, que todo esto es pedirle demasiado a nuestra Constitución.

Tenemos que ser más realistas y darnos cuenta de que las mejores constituciones del mundo, en los papeles, son las de aquellos países regidos por horribles dictaduras y que la belleza o la perfección de las constituciones no asegura la real vigencia de la libertad, la justicia o el imperio de la Ley. Es decir, que de nada nos vale tener una Constitución de exquisita factura si sus virtudes estéticas o técnicas no vienen acompañadas de un compromiso real y efectivo (esto es, sin reservas mentales) con los valores a los que decimos aspirar.

Es evidente que tener una constitución mala o con bajo nivel de cumplimiento es todavía peor, así que en casos como el nuestro siempre es aconsejable darle al proceso constituyente una oportunidad y explorar sus posibilidades, hasta el final.

Nuestra futura Constitución debe reflejar y representar las necesidades de los habitantes de la Provincia de Salta. De nada vale repetir la experiencia de 1986. La Constitución que necesitamos debe surgir del suelo, como un géiser, y de ningún modo ser construida desde las cúpulas del poder; entre otros motivos porque quienes están en la cima pueden legítimamente considerarse «representantes» de los ciudadanos, pero jamás «intérpretes supremos» de sus deseos y aspiraciones, que es justamente de lo que se trata. Simplemente, no podemos colocar ni sustituir constituciones como si fuesen gallineros prefabricados. Y, algunos, lo que quieren es precisamente eso.

Tampoco podemos pensar en una Constitución que lo abarque todo, y, en el otro extremo, no podemos darnos el lujo de que nuestra norma fundamental contenga solo principios generales cuya traducción práctica quede sometida a la voluntad particular de los gobernantes.

En este sentido, seríamos bastante irresponsables si ignorásemos el estudio empírico de la OCDE que nos alerta de que las constituciones más largas son las más rígidas, las que contienen más regulaciones de carácter restrictivo, y, al mismo tiempo, son las que con más frecuencia sufren reformas y enmiendas. El estudio al que me refiero dice también que los países con constituciones más largas tienden a tener los más bajos niveles de PIB per capita y niveles más altos de corrupción. Si Salta quiere escapar a la pobreza y a la corrupción, sus ciudadanos deben ir pensando, desde ya, en una Constitución más breve que la actual.

Hay quienes en Salta se muestran especialmente sensibles con el tema de la limitación de los mandatos. Otros parecen no tener mejores ideas que las que se danzan alrededor del siempre revuelto y mal avenido mundo judicial. Pienso que introducir reformas sensatas en estos dos temas será beneficioso para Salta en el corto plazo, entre otros motivos porque quienes fundaron el país jamás imaginaron un Poder Judicial tan extremadamente poderoso como el que nosotros tenemos ahora y que se ha ido construyendo casi siempre de espaldas a los razonables equilibrios constitucionales.

Siempre a condición de que las partes demuestren una sincera vocación por el compromiso, podremos tener una Constitución que reúna las dos condiciones que esperamos de ella: 1) que sea una «buena» Constitución, y 2) que se cumpla.

La ‘calidad institucional’ bajo la lupa

Ahora bien: ninguna de estas dos condiciones asegura por sí sola la tan mentada «calidad institucional». Tengo que volver, otra vez, a citar aquella frase del general Charles De Gaulle que tanto nos ha enseñado: «La Constitución es un espíritu, las instituciones una práctica».

No hay ni puede haber un discurso sobre la «calidad institucional» desligado de los grandes objetivos que persigue la organización política. Solo los fundamentalistas y los sectarios son capaces de hablar de este tipo de cosas sin mencionar en absoluto las metas que la sociedad se propone alcanzar.

Es decir que, si, como está previsto, el proceso constituyente nos va a servir para aclarar y poner sobre el papel los grandes objetivos de la sociedad salteña en el siglo XXI, la definición de estas metas será la que nos podrá servir de parámetro o referencia para acometer la sintonía fina de nuestras instituciones. Antes de esbozar los términos del «compromiso», es inútil, o quizá contraproducente, encerrarse en una visión sectaria y paranoica que solo nos muestre una realidad conformada por instituciones deficientes o mal ensambladas.

Pongo un ejemplo: no podemos decir «tenemos que mejorar el funcionamiento del Consejo de la Magistratura» y ponernos a trabajar de cabeza en este asunto, solo para tener un órgano modélico y ejemplar que satisfaga los deseos de abogados veteranos, sin relacionar su buen funcionamiento con la libertad, con la seguridad jurídica, con la confianza de los agentes económicos o con otros valores fundamentales de importancia parecida y que son clave para nuestro futuro.

Se habla también de «nuevos derechos» y yo encuentro razonable la constitucionalización de la mayoría de los que se menciona. Pero, a mi modo de ver, tenemos que ajustar la precisión en la regulación normativa de algunos «viejos derechos», como el de la libertad ambulatoria, para que ninguna autoridad pueda detener, demorar o restringir la libertad de desplazamiento de ningún ciudadano, salvo en los casos de orden judicial o de flagrante delito; para que ningún fiscal ni ningún juez crean que con la libertad de las personas se puede hacer su voluntad, y para que la presunción de inocencia se imponga definitivamente a la laxitud de la prisión preventiva.

En cuanto a los nuevos derechos, además de los que se mencionan, hay que hacer un esfuerzo por pensar en incluir en nuestra norma fundamental el derecho a la ciudad (especialmente para los individuos que conforman los pueblos indígenas), el derecho a la privacidad en las comunicaciones digitales, la protección de los datos personales, el derecho a la energía en condiciones de igualdad y transparencia, el derecho a una renta básica incondicional con cargo a los presupuestos del Estado, los derechos bioéticos de las mujeres, la protección contra la violencia de género y los derechos a emigrar y retornar. Y solo cito algunos de los que me parecen más importantes o impostergables.

A la hora de razonar sobre la conveniencia o no de incluir estos derechos y protecciones en el texto constitucional, tendremos también que tener presente, como guía, los objetivos más generales de la organización política y social, de modo que el gran trabajo que tenemos por delante no consiste en ponernos a soñar con artículos perfectos, sino en esbozar aquellas metas, hacerlas explícitas, abiertas, comprensibles y compartidas, y, por sobre todo: estar dispuestos a cumplirlas.

Después que logremos esto -que no es fácil- podremos hablar de todo lo demás... incluida la «calidad institucional».