
Durante siglos, sin embargo, la política ha conseguido prevalecer sin hacer un gran esfuerzo sobre las particularidades y sobreponerse a determinados acontecimientos internos del ser humano que, al fin y al cabo, son externos a la propia política.
La principal característica de esta política despojada de enfoques y tendencias subjetivas minúsculas fue siempre su generalidad; o, lo que es lo mismo, la preocupación única y estable por el destino del conjunto.
Pensar y actuar en la política era, hasta hace no mucho, un reflejo ciudadano de ese impulso innato que empuja a la mayoría a la conquista de la igualdad. De una igualdad de mínimos, basada en el disfrute equilibrado de una serie limitada de derechos y facultades que haga posible la vida en común, pero que al mismo tiempo no ponga obstáculos a una existencia llena de desacuerdos y de discrepancias que nos permita progresar como sociedad.
En las últimas semanas he tenido ocasión de reencontrarme con viejos amigos y amigas de juventud, con quienes compartí, en un periodo bastante intenso de mi vida, la ilusión por un futuro en el que los verdaderos protagonistas de nuestra vida en común fueran la libertad, la igualdad y la justicia; un porvenir en el que estos valores beneficiaran a todos, aun a los que no pensaban como nosotros.
De alguna manera llegamos a ver del mismo modo la razón de ser y la utilidad de la política.
Al cabo de tantos años, me he reencontrado con dos amigas que son (o se llaman a ellas mismas) «animalistas», pero que -salvo el nombre- poco tienen de común entre sí. Una de ellas tiene todas sus energías puestas en combatir a los galgueros, y a la otra le preocupan exclusivamente las atrocidades que se suelen cometer contra los gallos.
Un tercer amigo ha abrazado la causa del feminismo radical y hasta su saludo está atravesado por lo que se podría llamar la perspectiva de género. Pero no es él un feminista global (en el sentido de que abarca todas las cuestiones que atañen a los derechos de la mujer) sino uno especializado en la tal perspectiva. Si tuviera que juzgar al feminismo radical por la inclinaciones y declinaciones de mi viejo amigo, diría que todo el asunto se reduce a una cuestión del uso del lenguaje, y poco más. Por suerte, sé que no es así.
Y el cuarto, por fin, se ha convertido al indigenismo. Pero no le hables de los indígenas de Canadá o de los aborígenes de Australia, que realmente lo traen al fresco. En su mente atesora un prolijo mapa de las etnias más próximas, las de la patria grande. Conoce al dedillo dónde viven, qué cazan y cómo se reproducen los indígenas del territorio. No me consta que mi amigo haya hecho algo concreto para mejorar la vida de las personas a las que defiende, pero sí me tranquiliza saber que de algún modo los defiende y que, si él no lo hiciera, probablemente los indígenas no serían ahora tan visibles, como acostumbra él a decir.
El caso es que ninguno de aquellos cuatro sueña ya con la libertad, la igualdad y la justicia para todos por igual, sino que, suponiendo que conservaran alguna ilusión, se reservan esta para los objetos de sus desvelos particulares. Han perdido, pues, la vocación por la totalidad, que es lo que define a la política, y lo que -al parecer, estúpidamente- yo conservo.
Digo estúpidamente, porque los cuatro, a coro, me hicieron saber que con mi férrea adhesión a los valores superiores de la política yo he sacado mi pasaporte a la vejez; y que ellos, en cambio, al abrazar estas causas tan coloridas que hoy animan sus vidas de un modo tan intenso, se mantienen frescos y joviales.
Se puede decir, sin dudas, que la sociedad en la que vivimos, en cuyo seno cunden microespecialistas en un montón de objetivos sociales (algunos grandes e importantes y otros realmente minúsculos), es un poco mejor que la sociedad que antaño conocimos y en donde no existían estas preocupaciones.
Pero también se puede decir que hemos empeorado en algún sentido, desde que ya casi nadie -excepto los candidatos a viejos, como yo- se ocupa de darle a estas particularidades sociales, a estos deseos personales convertidos en fuerza colectiva, un lugar justo que, a la vez que asegure su visibilidad, no impida que la conquista de sus objetivos particulares pueda poner en riesgo nuestra convivencia.
En otras palabras: una sociedad que no se preocupa por las atrocidades que se cometen contra los gallos no es propiamente una sociedad decente. Pero una sociedad en la que los gallos han pasado a convertise en el único objetivo social digno de ser alcanzado tiene sus días contados. Sucedería lo mismo si nos entregásemos, por ejemplo, a la incurable ramplonería de quienes dicen profesar la ideología federalista, o la de quienes creen que a todas las respuestas a nuestros desafíos del futuro las podemos encontrar en la vida y pasión de los próceres.
Para el ser humano, el beneficio del pensamiento variado solo se puede comparar al que proporciona una dieta variada. Y que me perdonen los veganos y los patriotas.
Todos los que abanderan una buena causa deben tener un lugar y una voz en la sociedad, pero si este es el objetivo que nos moviliza, no hay que perder de vista que mientras más pequeña y puntual sea nuestra especialización ideológica más pequeña se hace la política, que no es precisamente la suma de todas las inquietudes particulares, sino una gran preocupación por el conjunto de los seres humanos y su vida en sociedad. La secuencia lógica de la política indica que primero debemos buscar aquello que nos une (por mínimo que sea), para luego explorar todo aquello que nos separa. Hacerlo al revés no solo es ilógico sino que, en cierto modo, es suicida.
La microespecialización ideológica ha venido vaciando progresivamente de contenido a la política; o quizá mejor dicho, le ha venido dando otros contenidos, que no son ya ni tan valiosos ni tan durables (en el sentido que esta expresión tiene en el idioma francés). El discurso de nuestros políticos se ha convertido, por mor de esta peligrosa particularización de los intereses colectivos, en inútil y demagógico. Sus decisiones también, pues en nombre de la pequeñez, casi todos los políticos de hoy evitan pronunciarse sobre las decisiones más duras y la mayoría de ellos se niega a adoptarlas, por miedo a la impopularidad.
Nos enfrentamos, pues, a un peligro de incalculables consecuencias. La desaparición de la política como actividad integradora de la diversidad y moderadora de sus aristas más dañinas, así como el abandono fatalista de la generalidad, nos abocan a un escenario de caos, de insolidaridad, de monotonía y de injusticia. Si en vez de construir una sociedad de iguales nos esforzamos por erigir una confederación de individuos, yuxtaponiendo sus intereses más nimios, nos privaremos nosotros mismos -como dijo Abraham Lincoln- de la oportunidad de resolver nuestros problemas comunes como un solo pueblo.
Quisiera concluir esta reflexión expresando mi deseo de que la explosión de pequeñas o grandes causas particulares no nos prive de la grandeza y de la unidad de la política. Estoy bastante convencido de que el dinamismo social debe contribuir a revitalizar nuestra vida intelectual y moral, y no a anestesiarla; y que no suceda una cosa así depende precisamente de la dimensión que le atribuyamos a la política.
Si desconfiamos de ella y creemos más en quienes nos proponen desfogarnos en millones de causas particulares interesantes o menos interesantes nos privaremos a nosotros mismos de la herramienta más perfecta que tenemos para hacer frente a la creciente magnitud de los desafíos.