Las oscilaciones extremas y peligrosas de la democracia argentina

  • Mi ausencia de la Argentina dura ya más de tres décadas. Durante este tiempo he hecho algunos esfuerzos por no perder el hilo de los acontecimientos que se sucedían en el país. Me entristece tener que reconocer ahora que mis esfuerzos han sido vanos y que el país que yo conocí y al que tantas horas de reflexión he dedicado ya no existe.
  • Un país demasiado movedizo

Si alguna conclusión aflora al cabo de estas décadas de observación crítica, esta no puede ser diferente a la de que la Argentina -pese al empeño de cierta clase dirigente y a los sueños de buena parte de su población- no es un país ni potente ni maravilloso como nos lo ha dibujado la hueca retórica peronista. Ocupamos un discreto lugar en la mitad de la tabla y casi todos los indicadores socioeconómicos que sirven para medir la importancia de los países nos certifican como un país de segunda o tercera línea.


La primera consecuencia de esta constatación es que nuestro país no puede darse el lujo de cambiar de la noche a la mañana, como le dé la gana, cual si fuera la nación más influyente y poderosa de la Tierra. Digo esto admitiendo a efectos puramente teóricos que a los países más poderosos les está permitido cambiar a su antojo, cosa que por supuesto se cuidan muy bien de hacer.

Los países que no disfrutan de esta consideración especial en el mundo se ven obligados a construir su reputación en base a previsibilidad y a rigor, y es en este punto en el que pienso que la soberbia y el ensimismamiento de nuestros dirigentes y de buena parte del pueblo argentino conspira contra el objetivo de ser un país serio y previsible.

Desde hace tiempo sostengo que la democracia argentina es puramente una democracia electoral y que empleamos con cierta alegría el antiguo nombre griego para distinguir (es increíble que todavía sigamos haciéndolo) entre los gobiernos investidos por el voto popular y los gobiernos militares, que también tuvieron base popular (sería una tontería negarlo) pero que no fueron elegidos por sufragio.

Si alguna forma hay para evaluar la continuidad provechosa de cualquier régimen político esta es la evolución de las libertades públicas y los derechos fundamentales de los ciudadanos. Y lamento tener que decir que nuestras libertades de hoy son, en general y con algunas pequeñísimas excepciones, más estrechas y complicadas de ejercer que las que teníamos cuando comenzó todo este asunto, allá por mediados de la década de los ochenta del pasado siglo.

Pero la crónica de la democracia argentina no es solo la historia del retroceso de las libertades y del consecuente rebrote del autoritarismo. También define nuestro pasado y explica nuestro presente esa capacidad, cada vez más acentuada y perfecta, de cambiar radicalmente de país cada cierto tiempo, según lo que algunos interpretan es el estado de ánimo de los habitantes y sus preferencias ideológicas.

Digo esto porque de la noche a la mañana la Argentina pasa de rechazar el asilo a Evo Morales a concederle el estatuto de refugiado político, de no tener un protocolo que permita las interrupciones legales del embarazo a tenerlo, de meter en la cárcel a algunos políticos corruptos a acordar su liberación casi de forma inmediata, de colocar cepos y a quitarlos como si fuese la cosa más normal del mundo, de suprimir indemnizaciones por despido a reinstalarlas cada vez con más fuerza, de rebajar la presión fiscal sobre las exportaciones agropecuarias a aumentarlas de modo brutal, de pagar regularmente los servicios de la deuda a no pagarlos, de intervenir en la economía a dejar en libertad a los agentes económicos y sociales, de luchar contra el cambio climático a proclamar consignas negacionistas, de considerar sospechosos de parcialidad a los jueces y fiscales que solo hasta ayer eran probos y justos, de la estabilidad administrativa a la precariedad total (y viceversa), de gobernar para la mitad sedienta del país a gobernar para la otra mitad sedienta.

Los cambios radicales, que ya existían antes, son ahora mucho más violentos, traumáticos e inmediatos, como si el tejido social de la Argentina estuviese especialmente preparado para soportarlos. Y no solo eso: como si fuese el humor nacional, resumido y concentrado en la ácida inmediatez de las redes sociales, el que aconseja y, en su caso, bendice que semejantes cambios se lleven a efecto en el menor tiempo posible.

Vuelvo a decir que la Argentina no es Alemania, los Estados Unidos o Francia, y que si de verdad quiere prosperar y no verse expulsada del mundo (otra vez), tiene que mostrar una cierta continuidad en sus políticas, una línea razonablemente coherente que atraviese y supere los cambios de gobierno, que por otra parte en una democracia deben ser inevitables y se ha de cuidar que lo sean.

No hablo ya de inversiones (imagínense lo que hará un inversor internacional que en estos momentos esté dudando si colocar su dinero en el Perú o en la Argentina) sino de algo más, porque la Argentina no solo necesita del mundo circundante para poder movilizar su economía, sino que hay cuestiones, fundamentalmente políticas, medioambientales, estratégicas y culturales, que aconsejan que la Argentina no se quede descolgada del mundo. Y que no lo haga en un momento tan particular como este.

Está muy bien suscribir el discurso de la incertidumbre global. No digo que esté mal que nos pleguemos a esta forma de ver el mundo. Lo que digo -y hablo por mi experiencia- es que hay determinados países que en estos momentos no se pueden dar el lujo del capricho político, de practicar ajustes de cuentas ideológicos y de escenificar el descalabro social. Uno de estos países es, sin dudas, la Argentina.

Me da igual quién sea el que lo haga. Si Macri o los Kirchner. Los dos han demostrado ser malos, casi por igual. Pero aunque esto pueda ser objeto de discusiones eternas (en las que no pienso entrar, por supuesto), lo que parece estar claro es que ninguno de los dos está dispuesto a reconocerle al otro las pocas cosas buenas que pudieran haber hecho. Y aquí reside una de las claves del asunto.

Si no logramos que la Argentina sea un país previsible y medianamente normal, por lo menos hagamos el esfuerzo de ser un poco más previsibles, menos pendulares, de lo que lo somos ahora. Gobernar a espasmos, para sacarse las ganas o para darse la razón a sí mismos no ayuda en lo más mínimo. Las revanchas políticas -así ha quedado demostrado- son efímeras y los ganadores de hoy pueden ser los derrotados de mañana. No se puede coger las riendas de un país creyendo que uno las va a tener para siempre, y gobernar sin tener en cuenta cómo, cuándo y en qué dirección puede moverse el adversario.

En la Argentina, conviene recordarlo, el gobierno se gana simplemente con un voto más que el contrario. Las oposiciones son sistemáticamente ignoradas por el ganador, incluso cuando la diferencia de votos ha sido mínima. El ganador toma el control del país y, cuando lo hace, se cree con derecho a cambiarlo todo, a darle la vuelta como si fuese un calcetín, a obligar a los argentinos a amanecer al día siguiente en un país irreconocible, a no saber quiénes somos ni hacia dónde vamos. Es con esta anormalidad existencial con la que debemos acabar en el menor tiempo que nos sea posible; pero me temo que nuestras principales instituciones -empezando por la Constitución nacional y acabando por nuestro sistema electoral- no favorecen en absoluto la consecución de este objetivo.

Pensar en una Argentina menos «movediza» y menos incomprensible es una obligación que tenemos aquellos a los que no nos queda más remedio que padecer desde afuera las inconsecuencias nacionales y los continuos cambios de humor. Y esto no es comodidad intelectual, sino una necesidad acuciante que emerge de un mundo en el que no a todos se les permite soñar con ganar. Algunos deben -creo yo, debemos- conformarnos con no perder e ilusionarnos con ello. Después se verá.