Sobre cómo el debate de la reforma constitucional oculta la destrucción de nuestro Estado de Derecho

  • El autor de este escrito sostiene que las preocupaciones usuales por la 'democracia' y la 'república' sirven para ocultar nuestro fracaso en la tarea de construir un Estado de Derecho eficiente, y que las reformas que se proponen deben estar enfocadas a crear un sistema jurídico estable y previsible que sirva de guía segura para la acción humana.
  • La reforma constitucional en Salta
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A la hora de analizar los problemas políticos que enfrenta una sociedad y de proponer soluciones, el empleo de la terminología correcta es imprescindible para asegurar el éxito de la operación.


Por eso sorprende que quienes nos proponen reformar la Constitución de Salta crean que la apelación a los principios «republicanos» y «democráticos» es una especie de fórmula mágica para resolver todos nuestros problemas políticos.

Propongo dejar a la república tranquila y aplacar un poco el furor democrático que a tanta gente parece abrasar estos días y abordar los problemas que tenemos desde una perspectiva teórica bastante más precisa y menos sujeta a disputas filosóficas interminables.

Si miramos lo que pasa entre nosotros, vamos a ver inmediatamente dos problemas por delante de todos los demás: uno, el bajo nivel de cumplimiento de las normas jurídicas; el otro, los enormes espacios de que disfruta en Salta el poder arbitrario.

Los dos problemas están unidos en su raíz, por cuanto en el momento en que los ciudadanos perciben que el gobierno se coloca por encima de la Ley, y que, en vez de abocarse a su íntegra aplicación, sustituye las normas por su soberana voluntad (esta es precisamente la definición de arbitrariedad), ellos -los ciudadanos- se sienten autorizados a hacer lo mismo.

En Salta es notable cómo las normas jurídicas se aplican «según la cara del cliente», o, lo que es lo mismo, en función del color de su piel y su condición socioeconómica. Existe la creencia de que los pobres se llevan la peor parte, pero esto es parcialmente cierto, puesto que así sucede solamente cuando se trata de la aplicación de la ley penal. Por el contrario, cuando se trata de regulaciones administrativas, de normas tributarias o de leyes referidas al ejercicio del derecho de propiedad, quien paga los platos rotos es el rico (para ser más precisos, ciertos ricos, generalmente forasteros), mientras que al pobre (el mismo pobre que no puede en la mayoría de los casos eludir el castigo penal) se le «perdona» un cúmulo de conductas dañinas y antijurídicas, en la creencia de que porque son pobres también son indefensos.

Así sucede, por ejemplo, en las relaciones de consumo, en el comercio callejero o en las de propiedad de la tierra, parcelas de la realidad en las que las normas parece que solo obligan al pudiente.

Esta forma tan peculiar de funcionamiento de nuestro sistema jurídico le impide desempeñar su función principal; es decir, la de servir de guía segura para la acción humana. Poco y nada tiene que ver, por tanto, ni con la democracia ni con la república, y sin embargo es un tema político clave que, por cálculo más que por ignorancia, no nos animamos a abordar.

Volviendo al uso preciso de las palabras, podemos decir que nos encontramos frente a un fracaso del Estado de Derecho que la Constitución de Salta aspira a construir (artículo 1º tercer párrafo).

En consecuencia, más que de ocuparnos de la cojera de nuestra democracia o de los agujeros negros de nuestro republicanismo lírico, pero sin olvidarnos de ellos, tenemos que rescatar para nuestra convivencia en libertad y justicia el concepto de Estado de Derecho, que es un poco menos formal de lo que mucha gente cree y cuya utilidad se pone claramente de manifiesto en el hecho de que, al favorecer la transparencia, la generalidad, la previsibilidad, la imparcialidad y conferir integridad a la aplicación de la Ley, colocando al gobierno y a los demás poderes públicos bajo su órbita, la idea de Estado de Derecho es la antítesis del poder arbitrario.

Existe entre nosotros la tendencia a entender el concepto de Estado de Derecho como algo desligado de la idea de ciudadanía, pero esto constituye, a mi modo de ver, un error. En una sociedad abierta y pluralista como la que vivimos, que -a pesar de sus contradicciones y su atraso estructural- sigue ofreciendo espacios para hacer competir los ideales del bien público, la noción de Estado de Derecho constituye probablemente la única herramienta de protección común contra el poder arbitrario.

Tendemos también a creer que todo el mundo, con independencia de su ideología, está de acuerdo con los ideales republicanos y los democráticos, pero esto no es cierto, como lo demuestra la realidad. Al contrario, la idea de Estado de Derecho es ampliamente compartida desde diferentes perspectivas políticas, que tienen en común su rechazo hacia el uso arbitrario del poder. Así sucede con liberales, neoconservadores, activistas de derechos humanos, socialistas democráticos, etc.

Desde luego, cada una de estas corrientes políticas toma del Estado de Derecho lo que más le conviene, pues esta forma de organizar nuestra convivencia sirve para promover diferentes valores e intereses, que a veces se oponen, como la eficiencia de un mercado sin interferencias, la igualdad, la dignidad humana o la libertad.

Ahora que nos proponemos reformar la Constitución provincial, sería muy útil que quienes debaten su oportunidad y conveniencia nos dijeran si se proponen luchar contra el poder arbitrario, cerrándole los caminos a sus abusos, o si están interesados en fomentar las reformas de mercado y avanzar hacia un sistema jurídico que proporcione previsibilidad y estabilidad. Para los demócratas, por ejemplo, resultan más importantes ciertos elementos del Estado de Derecho como la generalidad, la imparcialidad y la transparencia, así como para los defensores de los derechos humanos son indispensables la igualdad de trato ante la Ley y la integridad de las instituciones encargadas de su aplicación.

En cualquiera de los casos, la mejora de nuestro Estado de Derecho tiene que apuntar a la creación de mayores incentivos para el cumplimiento de la ley por todos los sujetos obligados, incluido el gobierno. Cualquier reforma de la Constitución que deje intactos los mecanismos actuales que permiten el avance del poder arbitrario sería inútil y contraproducente.

Las reformas políticas y normativas necesarias, ya sea a nivel constitucional o a nivel legal, deben empezar por eliminar los incentivos institucionales que permiten que el gobierno utilice la ley -como decía Maquiavelo- «como un bastón para disciplinar a la población». Al gobierno le conviene (y esto es lo que no ha entendido el Gobernador de Salta) obtener la cooperación de la mayor cantidad de grupos posibles en el seno de la sociedad. Pero ninguna cooperación será posible si nuestras instituciones están basadas, como ahora, en la estrategia del palo y la zanahoria. Es preciso que el gobierno demuestre respeto por los intereses de los grupos específicos y que sea capaz de comportarse con ellos de una forma predecible, y no como ha hecho últimamente el Gobernador de Salta, que ha cambiado de opinión en cuestión de pocas semanas sobre asuntos extremadamente delicados para los intereses de sus gobernados.

Desde otra perspectiva, pero con idéntica finalidad, las reformas orientadas a recuperar nuestro Estado de Derecho, como base de nuestros derechos de ciudadanía democrática, tienen que hacer un esfuerzo para que los gobernados, en general, comprendan mejor la función estructural de los conceptos legales básicos. Es esta una tarea enorme, sobre todo si se tiene en cuenta que los altos niveles de pobreza, desigualdad y carencias educativas que imperan en nuestra sociedad hacen extremadamente difícil difundir las ideas de que las personas poseen iguales derechos y que la ley debe ser aplicada con imparcialidad a todos los obligados por ella.

Pero es que además se debe reforzar el respeto a las normas desde una perspectiva instrumental, inculcando a los ciudadanos que el cumplimiento de la ley y la vigencia de los derechos sirven para obtener recompensas inmediatas o para eludir los castigos. Es esta una tarea que, a mi entender, debe asumir la escuela pública, pues a todos nos resultará más útil que de las aulas estatales salgan mejores ciudadanos a que salgan, como ahora, buenos cristianos y pequeños policías.

Si la elusión de los castigos, para determinados grupos sociales (carreros, remiseros, verduleros, aborígenes, manteros, etc.), no se consigue con el cumplimiento de las normas sino con su transgresión, será difícil que podamos construir un verdadero Estado de Derecho. El respeto por la Ley se ve normalmente reforzado cuando somos capaces de percibir o calcular que el incumplimiento va a dañar nuestra economía, va a limitar nuestra libertad, va a disminuir nuestro bienestar o va a atentar contra nuestra integridad. Y cuando, al mismo tiempo, percibimos que su cumplimiento nos va a resultar beneficioso por los mismos motivos. Otra vez, la educación pública tiene mucho que decir en este aspecto.

Para ello se necesita no solo pedagogía sino una práctica institucional consistente con estos principios, pues si el gobierno consigue fácilmente eludir la Ley sin sufrir los castigos previstos, el Estado de Derecho es del todo imposible. Por esta razón, entre muchas otras, la función del Poder Judicial en la aplicación de la Ley resulta la clave de la sustentación de todo el edificio de nuestra convivencia.

El Estado no puede ser coerción pura, sin ofrecer contrapartidas, normalmente en forma de control objetivo e imparcial de sus propios actos. Las reformas que nos proponemos, si de verdad queremos que prosperen y que aseguren un futuro mejor, deben comenzar por la lucha contra la ineficiencia estatal, contra la corrupción y la venalidad de sus agentes, que ponen en peligro la efectividad de la amenaza de coerción, como medio básico para obtener el acatamiento de la Ley.

Conclusión

Comprenderá el lector que estamos ante un tema riquísimo y de matices casi infinitos, por lo que es casi imposible agotarlo en un escrito de esta naturaleza.

Lo importante que deseo subrayar es que la preocupación por la democracia y el republicanismo es solo una parte del problema y que si ya es malo reconducir todos nuestros padecimientos cívicos a estas dos categorías conceptuales, mucho peor es mezclarlas sin rigor e impedir, con su uso desviado o impreciso, que apreciemos la gravedad de los problemas que ensombrecen nuestra convivencia.

Pienso que tenemos miles de formas de mejorar nuestra democracia y quizá un número más limitado de herramientas para hacer a nuestra república más igualitaria y transparente. Pero también que tenemos muy pocos recursos -entre ellos, el tiempo- para acometer una operación efectiva y duradera de rescate de nuestro Estado de Derecho.

Quizá sea este el momento de sentarse a pensar en estas cuestiones y aprovechar todas esas energías intelectuales que se han puesto en movimiento para orientar la reflexión hacia aspectos menos filosóficos y relacionados más directamente con los problemas cotidianos que enfrentamos los salteños.

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