
Las voces que se han escuchado durante este tiempo -fundamentalmente la de jóvenes intelectuales preocupados por el errático rumbo de nuestros asuntos públicos- nos alertan sobre la existencia de una crisis sistémica de profundas raíces y complejas causas, que excede con creces el limitado enfoque de la calidad de nuestras instituciones.
No es novedad para nadie que en los últimos años ha venido cobrando fuerza y ganando espacio en los medios de comunicación el activismo de un grupo bastante reducido de veteranos de la política de Salta que, un día sí y otro también denuncian la pobre calidad de nuestras instituciones pero que apenas se preocupan por elaborar o proponer soluciones alternativas para su rescate.
Pero esta preocupación -que es legítima y que a pesar de su inanidad es capaz todavía de movilizar ideas y despertar sensibilidades- tiende a juzgar la buena o mala marcha de las instituciones ya existentes, de las que son de todos conocidas. Es por esta razón que los partidarios de este enfoque dan por supuesto que con algunos retoques (que, por cierto, ninguno de aquellos se ha tomado la molestia de explicar) las viejas formas que nos hemos inventado para convivir, y que en algunos casos se remontal al siglo XIX, van a funcionar correctamente y van a servir finalmente para lo que tienen que servir.
Sin embargo, comienza a asomar en el horizonte un nuevo enfoque que no cuestiona tanto la calidad de las instituciones conocidas como su propia viabilidad; es decir, su capacidad y aptitud para seguir existiendo.
Según este nuevo enfoque, lo que estamos experimentando los salteños es una crisis profunda del sistema, de causas complejas y consecuencias imprevisibles, cuya superación no pasa por las reformas y los retoques de las instituciones existentes sino que requiere, cuanto menos, el alumbramiento de nuevas y novedosas formas de convivencia.
Desde luego, no se trata de un movimiento coordinado o cohesionado, sino de ideas todavía dispersas, pero que convergen en un punto muy importante: el abandono de la queja sobre la pobreza de la democracia y la traslación del foco de atención desde los principios republicanos o democráticos hacia las carencias de nuestro inexistente Estado de Derecho.
Sin ánimo de dar lecciones ni proponer soluciones mágicas, se me ha ocurrido pensar que en esta línea de transformación creativa de nuestras instituciones hay determinados conceptos clave que los nuevos líderes deberían tener en su hoja de ruta para avanzar hacia lo desconocido. Así por ejemplo la configuración de un nuevo concepto organizativo de las instituciones de gobierno y la creación de una nueva cultura política caracterizada por la mentalidad global y la rapidez estratégica.
Hace tiempo que vengo defendiendo la idea de que tenemos la necesidad de desarrollar una desconfianza cívica hacia lo habitual, hacia lo que el común de las gentes considera normal y natural; siempre con el fin de recordar que, en política, nada debe considerarse inmutable ni inamovible, excepto quizá la pervivencia de la política misma.
La necesidad de transformar a veces surge del aburrimiento que provocan las verdades establecidas; en otras ocasiones surge de la incomodidad o de la desesperanza. Pero cuando hablamos de la estructura institucional, de esa que se desprende de la Constitución que preside nuestro sistema, la transformación y la innovación permanentes forman parte de la lucha por la supervivencia. Es precisamente esta lucha la que nos lleva -o, mejor dicho, debería llevarnos- una y otra vez a cuestionar el esqueleto, lo rígido y todo lo aparentemente inmóvil, que a tanta gente apasiona pero que tantos problemas nos impide resolver.
La idea de la consecución de un Estado de Derecho es solamente una de las muchas que se inscriben en esta línea. Hay otras -en cualquier caso subordinadas- como la satisfacción de las nuevas demandas de participación de ciudadanos críticos con el sistema pero cada vez más politizados (redes sociales, plataformas online de peticiones ciudadanas). Es una realidad innegable la de que los espacios formales e informales de participación política de la ciudadanía se han expandido en la última década; pero tan cierto como esto es que los actores políticos y las instituciones públicas no han experimentado aún las transformaciones necesarias para dar cabida y aprovechar toda esa energía que fluye desde la base del sistema.
Nada de esto se podrá conseguir, sin embargo, si no somos capaces de atacar lo que considero el principal obstáculo para la cimentación de un sistema político eficiente y estable: la ausencia de un Estado de Derecho.
No se trata simplemente de restaurar el Estado de Derecho sino de fundarlo, puesto que uno de los principales problemas que nos impiden disfrutar de los beneficios del crecimiento económico y de la convivencia democrática es la existencia de ese conjunto de situaciones que derivan de la carencia de normas sociales o de su degradación. En otras palabras, que los principales enemigos de la vida democrática y de la prosperidad colectiva no son ahora mismo ni el autoritarismo liberticida ni el peligro de la involución democrática, sino más bien la anomia o la ausencia de ley.
Con el Estado de Derecho sucede más o menos como con la muerte. O se está muerto o no se está. Es decir, no puede haber un Estado de Derecho defectuoso o parcial que se pueda curar con parches o con una sanadora repavimentación. O el Estado de Derecho existe y funciona, o no lo hace en absoluto.
Lo que vivimos es una ficción de legalidad que sirve para enmascarar determinadas situaciones en las que la voluntad y los deseos de un puñado de sujetos poderosos e influyentes se impone definitivamente a la autoridad e influencia de la ley. Nuestras leyes, cuando existen, no son vistas como restricciones igualitarias al comportamiento individual e institucional para hacer posible la convivencia y el disfrute de las libertades, sino, en algunos casos, como meros adornos que no concitan ni promueven la obediencia sino que invitan permanentemente a su transgresión; y, en otros, como imposiciones de un grupo social sobre otro.
La fundación de un auténtico Estado de Derecho requiere la convicción generalizada en los ciudadanos de que el imperio de la ley es superior al gobierno de cualquier líder humano. Pero un objetivo como este es muy difícil de alcanzar en una sociedad en la que la mayoría de los individuos que la componen parecen estar convencidos exactamente de lo contrario.
Quizá lo más ilusionante de todo este proceso es que el nuevo discurso de la crisis sistémica está siendo sostenido por personas que no pertenecen a los grupos cerrados que apostaron (y todavía apuestan) al liderazgo humano y a la concentración del poder, ni a los que desde una perspectiva conservadora y estática han levantado la bandera de la calidad institucional para denunciar los excesos y abusos del primer grupo.
El tiempo dirá si quienes hoy defienden la instauración de un auténtico Estado de Derecho buscan de verdad asegurar la supremacía de las normas fundamentales para fomentar la igualdad y promover la justicia o si solo pretenden desplazar del poder absoluto a quienes hoy lo ejercen para pasar a ejercerlo ellos.