
Con pocas horas de diferencia, los salteños hemos vivido una comedia de enredos -de las tantas que en esta época tan particular del año acostumbran a subir a escena- que esta vez ha servido para poner sobre la mesa la inutilidad o la inconveniencia de mezclar los juicios morales o éticos con los juicios propiamente jurídicos.
Juzgar la ‘conducta’ de una persona es de por sí bastante complicado. Básicamente porque para hacerlo nos tenemos que referir necesariamente a un comportamiento social que solo se entiende que es negativo, desviado o excesivo, según los diferentes tipos de ética o religión con que se proceda a su enjuiciamiento en un momento determinado, y, además, por diferentes causas subjetivas y objetivas.
En el capítulo dedicado a la reforma del Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados de Salta y en relación al juicio sobre la ‘conducta’ de las personas, en mi libro Elementos para una reforma política en la Provincia de Salta escribí lo siguiente: «Pero aun siendo este juicio inconveniente o de difícil ejecución (si tenemos en cuenta la evolución de la ética), mucho más peligroso es que el juicio de la conducta, que debería ser en todo caso puntual y referido a actitudes concretas frente a las normas sociales establecidas, se convierta en un juicio a la personalidad o al carácter».
Es decir, que si ya es inadmisible desde el punto de vista político o jurídico juzgar la conducta de una persona (algo que por definición entraña un juicio de naturaleza moral), mucho más inconveniente es acometer un juicio psicológico global sobre la personalidad de cada quien.
Aunque luego ha vuelto sobre sus pasos, el colegio Santa María juzgó desde el punto de vista moral la conducta de cuatro de sus pupilos, a los que en primera instancia resolvió denegar el acceso al curso siguiente, por la comisión de una sola falta de disciplina. Es decir, que para el colegio religioso bastó un solo hecho, aislado, para efectuar el juicio moral de la conducta.
Todo lo contrario ha hecho el Jurado de Enjuiciamientos de Magistrados de Salta, para cuyos insignes juristas la «mala conducta» de un juez no se puede apreciar sino en una serie más o menos prolongada de acontecimientos. Quiere decir, por ejemplo, que si un juez dicta, a sabiendas de su intrínseca injusticia, una resolución judicial (una sola) que ordena la prisión de por vida de una persona, al tratarse de un «hecho aislado», su conducta no es ni moral ni jurídicamente reprochable.
Creo que hasta ahí podríamos llegar.
Esta forma de interpretar la Constitución solo contribuye a desobjetivar las normas que por definición son objetivas, abstractas e impersonales, con la intención -bastante visible, por otra parte- de que sea el «intérprete» el que defina en cada caso, y según la cara del cliente, cuando hay o no transgresión a las normas constitucionalmente establecidas.
En aquel libro al que me refiero procuré dejar en claro mi opinión acerca de que las transgresiones éticas a las normas sociales deberían quedar fuera de la regulación de las causas de destitución de los jueces y quedar estas limitadas al enjuiciamiento político de los gobernantes.
Me parece oportuno reiterar ahora que para valorar esta cuestión se deben tener en cuenta otros elementos, como por ejemplo la influencia que ha ejercido en la redacción de nuestras constituciones la sección I del artículo III de la Constitución de los Estados Unidos de América que dice: «The judicial Power of the United States, shall be vested in one supreme Court, and in such inferior Courts as the Congress may from time to time ordain and establish. The Judges, both of the supreme and inferior Courts, shall hold their Offices during good Behaviour, and shall, at stated Times, receive for their Services, a Compensation, which shall not be diminished during their Continuance in Office».
Si comparamos esta redacción con la del segundo párrafo del artículo 156 de la Constitución de Salta, comprobamos sin esfuerzo que a los jueces salteños se les exige un «plus de bondad», que no aparece de ningún modo justificado: «Los demás jueces son designados de la misma manera previa selección de postulantes por el Consejo de la Magistratura y son inamovibles en sus cargos mientras dure su buena conducta y desempeño».
Quiere decir que mientras un juez norteamericano conserva su empleo y su jurisdicción mientras dure su «buen comportamiento», un juez salteño no solamente debe «portarse bien» sino que, además, debe «desempeñarse perfectamente».
Pienso que el intérprete comete un error interesado, ya que es evidente que la Constitución incurre en una innecesaria duplicación de la responsabilidad, puesto que lo que debería justificar la duración de un juez en el largo plazo no es la «buena conducta», sino, como dicen los norteamericanos, el «buen comportamiento», algo que por definición abarca o debería abarcar lo que nosotros denominamos «buen desempeño».
En aquel libro, que vuelvo a citar, digo lo siguiente: «Es lamentable pensar que nuestras normas hablan de ‘buena conducta’ y no de ‘buen comportamiento’ en relación con el desempeño de los jueces en su oficio, por el solo hecho de que la última de estas dos expresiones es la usual en las prisiones para valorar la concesión de ciertos beneficios penitenciarios».
Es decir, hay mucho de complejo en empleo de la terminología. Y estos complejos son los que llevan a confundir interesadamente conducta con comportamiento y a efectuar juicios globales sobre la personalidad de alguien, en vez de juzgar la pertinencia y legalidad de sus actos públicos.
En la peculiar arquitectura de la Constitución norteamericana, la expresión «good behaviour» no debe ser entendida como el exacto opuesto a «misconduct». La primera comprende una serie de deberes, entre los que sobresale el de la observancia de la ley, y en la segunda, además de las acciones carentes de moral (concepto en el que no pueden incluirse automáticamente a todas las faltas éticas), lo que sobresale son aquellos comportamientos que son contrarios al deber de imparcialidad que debe presidir la actividad judicial.
Conviene que tengamos presente qué tipo de comportamientos la doctrina norteamericana incluye en el concepto de «judicial misconduct» para apreciar mejor las diferencias entre esta idea y las de mala conducta y mal desempeño a que se refiere nuestra Constitución.
Así podemos ver que en los Estados Unidos las acciones típicas que configuran «judicial misconduct» incluyen: el comportamiento perjudicial para la administración efectiva y expedita de los asuntos sometidos a conocimiento de los tribunales, el uso del cargo de juez para obtener alguna ventaja o tratamiento especial para amigos o parientes, la aceptación de sobornos, obsequios u otros favores personales relacionados con el cargo judicial; mantener discusiones inapropiadas con las partes en litigio o aconsejar a solo una de ellas o sus letrados; tratar a los litigantes o abogados de una manera manifiestamente hostil, violar otras normas obligatorias específicas de conducta judicial, tales como las reglas de procedimiento o las que disciplinan la prueba; también la actuación fuera de la jurisdicción del tribunal, o, si la conducta ocurre fuera del ámbito de cumplimiento de tareas oficiales, en la medida en que tal conducta pueda tener un efecto perjudicial sobre la administración de justicia, incluyendo una sustancial y extendida rebaja de la confianza pública en los tribunales entre personas razonables.
De todo lo anterior se puede extraer la conclusión de que el juicio constitucional sobre el comportamiento de un juez debe efectuarse sobre su desempeño y no sobre su conducta, ya que esta de por sí es imposible de juzgar con criterios puramente jurídicos; es decir, sin mezclar elementos morales contingentes y variables. Y que el mal desempeño -que integra y no solo complementa la idea de «good behaviour»- puede quedar de manifiesto con una sola acción aislada; es decir, no precisa de una serie de acciones concatenadas.
Así como las sanciones disciplinarias que imponen los colegios privados deben estar sometidas a los principios de legalidad y tipicidad y ser impuestas con absoluto respeto por las garantías de defensa contradictoria (aunque el colegio Santa María hable de una más que absurda conciliación obligatoria), la destitución de los jueces no puede quedar de ningún modo al arbitrio de los intérpretes constitucionales, cuya discrecionalidad viene favorecida por la ambigüedad y falta de precisión de una redacción que exagera hasta deformarlo el principio que consagra la norma inspiradora.
En mi opinión, es necesario que la Constitución cree un área de reserva de ley para la definición objetiva de las causales de destitución, y que la ley que se ocupe del asunto recoja tales causas en un código de buen comportamiento judicial, cerrado y no extensible por analogía, formalmente desligado de las causas -necesariamente diferentes- que deben regir para el juicio político, y que haya sido previamente consensuado con los interesados.