
En los últimos días hemos asistido a una intensa polémica que tiene como eje la responsabilidad de la iglesia católica en las investigaciones que llevan a cabo los tribunales de justicia del Estado de casos de abusos sexuales cometidos por clérigos.
Una Juez de Garantías de Salta ha denegado la petición fiscal -a instancias del abogado defensor de una víctima presunta- de que se practique en la sede del Arzobispado de Salta una diligencia de entrada y registro, para que la justicia ordinaria pueda hacerse con el expediente eclesiástico que se ha tramitado y que ha concluido con la condena de deposición impuesta a un sacerdote.
Como se sabe, la magistrada ha denegado la medida solicitada, argumentando que el Acuerdo entre la Santa Sede y la República Argentina, suscrito en Buenos Aires el 10 de octubre de 1966, consagra una suerte de inmunidad de las sedes de la Iglesia a los allanamientos y, en cualquier caso, la inviolabilidad de sus documentos.
La negativa judicial, unida a la negativa del Arzobispo a hacer público aquel expediente y sus conclusiones, ha provocado un pequeño terremoto social. Las críticas a la Iglesia y a la actuación de la Juez de Garantías no se han hecho esperar. El abogado del presunto damnificado ha señalado públicamente a la Iglesia «como una institución autora y encubridora de delitos», afirmación que ha sido seguida por algunos juicios incluso menos amables para la jerarquía católica local.
No soy especialista ni en materia penal ni en materia de derecho canónico, pero el tema -interesante, de por sí- ha capturado mi atención, hasta tal punto que me ha obligado a estudiar y reflexionar sobre las razones tanto de unos como de otros.
Antes de compartir con nuestros lectores los resultados de este esfuerzo, me gustaría adelantar -para aventar cualquier tipo de confusión- una primera y muy general conclusión: la de que los conflictos entre la jurisdicción ordinaria y la jurisdicción eclesiástica no siempre pueden ser resueltos en base a principios generales cuya aplicación resulta no pocas veces incierta; y que, de no ser por el mutuo acuerdo entre las partes -por ejemplo, a través de un Concordato- estos conflictos son prácticamente inevitables, aun obrando cada de una de las partes rectamente y de buena fe.
Para decirlo en otros términos, pienso que las razones que esgrimen tanto el abogado de la presunta víctima como las autoridades de la Iglesia salteña para sostener sus posturas son a primera vista razonables y que forzosamente debe de haber alguna forma civilizada de conciliarlas, que no sea la que se desprende de los criterios ciertamente arbitrarios de la Juez de Garantías, que ha negado la razón a uno para dársela al otro.
Los presupuestos de legitimidad de los allanamientos
Comenzaré diciendo que, en mi opinión, el Acuerdo entre la Santa Sede y la República Argentina de 10 de octubre de 1966 ayuda bastante poco a resolver la cuestión planteada. Por tanto, sostengo que la opinión de la Juez de Garantías, casi exclusivamente fundada en este instrumento, es equivocada.Debemos partir de la base que a los efectos de una diligencia procesal de entrada y registro (de allanamiento, según la terminología procesal argentina), nuestro ordenamiento jurídico no establece ninguna clase de privilegio para la Iglesia. Es decir, la Iglesia, sus templos, sus oficinas, sus conventos, sus residencias son perfectamente allanables. Así lo ha reconocido la propia jerarquía católica con ocasión del allanamiento llevado a cabo en agosto de 2016 a un convento de monjas de clausura en la localidad entrerriana de Nogoyá, en donde se había denunciado un delito de torturas. En aquella oportunidad, el Episcopado argentino emitió un comunicado en el que decía lo siguiente: “en primer lugar, queremos dejar en claro que la Iglesia Católica no busca ningún privilegio frente a la legítima acción del Estado en la investigación y sanción de los delitos que puedan cometerse en cualquier ámbito. Si efectivamente se hubieran cometido delitos, la Iglesia es la primera interesada en que se haga justicia”.
Confirma este criterio la redacción que el legislador salteño ha dado al artículo 302 del vigente Código Procesal Penal, que dice que «El horario a que se refiere el artículo anterior no regirá para los edificios públicos y las oficinas administrativas, establecimientos de reunión o de recreo, el local de las asociaciones y cualquier otro lugar cerrado que no esté destinado a habitación o residencia particular. En estos casos deberá darse aviso a las personas a cuyo cargo estuvieren los locales, salvo que la demora que ello implique sea perjudicial a la investigación, de lo que se dejará constancia. Para la entrada y registro en la Legislatura Provincial, el Juez de Garantías requerirá la autorización del Presidente de la Cámara respectiva». Parece claro que si el legislador hubiera querido excluir a la Iglesia y a sus instalaciones físicas del ámbito de los allanamientos, lo hubiera mencionado sin dudar en este precepto legal.
La cuestión se complica un poco más si atendemos a la redacción del artículo 300 del mismo CPPS, que solo justifica los allanamientos en los casos en que «hubiere motivos suficientes para presumir que en un determinado lugar se encuentran personas o existen cosas relacionadas con el delito». Para precisar qué tipo de «cosas» son las que se pueden buscar en un allanamiento, quizá resulte útil echar un vistazo al artículo 546 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal española, que es mucho más descriptivo que el precepto de la ley salteña, y que dice que «El Juez o Tribunal que conociere de la causa podrá decretar la entrada y registro, de día o de noche, en todos los edificios y lugares públicos, sea cualquiera el territorio en que radiquen, cuando hubiere indicios de encontrarse allí el procesado o efectos o instrumentos del delito, o libros, papeles u otros objetos que puedan servir para su descubrimiento y comprobación».
Es decir, que las «cosas» a que se refiere el artículo 300 CPPS no pueden ser «cualquier cosa» sino solamente aquellos objetos o instrumentos de los que pueden obtenerse pruebas materiales del delito. Teniendo en cuenta, además, que el allanamiento supone siempre el sacrificio de un derecho fundamental, su aplicación debe ser restrictiva y ceder frente a la posibilidad de otras diligencias procesales menos gravosas e igualmente eficaces.
La confesión no es prueba material de un delito
Evidentemente, interesa al abogado de la presunta víctima que la jurisdicción ordinaria se haga con el expediente instruido por la jurisdicción canónica, en la medida en que en este último consta una confesión firmada por el presunto victimario. Pero, si se me permite una matización, he de decir que esta confesión, así como todo el expediente eclesiástico no tienen ni deben tener la consideración de prueba material del delito investigado y por tanto caen fuera de la previsión del artículo 300 del CPPS. La jueza Puertas debió denegar el allanamiento solicitado en base a este simple regla procesal y no rebuscar en la interpretación de un instrumento internacional al que no solo le ha asignado un rango jurídico equivocado sino del que ha extraído una frase de su escrito de presentación para asignarle un valor normativo del que claramente carece.Veamos con un poco más de detenimiento esta cuestión.
A instancias de la víctima y de su representante procesal, el presunto victimario se encuentra ya privado de su libertad de forma provisional y a disposición del Juez de Garantías (del fiscal y del acusador particular). Por tanto, cualquiera de ellos puede obtener del imputado una confesión, en cualquier momento.
Lo que pretende el acusador particular es que valga como prueba material del delito la confesión extendida en una declaración eclesiástica; es decir, quiere aprovecharse del trabajo que ha hecho otro juez instructor, con un mínimo de diligencia por su parte. Y esto es particularmente reprochable, cuando al mismo tiempo quien quiere hacer valer ante la jurisdicción ordinaria una prueba producida ante la jurisdicción eclesiástica, acusa a la Iglesia de estar cometiendo delitos y de ser poco fiable o transparente en la investigación de los mismos. O una cosa o la otra; es decir, si la Iglesia es tan perversa como dicen, malos serán también sus expedientes. Si, por el contrario, sus expedientes han sido bien instruidos, no se puede decir tan alegremente que la Iglesia viola la ley y comete delitos.
Es comprensible el interés del abogado de la presunta víctima, desde que el presunto agresor se ha negado a confesar el delito ante la jurisdicción ordinaria. Pero este interés debe tener límites muy precisos. Uno de ellos, viene impuesto por la naturaleza del delito investigado, que no suele dejar pruebas o vestigios materiales. De allí que ni el juez ni el fiscal estén autorizados a buscar en otros lugares «pruebas morales» con virtualidad incriminatoria.
Es decir, si en algún lugar hubiera cartas, escritos, fotografías, instrumentos, prendas, etc., relacionadas con la comisión del delito que se investiga, el allanamiento sería teórica y legalmente posible. Pero no lo sería si lo que se busca es una confesión pronunciada en otro lado.
Imaginemos ahora la situación siguiente: un juzgado federal recibe la confesión de un reo que posteriormente es encausado por el mismo delito por un tribunal provincial, que se declara competente, pero ante el cual el inculpado afirma su inocencia.
En tal caso, es sumamente dudoso (por no decir absurdo y desproporcionado) que el órgano judicial provincial pueda hacerse con el acta de confesión ordenando un allanamiento al edificio de los juzgados federales. Bastaría que se pusieran en marcha entre los dos órdenes judiciales los mecanismos de la cooperación interjurisdiccional. Un allanamiento sería visto en cualquier caso como un acto hostil y poco respetuoso de la autoridad allanada.
El órgano requerido -el federal- debería poner a disposición del requirente -el provincial- todas las actuaciones, sin oponer obstáculos ni formular reservas de ninguna naturaleza, pero la eventual mora no supondría, en principio, la comisión de un delito de encubrimiento.
Cooperación judicial y ejercicio libre de la jurisdicción
Resumiendo un poco se podría decir que en el caso de las actuaciones eclesiásticas bastaría con que la jurisdicción ordinaria solicitara a la eclesiástica las actuaciones mediante oficio o exhorto para que no pudiesen ser negadas. Las cuestiones jurídicas que se debe despejar aquí son de dos órdenes diferentes: uno, constitucional, ya que se debe dilucidar si el requerimiento de la jurisdicción ordinaria no supone un incumplimiento de la obligación del Estado argentino de garantizar el libre y público ejercicio de la jurisdicción eclesiástica (Art. 1 del Acuerdo entre la Santa Sede y la República Argentina); otro, procesal, ya que debe valorarse si el secreto que bajo juramento se exige a los testigos y peritos, así como a las partes y a sus abogados o procuradores en virtud del § 3 del Canon 1455 es razón suficiente para que la autoridad judicial eclesiástica se niegue a proporcionar copia de las actuaciones al juez ordinario. Y en este último caso, valorar también si las actuaciones eclesiásticas están o no protegidas por el secreto pontificio, regulado por la Instrucción Secreta Continere.En mi opinión, la Iglesia no puede negarse en ningún caso a compartir la información que posea sobre un delito castigado por el Código Penal, cualquiera sea el estado de tramitación del proceso eclesiástico y cualesquiera sean los sujetos vinculados por la obligación de guardar el secreto.
El secreto impuesto por la Iglesia en ciertos casos se parece bastante a la institución del secreto sumarial en el derecho penal. Pero se debe tener en cuenta en este punto que el secreto del sumario, aplicado a la investigación judicial de un delito cometido por un ciudadano cualquiera, nunca tiene por finalidad evitar «el peligro a la fama de otros» ni «el escándalo», como sí sucede con el silencio procesal canónico. Estas finalidades no tienen sin embargo por qué vincular a los poderes públicos y deben ser dejadas de lado cuando es la autoridad soberana la que se ocupa de investigar la comisión de un delito.
También ha de valorarse en relación a esta cuestión que la inobservancia del secreto impuesto por la Iglesia acarrea la pena de excomunión, de modo que en los casos en que la víctima decide llevar la cuestión a las autoridades civiles, no solo sufre por el hecho criminal en sí sino que además se enfrenta al castigo más severo que la Iglesia puede hoy imponer. El secreto eclesiástico -sobre todo cuando el incriminado es un sacerdote- es tan fuerte -y por ello mismo tan irrazonable- que si bien muchas veces consigue evitar «el escándalo», muchas veces más logra que el delito quede enterrado, posiblemente para siempre, o que salga a la luz después de un tiempo en que su persecución ya es inútil.
Por todas estas razones es que entiendo, salvo mejor parecer, que la interpretación más adecuada del artículo 1 del Acuerdo entre la Santa Sede y la República Argentina es que el único secreto que puede ser válidamente opuesto (y con ciertos límites) a la jurisdicción ordinaria es aquel relacionado con el ejercicio por la Iglesia de la llamada jurisdicción del fuero interno o jurisdicción del fuero del cielo (jurisdictio poli), mas no el secreto que por razones instrumentales se aplica en la llamada jurisdicción del fuero externo (jurisdictio fori).
El levantamiento del secreto en el ámbito de la jurisdictio fori no impide de ningún modo el libre ejercicio de la jurisdicción a que tiene derecho la Iglesia en virtud del Acuerdo de 1966; pero también hay que tener en cuenta que el artículo 146.c) del Código Civil y Comercial de la Argentina dice que la iglesia católica es una persona jurídica pública, y para esta clase de sujetos de derecho no hay ni puede haber en nuesgtro país secretos en materia penal, más que los regulados en los códigos procesales y por las razones que estos cuerpos legales han tenido en cuenta. Esto es especialmente importante cuando los hechos que se pretenden mantener en secreto no solamente son relevantes para el juzgamiento de un delito eclesiástico sino que lo son también para los delitos civiles que cometen los clérigos.
Parece claro que aunque la Iglesia tenga la consideración legal de persona de derecho público, sus ministros -a pesar de disfrutar de un sueldo que paga el Estado- no tienen la consideración de funcionarios públicos y por lo tanto no les alcanza la obligación de denunciar establecida por el artículo 267 del CPPS. Menos aún, en casos de delitos que solo se pueden perseguir públicamente previa denuncia del particular ofendido o de sus representantes legales.
Pero cuando a la Iglesia -persona de derecho público- le consta la existencia de un delito semipúblico (cuya acción penal dependa de instancia privada) o conoce indicios de su comisión, su obligación es la de poner estos hechos en conocimiento de la autoridad, para que sea esta la que invite al o a los presuntos damnificados a formular la correspondiente denuncia. Cuando los delitos, además, han sido cometidos por clérigos, su obligación es juzgarlos de acuerdo con el derecho canónico, pero también facilitar de inmediato su enjuiciamiento civil cuando las conductas encuadren en alguno de los tipos definidos por el Código Penal. Negarse a facilitar la información necesaria para la investigación civil del delito y el castigo de los culpables es más una forma de oponer obstáculos a la justicia que de proteger el libre y público ejercicio de la jurisdicción eclesiástica.
Pienso que, a la hora de reflexionar sobre los límites de la obligación de la Iglesia de cooperar con la autoridades civiles en el castigo de los delitos, especialmente cuando son clérigos los que aparecen como sus autores, es importante tener en cuenta que a partir del Concilio Vaticano II la Iglesia ha venido renunciando -incluso sin Concordato- al privilegium fori allí donde estaba reconocido, de modo que la afirmacion de la competencia del Estado para juzgar todas estas acciones que tienen lugar en su territorio ha adquirido sin dudas dimensiones universales. En este sentido se debe destacar la Constitución Pastoral Gaudium et Spes, de fecha 7 de diciembre de 1965, que en su apartado 76 dice lo siguiente: «Ciertamente, las realidades temporales y las realidades sobrenaturales están estrechamente unidas entre sí, y la misma Iglesia se sirve de medios temporales en cuanto su propia misión lo exige. No pone, sin embargo, su esperanza en privilegios dados por el poder civil; más aún, renunciará al ejercicio de ciertos derechos legítimamente adquiridos tan pronto como conste que su uso puede empañar la pureza de su testimonio o las nuevas condiciones de vida exijan otra disposición».
A modo de conclusión
1) La Iglesia, sus templos, sus sedes, sus oficinas, sus conventos y sus residencias no disfrutan de ningún privilegio que les impida ser registrados por la autoridad, en los términos y con la finalidad que prevé la ley.2) Solo se puede registrar un recinto cerrado cuando se presuma que en su interior puede haber pruebas materiales de la comisión de un delito. Es dudoso que se pueda allanar una oficina judicial (sea eclesiástica o civil) para hacerse con una confesión, toda vez que esta no disfruta de la consideración legal de prueba material de un delito.
3) Si, por las razones que sea, a la jurisdicción ordinaria le interesa conocer las actuaciones eclesiásticas sobre un determinado asunto, la solución no es ordenar un allanamiento, sino recurrir a la cooperación judicial y requerir amistosamente copia o testimonio de las actuaciones que interesen.
4) El secreto, sea el previsto en el Código Canónico o en la Instrucción Secreta Continere, no puede ser opuesto a la autoridad civil, cuando se trate de delitos civiles cometidos por clérigos. La prevención a que se refiere el § 2 de canon 1553 no autoriza a la autoridad que previene a disponer libremente de los elementos de convicción que lleguen a su conocimiento.
5) Las actuaciones eclesiásticas deben poder ser puestas a disposición de la jurisdicción civil ordinaria en cualquier momento de su tramitación; es decir, sin esperar a que concluyan.
6) Las autoridades de la Iglesia deben facilitar en todo momento y por todos los medios a su alcance el enjuiciamiento de los delitos cometidos por los clérigos, así como cualquier otro de que tenga conocimiento, recurriendo a la denuncia en los casos en que le está permitido formularla, o a la simple comunicación a los fiscales, en los demás casos.
7) No se puede condenar moralmente a la Iglesia por ser celosa de su jurisdicción (que es libre pero no soberana), ni a la presunta víctima de un delito por buscar lealmente hacerse con las pruebas que necesita para probar lo que afirma. Su derecho a la tutela judicial efectiva también tiene límites que son intraspasables.