
En una conferencia que pronunció ayer en Salta, el anterior presidente de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, Ricardo Lorenzetti, ha dicho que «hoy hay una crisis del Estado de bienestar [sic] porque los gobiernos tienen dificultades para otorgar beneficios a la gente y lo que reparte, más bien, son costos».
El juicio del magistrado es sorprendente, por dos motivos.
El primero es, sin dudas histórico, pues el Estado del Bienestar está en crisis desde mediados de la década de los años 70 del siglo pasado. Que el señor Lorenzetti se haya enterado de la crisis más cuatro décadas después y la haya caricaturizado de una forma tan pobre -impropia para un magistrado de su rango- más que un problema suyo personal, es un problema de todos los argentinos.
El segundo es de orden más bien político. Si por esas casualidades Lorenzetti ha querido referirse al Estado del Bienestar argentino, cometió otro error imperdonable, puesto que en nuestro país, como bien es sabido, jamás hubo un Estado del Bienestar, sino más bien un conjunto mal ensamblado de instituciones dedicadas -con dispar eficacia, por cierto- al asistencialismo social, la dádiva y el clientelismo organizado.
Quizá lo que haya pretendido expresar el juez es que ese modelo de asistencialismo de matriz peronista haya tocado fondo en la Argentina, lo que pudiendo ser cierto y comprobable, tampoco es de recibo, pues la crisis del paternalismo social del peronismo no es otra cosa muy diferente a la crisis del peronismo en sí mismo.
Hay que recordar sin embargo que lo que muchos argentinos consideran «su» modelo social no solamente tiene sus raíces históricas en el primer peronismo, sino que muchas instituciones emblemáticas de tal modelo -como por ejemplo el sistema de obras sociales- son productos del corporativismo nacionalista de la dictadura militar del general Onganía.
Es decir, que no todo fue la Fundación Eva Perón (para citar solo a la institución que llevó a cabo la más intensa y más eficaz distribución social de bienes en toda la historia argentina), sino que también hemos visto y seguimos viendo funcionar otros inventos -algunos muy alocados- que no se parecen en nada a las instituciones de un auténtico Estado del Bienestar.
No es mi idea refutar a Lorenzetti, puesto que sería injusto hacerlo por escrito y con tiempo suficiente para reflexionar y buscar fuentes de información. Por eso me propongo simplemente recordar aquí que el Estado del Bienestar no nació con el peronismo; o para mejor decir, que el peronismo no hizo nada para que naciera. Ni siquiera en la Argentina, puesto que Perón mucho desconfiaba -durante y después- de todo lo que se estaba haciendo Europa tras la guerra para reconstruir el tejido social y recuperar la senda del crecimiento económico perdida a causa del conflicto.
La Argentina -y todos lo saben- simplemente tiró para otro lado.
De lo que se puede concluir que mientras en los países europeos arrasados por la guerra el Estado del Bienestar fue una solución transaccional entre fuerzas políticas antagónicas pero comprometidas con la reconstrucción (el famoso pacto social-liberal o el consenso social democrático, como lo llamó Ralf DAHRENDORF), en la Argentina fue una imposición desde el vértice del poder político surgido del golpe de Estado de junio de 1943, que combinó sin rigor alguno elementos de intervención social del fascismo italiano con medidas socialistas de corte clásico.
En virtud de este pacto, el socialismo de matriz marxista renunciaba a la conquista del poder por medios violentos y aceptaba las reglas del juego democrático y parlamentario, mientras que las fuerzas liberales aceptaban limitar el mercado, facilitando la intervención del Estado en la economía para asegurar la protección y profundización de la democracia a través del reconocimiento del derecho legítimo de los sindicatos y de las minorías sociales marginadas en la toma de decisiones gubernamentales, así como la creciente integración a esas decisiones de los principios de la justicia social, dignidad humana y participación ciudadana.
¿Suena esto a peronismo? Me permito dudarlo sinceramente.
Si bien había entonces en la Argentina fuerzas políticas liberales y socialdemócratas (débiles, mal cohesionadas y desorientadas por el curso de los acontecimientos en el mundo), el peronismo, en pocos años, arrasó con todas ellas. Les privó de la posibilidad de acordar un modelo de crecimiento económico (sea keynesiano o de cualquier otra orientación filosófica), como las fuerzas homólogas hicieron en Europa, y sustituyó la libertad por el paternalismo del Estado, el conflicto funcional por el armonicismo social de la comunidad organizada y la democracia social de derecho por el autoritarismo basado en la voluntad del líder y la obediencia de la masa.
La crisis -la que acabó con lo que Ian GOUGH llamó la edad del oro del Estado del Bienestar- no es otra cosa que la crisis del modelo de crecimiento keynesiano inaugurado tras la Segunda Guerra Mundial, que coincidió muy felizmente con una fase de expansión económica que duró casi tres décadas seguidas y que no ha vuelto a repetirse. El final del crecimiento económico ha dado como resultado el intento -parcialmente exitoso- de derribar el Estado del Bienestar (en el que algunos quisieron ver la causa de los males); pero ni en la época más dura del neoconservadurismo (especialmente con las reformas de Margaret Thatcher fue posible abatir ese invento, puramente conyuntural, que hoy, a pesar de sus vaivenes y sus retrocesos, sigue siendo un instrumento de paz, de cohesión social y de progreso en la mayoría de los países de Europa.
Así que no trivialicemos lo que merece respeto. Llamemos a las cosas por su nombre y no nos atrevamos a bautizar con el nombre de Estado del Bienestar a algo que los argentinos jamás hemos tenido y que si por personas como el juez Lorenzetti fuera jamás tendremos.