Las razones por las que Urtubey podría llegar a ser un muy mal Presidente de la Argentina

  • El frágil edificio de la democracia argentina, reconquistada con esfuerzo en 1983, se ve amenazado por la posibilidad de que el Gobernador de Salta, Juan Manuel Urtubey, presente su candidatura a la Presidencia de la Nación. En este artículo, el autor advierte a sus conciudadanos del peligro que representa para la inserción futura de la Argentina en el mundo, para vigencia de las instituciones y para la cohesión social una operación de poder como la que ha lanzado el gobernador Urtubey de la mano de sus aliados peronistas.
  • La República en peligro

La República Argentina vive un momento político muy especial. Por primera vez, desde la reinstauración de la democracia en 1983, el peronismo puede sufrir la segunda derrota consecutiva en unas elecciones presidenciales.


Aunque aparentemente dividido y con estrategias diversas, el peronismo ha ejercido durante los últimos tres años una oposición coriácea y consistente, encaminada como casi siempre a la rápida deslegitimación y deterioro del partido en el poder, mediante maniobras económicas, movimientos sindicales y bloqueos políticos bastante evidentes y desembozados, encaminados a colocar obstáculos -variados, a veces siniestros, pero muy conocidos- a un gobierno nacional que en muchas ocasiones por su propia torpeza no ha sabido superarlos.

Pero llegados a un punto, el peronismo se ofrece nuevamente como el salvador de la patria. En sus dos versiones: la más radical (aunque ideológicamente más cohesionada) que representa el kirchnerismo; y la más flexible, encarnada por un grupo de antiguos kirchneristas que, haciendo gala de un pragmatismo que no sienten en absoluto, parecen dispuestos a hacer todo lo que está en sus manos para evitar el regreso al poder de la anterior Jefa del Estado.

Uno de los que aparece en todas las quinielas como probable candidato de este último peronismo salvador, es el Gobernador de la Provincia de Salta, Juan Manuel Urtubey.

Su probable candidatura ha despertado una serie bastante numerosa de interrogantes. Básicamente porque el personaje viene gobernando la Provincia de Salta desde hace once años y, aunque sus fracasos en esta tarea han sido notorios y muy costosos para sus comprovincianos, a nadie escapa que entre Salta, como Provincia, y la Argentina, como Nación, hay diferencias sociológicas sustantivas. Hasta el punto de que hay quien considera que una y otra conforman países diferentes, cuando no opuestos. Por esta razón es que muchos se preguntan ahora ¿qué futuro le aguarda como Presidente al Gobernador que ha fracasado en casi todo lo que se ha propuesto hacer en su propia Provincia?

Es esta la razón por la cual el ejercicio mental de proyectar el futuro de Juan Manuel Urtubey como Presidente de la Nación sobre la base de su dilatada trayectoria como gobernante de Salta entraña un cierto riesgo que no parece prudente desdeñar. Porque en realidad sus once años de mal gobierno en Salta no aseguran del todo que su eventual desempeño de la primera magistratura del país vaya a ser un completo fracaso, como lo fueron los largos años de gobierno en su provincia natal. En cuestiones como estas no solo influyen las cualidades del territorio y la particular idiosincrasia de las sociedades que lo habitan, sino también, y de manera especial, la personalidad del líder y su actitud frente a las diferentes audiencias a las que le toca enfrentar.

Así pues, mientras las diferencias entre Salta y el resto del país son cada vez más nítidas y objetivas, la personalidad del líder y sus cualidades cada vez son más difíciles de identificar, sobre todo porque los rasgos más básicos de su personalidad cambian con el tiempo (el cronológico, pero también el atmosférico), y en el espacio, al calor del resultado de las encuestas, las preferencias de sus ocasionales clientes y las necesidades coyunturales de conservación del poder. Como dice la canción de Alejandro SANZ, cuando nadie lo ve, Urtubey puede ser y no ser.

Sin dudas, es poco lo que hay de estructural o de permanente en una personalidad tan cambiante e inconstante como la de quien hoy se ofrece como candidato a Presidente de la Nación. Pero aunque los elementos de referencia sean pocos, no se puede desdeñar su importancia, y es por ello que no parece prudente renunciar a examinarlos de antemano, so pretexto de que el personaje es poliédrico, inabarcable o inclasificable.

El peronismo

Entre estos elementos permanentes sobresale, por encima de todos los demás, su declarada vocación peronista, en la que convendría detenerse un instante, porque el Gobernador de Salta ha dicho hasta la náusea que profesa el peronismo como si fuera una religión; e incluso ha llegado a definirse a sí mismo como «fanáticamente peronista» (Salta, diciembre de 2007).

El problema es que la frase -que puede estar cargada de significado para los peronistas menos exigentes de fronteras adentro- carece en absoluto de peso de cara a la arena internacional. Sobre todo, viviendo del líder de un país casi condenado a coexistir con otros en un mundo cada vez más interconectado y en un escenario internacional cada vez más complejo y cambiante.

Hacia afuera, casi nadie duda que el «fanatismo peronista» comporta una definición muy pobre de sí mismo. Quienes hoy están haciendo el esfuerzo por descodificar al probable candidato peronista a la Presidencia del país solo ven que después de una vida política que supera holgadamente ya el cuarto de siglo, el probable candidato se las ha sabido ingeniar para llegar a donde quería montado sobre la estela del cometa peronista. Y esta -aunque se piense lo contrario- no es una buena carta de presentación (nunca lo ha sido) en la cada vez menos selecta sociedad de los países democráticos del mundo.

Hacia adentro, quien más quien menos sabe que aunque a lo largo de su vida ha tenido varias oportunidades de distanciarse, de romper o aun de renovar al peronismo, Urtubey ha sacado de él todo el provecho posible de su gran plasticidad ideológica y de sus formas arcaicas. El Gobernador de Salta -hombre sin dudas hecho de una pasta moral distinta- jamás se ha sentido incómodo en la ambigüedad, sino más bien todo lo contrario. No ha renegado nunca del ideario básico de un movimiento político que lleva casi cincuenta años sin acometer ninguna actualización doctrinaria ni programática, y en todo caso ha contribuido, por activa y por pasiva, a reforzarlo a través del tiempo.

Hoy mismo, cuando ha llegado el momento de cambiar, él ha preferido mantenerse en los moldes de silicona del «peronismo de Perón», como a él le gusta calificarlo, como si con esa calificación tan precaria consiguiera precisar lo que filosóficamente es imposible de precisar. Es decir, ha elegido seguir siendo fiel a una idea particular del poder, antes que ser fiel y consecuente consigo mismo y con su propia historia personal. Aunque la suya ha sido una opción dictada por el cálculo, no caben dudas de que su decisión ha sido legítima como la que más.

Una transición no consumada

El gran problema es que en su camino ascendente hacia la gloria nuestro personaje no ha conseguido consumar la transición del caudillo telúrico (del mesías tropical) al líder de una república nominal pero estable con la que sueña una parte importante del peronismo urbano del sur del país. Ha tenido tiempo más que suficiente para consumar este tránsito, pero lo ha desperdiciado. Su gobierno en Salta -la referencia es otra vez ineludible- se ha caracterizado por el populismo y por una vocación social impostada, basada en un paternalismo orientado al bien público. En todo ello Juan Manuel Urtubey se ha reafirmado hasta el último momento.

Por debajo de la superficie, más allá del discurso que las encuestas le obligan a articular, se oculta sin embargo un formidable manipulador de la realidad; un personaje que esgrime un discurso aparentemente aperturista y de concordia para disimular una irreductible vocación por el rechazo hacia el discrepante. Urtubey es un implacable ajustador serial de cuentas con el pasado, un hombre que silenciosamente propugna el regreso a un orden arcádico que evidentemente solo existe en su imaginación.

Con estos mimbres, Urtubey pretende liderar un país organizado sobre la base de una constitución liberal y unas instituciones formalmente democráticas. Justamente él, que ha dedicado años enteros de su vida a dominar a las instituciones a su entera voluntad, a desvirtuar las leyes, a gobernar prescindiendo de ellas, a acotar las libertades más que a desarrollarlas.

El liberalismo ausente

Urtubey hoy gobierna una Salta en la que la república liberal y democrática definida por la Constitución es una «república al aire», como alguna vez dijo Simón Bolívar para referirse a aquellas soluciones institucionales de su tiempo a las que consideraba legalistas, desprendidas y ajenas de la compleja materia social y racial de la naciente América.

El Gobernador de Salta y probable candidato a presidir la Argentina no ha sabido construir en su provincia la república liberal y democrática prevista en la Constitución; en parte porque en su provincia -hablando en términos políticos- la barbarie le ha ganado la batalla a la civilización. Pero cuando en 2019 abandone, por fin, sus responsabilidades en el poder provincial, Salta será aún más jerárquica, multiforme y precapitalista de lo que lo fue antes de 2007. Las oligarquías feudales locales y los campesinos (los peones) atados a la tierra que trabajan y en la que malviven tendrán el mismo o, si acaso, mayor protagonismo que antes en el diseño social y en la distribución de la riqueza.

Salta seguirá siendo, en muchos sentidos una provincia fantasma, en la que un caudillo maquiavélico y heroico dejará probablemente el paso a otro de su misma clase, que, imbuido de la matriz cultural de la política hispanoamericana de los últimos dos siglos, apostará por la persistencia del alma medieval y buscará, como lo hicieron sus dos antecesores, su legitimación en la historia, bajo el paraguas ficticio de una Constitución que solo desempeña un papel formal, por cuanto contiene fórmulas importadas que las elites locales consideran en el fondo inaplicables a nuestro particular entramado social.

Salta seguirá haciendo pivotar su poder político en los rescoldos de la guerra de la Independencia, pues a falta de un proyecto liberal auténtico y ante el riesgo de un vacío de legitimación, Urtubey y sus epígonos han desenterrado a Güemes, al que han convertido en icono y en una caricatura de prócer; en una especie de condottiero del Renacimiento, solo que en versión vallista. Lo mismo hará quien lo suceda.

En cuestión de pocas horas, Urtubey puede salir lanzado de una Provincia feudal caracterizada por el nulo arraigo del liberalismo democrático, a un país en el que la tradición liberal, con ser escasa, es un poco más consistente, y en el que la idea democrática se encuentra un poco mejor perfilada. Urtubey puede dar el salto de un «peronismo de estancia» relativamente fácil de controlar (debido a la docilidad de los peones, los modernos siervos de la gleba salteños, y la casi completa seguridad de las elites feudales inmovilistas en que sus bastiones no serán amenazados) a un peronismo más estructurado de clase obrera urbana, sin conciencia de clase, pero más móvil y con una idea muy clara sobre la vocación social del ideario peronista.

El peligro del poder personal

El rechazo está, pues, servido. Como el del riñón implantado en el cuerpo equivocado. Pero en el caso del gobierno, el riesgo de rechazo es mil veces mayor al de los trasplantes de órganos.

De tener éxito Urtubey en su empeño, este éxito solo se podrá conseguir haciendo pagar a la Argentina un precio altísimo en materia de prestigio internacional, y, en el plano interno -como ya sucedió en Salta- a fuerza de esparcir en la sociedad torrentes de dolor, de opresión y de miseria, encubiertos por un discurso complaciente con el poder y deformador de la realidad.

Para que un político como Urtubey pueda encajar en la Argentina del futuro hacen falta unas condiciones que, desgraciadamente, en un momento de aguda decadencia del ideario liberal-democrático como el que vivimos no son imposibles de recrear. Casi todo está dispuesto en el país para que un proyecto de poder personal concentrado, como el que encarnan Urtubey y sus aliados, pueda prosperar y echar raíces por mucho tiempo.

Nuestra cultura política, olvidada ya de los buenos resultados del liberalismo democrático que llevó a la Argentina a lo más alto en las primeras décadas del siglo XX, se ha aproximado peligrosamente a la cultura que hizo ingobernable a la gran mayoría de la América hispana en los siglos XIX y XX y que ha sido estudiada con pasión por teóricos de la talla de Richard M. MORSE, quien sostuvo en su día que la cultura política continental, fincada en la tradición de la ley natural y la fe en una relación mística entre el pueblo y el monarca, aunada a la veneración por los caudillos, ha hecho difícil el tránsito de nuestros países a la democracia.

En la obra de MORSE, comentada y refutada parcialmente por el mexicano Enrique KRAUZE en su reciente libro El pueblo soy yo, destaca la elaboración de un «decálogo del poder personal iberoamericano», que me gustaría citar textualmente para concluir este artículo. El decálogo pinta de cuerpo entero a Urtubey y ayuda, mejor quizá que cualquier otra herramienta teórica, a denunciar el enorme peligro que se esconde detrás de la operación de asalto al poder que el Gobernador de Salta se ha propuesto.

Invito a mis conciudadanos a confrontar los puntos de este «aterrador decálogo», como lo calificó su autor, con la historia personal y el pasado político reciente del Gobernador de Salta.

1.- El mundo es algo natural, no se construye. “En estos países, el sentimiento de que el hombre es responsable de su mundo es menos profundo y está menos extendido que en otros lugares […]”.

2.- Desdén por la ley escrita. “Este sentimiento innato para la ley natural va acompañado de una actitud menos formal hacia las leyes que formula el hombre […]”.

3.- Indiferencia a los procesos electorales. “Las elecciones libres difícilmente se revestirán de la mística que se les confiere en países protestantes”.

4.- Desdén hacia los partidos y las prácticas de la democracia. Tampoco son apreciados los partidos políticos que se alternan en el poder, los procedimientos legislativos o la participación política voluntaria y racionalizada.

5.- Tolerancia con la ilegalidad. La primacía de la ley natural sobre la ley escrita acepta prácticas y costumbres incluso delictivas que en otras sociedades están penadas, pero que en estas se ven como “naturales”.

6.- Entrega absoluta del poder al dirigente. El pueblo soberano entrega (no solo delega) el poder al dirigente. Es decir, en América Latina prevalece el antiguo pacto original ibérico del pueblo con el monarca.

7.- Derecho a la insurrección. La gente conserva “un agudo sentido de lo equitativo y de la justicia natural” y “no es insensible ante los abusos del poder enajenado”. Por eso, los cuartelazos y las revoluciones -tan comunes en América Latina- suelen nacer del agravio de una autoridad que se ha vuelto ilegítima. No es preciso que la insurrección cuente con un programa elaborado: basta que reclame una soberanía de la que se ha abusado tiránicamente.

8.- Carisma psicológico y moral. Un gobierno legítimo no necesita una ideología definida, ni efectuar una redistribución inmediata y efectiva de bienes y riquezas, ni contar con el voto mayoritario. Un gobierno legítimo debe tener “un sentido profundo de urgencia moral” que a menudo encarna en “dirigentes carismáticos con un atractivo psico-cultural especial”. Los tiranos no pueden ser legítimos.

9.- Apelación formal al orden constitucional. Una vez en el poder, para superar el personalismo (rutinizar el carisma), el dirigente debe dar importancia al legalismo puro como vía a la institucionalización de su gobierno.

10.- El gobierno es cabeza y centro de la nación. Como el monarca español, “el gobierno nacional […] funciona como fuente de energía, coordinación y dirigencia para los gremios, sindicatos, entidades corporativas, instituciones, estratos sociales y regiones geográficas”.

Como ha escrito KRAUZE, «un líder carismático con ‘atractivo psico-cultural’ llega al poder por la vía de los votos y con la fuerza de los antiguos demagogos promete instaurar el reino del bien común, ya sea la Arcadia del pasado o la inminente utopía. Pero como la realidad se resiste al orden cristiano, y como el líder alberga ambiciones de perpetuidad, y como los procesos electorales son para él medios para alcanzar el poder absoluto, procederá a minar, lenta o apresuradamente, las leyes, instituciones y libertades de la democracia, hasta asfixiarlas».

Juan Manuel Urtubey pertenece claramente a esta línea cultural y política, que cualquier demócrata convencido del valor de la libertad y de la importancia de las leyes debería rechazar y denunciar.