
Casi todos nosotros tenemos una idea bastante bien perfilada de lo que es la evidencia, pero siempre que no tengamos que explicar qué es y en qué consiste. El concepto normal y natural (es decir, no crítico) de evidencia, parte de la idea de que nuestro conocimiento es intuitivo y nuestras afirmaciones están fundamentadas únicamente en el conocimiento.
Pero, por lo general, la mayoría de las veces afirmamos u opinamos sin tener en cuenta para nada cuáles son los fundamentos cognitivos sobre los cuales sustentamos dicha certeza u opinión y su afirmación. No siempre estamos seguros, pues, de cuándo tenemos evidencia.
Sucede que no siempre afirmamos algo a partir de un mero conocimiento evidente, sino que consideramos y construimos evidencias basados en imperativos mentales un poco menos exigentes, como las ideologías, la moralidad, los deseos de la voluntad o los sentimientos. Incluso, en ocasiones, decimos que algo es evidente simplemente “porque sí” o “porque lo creo yo”.
De entre todas las distinciones filosóficas de la evidencia, pasaremos por alto aquella que los ecolásticos llamaron evidencia ontológica, para diferenciarla de la evidencia epistemológica. Haremos lo mismo con la distinción entre evidencia de verdad y evidencia de credibilidad, pero en relación a esta última categoría sí merece que nos detengamos en aquella evidencia de credibilidad que manifiesta la certeza de una afirmación: la posesión de la verdad por el sujeto que conoce.
La posesión de la verdad, como creencia subjetiva, admite grados y da lugar a:
1) La certeza, que es la posesión perfecta de la verdad, que se manifiesta en la afirmación.
2) La opinión, que es ya un grado imperfecto de posesión en el que se afirma, pero se admite la posibilidad de error; es decir, de que la contradictoria también pudiera ser verdadera.
3) La duda, que opera cuando la imperfección del conocimiento es tal que solo es posible enunciar la igualdad de posibilidad de las posibles afirmaciones como enunciados contradictorios, y por lo tanto no se produce afirmación alguna.
Para no complicarlo más diremos que el camino que tiene que seguir aquel razonamiento jurídico destinado a establecer la verdad y sentar las bases de una condena penal, debe comenzar en la duda, avanzar hacia la opinión y coronarse en la certeza. Hacerlo al revés, no solo es un guante lanzado a la cara de la lógica sino la mejor forma de vulnerar los derechos de las personas y cometer horrendos e irreparables errores.
En otros términos: evidencia y verdad son dos cosas bastante diferentes. El objetivo de hallar la verdad y de hacerla resplandecer es, por lejos, mucho más ambicioso que el de afirmar la existencia de una simple evidencia, que, por muy evidente que ella fuera, siempre será producto de una convicción cuyos fundamentos cognitivos permanecen en la nebulosa. Mientras nos movamos en el plano de las evidencias intuitivas, podemos desde luego tener a la verdad más cerca, pero proclamar que la hemos alcanzado no es solo una irresponsabilidad supina sino un acto presuntuoso, propio de personas engreídas que se creen superiores a sus semejantes.
Por definición, un cold case es un crimen, o una sospecha de crimen, que no ha sido aún completamente resuelto y que no ha sido o no es objeto de una investigación criminal reciente, pero que podría ser nuevamente investigado en base a nueva información, a nuevos testigos, al reexamen de archivos, a nuevos materiales de evidencia o a nuevas actividades sobre el objeto de la sospecha. Los nuevos métodos técnicos desarrollados después de ocurrido el hecho se pueden utilizar para el estudio de la evidencia ya recogida y analizar las causas, a menudo con resultados concluyentes.
Por tanto, no encaja en la definición de cold case (o 'causas frías', en el lenguaje forense local) aquella investigación que, a pesar de su falta de progreso, jamás se ha abandonado, a pesar de que alguien pretenda hacer creer que su reactivación se ha producido por una decisión voluntarista o, incluso, por la inverosímil aplicación de una política de Estado.
En este tipo de asuntos, más que en ningún otro, la mejor garantía para no cometer errores es desechar las certezas, los hunches y las meras convicciones morales. Cualquier investigación penal, con independencia de la complejidad del caso, requiere una aproximación humilde al objeto del conocimiento, que es condición sine qua non para el hallazgo de la verdad. Es decir, que una tarea como esta exige el abandono de la soberbia y la renuncia al yo todo lo puedo, pues la complejidad criminal es muchas veces superior a la ilustración de las personas individuales, definitivamente más ancha que su voluntad, y supone, por definición, un reto mayor a la eficacia de las instituciones.
Hay que decir también que el rasgo filosófico esencial de la verdad es su unidad, o mejor, dicho su carácter único. La verdad no admite atajos ni fraccionamientos: es una sola.
Quiere esto decir, entre otras cosas, que cuando un gobierno miente a mansalva y deliberadamente a sus ciudadanos, ninguna credibilidad tiene cuando dice buscar la verdad para castigar a un culpable aún no identificado. Cuando un gobierno miente, lo peor sin dudas que se puede hacer es mentar a la búsqueda de la verdad como norte y guía de sus acciones. Si miente una vez, el sujeto es falso y deja de ser confiable, cualquiera sea el objeto. Desde el punto de vista de la filosofía de la evidencia, sus certezas se convierten en dudas, y estas, por definición, no pueden fundamentar jamás el avance de un proceso penal y mucho menos su epílogo en una condena.
Y para finalizar, no debemos olvidar en ningún momento que de buenas intenciones, como la de hallar la verdad a cualquier precio, está empedrado el camino del infierno.