Innovación social o reforma política: el dilema de la hora en Salta

  • El debate entre reforma constitucional o reforma política es interesadamente engañoso. Una trampa para los ciudadanos menos informados. Antes que reformar sus instituciones, la sociedad salteña debe plantearse la necesidad de seguir manteniendo un sistema de convivencia, basado en la centralidad del Estado y la consecuente marginalidad de la sociedad civil, que nos ha conducido al fracaso, a la corrupción y a la injusticia, o, si por el contrario, se ha de dejar paso a la audacia que permita crear un marco estable y permanente para la innovación social.
  • Una decisión que no se puede postergar más
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Desde que tengo memoria, la política lo es casi todo en Salta. La vida política ocupa espacios y tiempos inusualmente amplios, sin que apenas nos demos cuenta de ello, pues, como sucede en otras importantes parcelas de la realidad cotidiana, tendemos a percibir como normal aquello que no es normal en absoluto.


A lo largo de las últimas seis décadas -el tiempo aproximado que llevo lidiando con estos asuntos- se han producido dramáticos cambios en el entorno regional, nacional y mundial, que por ser muy conocidos no voy a enumerar aquí. Sin embargo, y a pesar de la magnitud y la trascendencia de estos cambios -que nos han alcanzado de lleno, aunque haya quien desee pensar lo contrario- Salta se ha mantenido relativamente estable, lo que para algunos es una proeza y, para otros, una catástrofe.

Lo cierto es que la parsimoniosa estabilidad de nuestra vida social y política es un engaño completo a nuestros sentidos. Esta ficción se inscribe, en realidad, en una línea de marcada fragilidad, de atraso y de marginalidad, que a nadie debería provocar orgullo, pero que, sin embargo, gracias a una deformación muy visible de nuestro inconsciente colectivo tendemos a mirar como una de nuestras principales señas de identidad.

De hecho, nuestra cultura -o, mejor dicho, nuestros productos culturales- nos parecen más atractivos cuanto más débiles y pobres son, en la creencia de que hay consumidores foráneos ávidos por conocer y disfrutar de nuestro lado más primitivo y menos sofisticado.

Con la política pasa algo parecido, puesto que a pesar de que mucha gente es consciente de la mala calidad de nuestras instituciones, del déficit de libertades y de los excesos despóticos del poder, pocos se animan a acometer las reformas necesarias, porque en el fondo están convencidos de que la pobreza de nuestras discusiones, la falta de acierto en las decisiones colectivas y nuestra apuesta por los gobiernos fuertes y mínimamente contestados forman parte de nuestra esencia, a la que por ninguna razón debemos renunciar.

No ayuda a mejorar este panorama, desde luego, el hecho de que todo o casi todo sea política en Salta y que la mayoría entienda que fuera de la política solo existe un ancho y despoblado desierto, inseguro y tenebroso. No es tan grave que sea la gente común la que alimente esta errónea creencia, sino que sean colectivos como los inversores o los intelectuales los que celebren con alborozo algunas anomalías notorias como la ausencia de mercado, el exceso de Estado, la ineficiencia de los recursos públicos, la falta de libertades o el bloqueo permanente que afecta a la circulación de las ideas.

A pesar de que la omnipresencia de la política complica sobremanera el trabajo de los intelectuales y de los agentes económicos, unos y otros, casi con la misma alegría, se muestran dispuestos a formar parte de los mecanismos de la política, a pesar de ser ellos conscientes de que con su actitud conformista contribuyen al desbordamiento de la sociedad civil y al debilitamiento de su energía creadora.

No se trata de proponer un debate ideológico entre el individualismo y el colectivismo, como a primera vista pudiera parecer. De lo que se trata de es saber si la política, tal cual como la entendemos y la venimos practicando desde hace décadas, debe seguir ocupando los mismos tiempos y espacios de siempre o si, por el contrario, debe ajustarse en la medida que resulte necesario para permitir el despliegue de las fuerzas transformadoras de la sociedad.

Los salteños hemos demostrado, sin prueba en contrario, que somos incapaces de construir la convivencia desde la sociedad, utilizando al Estado como instrumento. Nuestro talento se ha enfocado, con bastante poco éxito, en el proceso inverso. Es por esta razón, quizá, que la política -aquella que busca obsesivamente el control del poder del Estado- ocupa un lugar tan exorbitante entre nosotros.

Parece que, para algunos, no es suficiente evidencia la desastrosa realidad del último cuarto de siglo, periodo en el que hemos apostado por gobiernos estatistas e ineficientes (cada más estatistas y cada vez más ineficientes, con líderes cada vez peor dotados) que no solo no han sabido escoger inteligentemente las metas, sino que con sus errores y su miopía nos han alejado del mundo.

Solo en los últimos años ha comenzado a abrirse paso, bien es cierto que tímidamente, la idea de que haber tenido solo dos gobernadores en 24 años ha empobrecido a la política y ha atrasado a la sociedad. Lo que no hemos hecho hasta ahora -debido a que hay mucha gente interesada en que no sea haga- es un cálculo aproximado de las oportunidades de crecimiento y desarrollo que hemos perdido a causa de estas apuestas fallidas, así como del tiempo de atraso que ellas han supuesto en nuestra, por ahora, desordenada carrera hacia el futuro.

El modelo de «política total» que hemos elegido nos ha conducido a un «estado fracasado», expresión esta que se emplea en la literatura científica para caracterizar a aquel cuerpo político que ha llegado a un punto crítico de desintegración en el que las condiciones y responsabilidades básicas de un gobierno soberano ya no funcionan adecuadamente.

Entiendo que muchos comprovincianos míos no lo vean o que, viéndolo, no lo quieran admitir, pero, a fuerza de equivocarnos, Salta asoma a la tercera década del siglo XXI con un gobierno extremadamente fuerte en apariencia (si no fuerte, al menos descontrolado) que no es capaz sin embargo de asegurar lo mínimo imprescindible para la perpetuación de la convivencia y que en el mejor de los casos solo puede acompañar el rítmico declive de los estándares de vida de la población y la acusada pérdida de sus libertades más fundamentales.

Quien quiera discutir si la Provincia de Salta es o no un «estado fracasado» puede tranquilamente revisar los criterios y los indicadores (políticos, económicos, sociales y de cohesión) utilizados por The Fund for Peace para elaborar su Índice de Estados Frágiles, y aplicarlos metódicamente a nuestra realidad cotidiana.

No tenemos tantos modelos de Salta para elegir

Llegados a este punto, tenemos que advertir que el principal problema que tienen los salteños en estos momentos -y el único genuinamente «político»- es que el futuro de la sociedad que los cobija corre el peligro de ser decidido por un grupo muy reducido de personas.

En otras palabras, que el «cambio» que se nos propone es un «no cambio», en la medida en que la marginación o el apartamiento de una enorme mayoría de ciudadanos de las decisiones fundamentales garantiza que cualquier operación de reforma (política, constitucional, institucional o como se pretenda llamarle) estará encaminada a perpetuar un modelo fijo y conocido de relación entre el Estado y la sociedad en el que la política siga ocupando un lugar preponderante.

Lamentablemente, si queremos abordar nuestro futuro con un mínimo de seriedad, tendremos que comprender que no hay una variedad infinita de modelos de convivencia para elegir. Solo podemos escoger entre (1) reformar algunos aspectos menores de nuestro diseño institucional, con la esperanza de que «lo malo conocido» sea «un poco menos malo», y (2) arriesgarnos a pisar el terreno de la innovación social, lo que necesariamente supone romper con la omnipresencia de la política y su apuesta irracional por la centralidad del Estado y avanzar hacia fórmulas audaces que permitan establecer un marco que ampare la invención de soluciones y no la creación permanente de nuevos problemas.

El desafío es hacerlo entre todos. De nada valdría que otra oligarquía diminuta se planteara transformar de raíz nuestros procesos para enfocarlos hacia la innovación social si, por miedo o por recelo, se excluye a quienes tienen el derecho y el deber de decidir. Aunque haya teorías para todos los gustos en la materia, es innegable que las multitudes se equivocan menos que los individuos y los grupos reducidos. Cuando cuarenta personas cantan el Himno Nacional, las notas desafinadas son claramente audibles. Pero cuando son cuarenta mil las que lo cantan, la desafinación es mucho menos perceptible. Pasa exactamente lo mismo con las decisiones políticas.

Asumo desde ya las críticas que esta postura pueda suscitar por su formulación simplificada. Pero es que no hay más remedio que expresarlo en términos sencillos si es que de verdad queremos que la apuesta por la innovación no sea solo un asunto reservado para los expertos y abrace al mayor número de ciudadanos posible. No hablamos de la innovación como un fin absoluto, sino simplemente como una respuesta adaptativa a los desafíos de los tiempos, entre los que incluyo el atraso en el que estamos sumergidos. Hablo de innovaciones sociales como un marco abierto permanentemente a las variaciones territoriales, culturales o políticas. Hablo de innovaciones sociales como de un proceso continuo a través del cual seamos capaces de entender el cómo y el por qué de los objetivos que la sociedad se propone alcanzar.

Quedarnos en «la felicidad del pueblo y la grandeza de la nación», como nos propone el Gobernador de Salta desde su catecismo peronista, es sin dudas una forma de perpetuar el atraso. Tengo que admitir también que no es muy diferente a esto lo que proponen quienes no están de acuerdo con el Gobernador. Estamos en cualquier caso ante dos visiones conservadoras de la sociedad, solo que con diferentes matices ideológicos y mínimas variaciones programáticas.

Otra vez, puede que suene muy teórico y escasamente práctico, pero necesitamos lanzar a nuestros creadores al encuentro de nuevos productos, servicios y modelos que sean útiles para satisfacer las necesidades sociales (las antiguas y las actuales), y para nuevas relaciones entre los individuos y los grupos. También, que sean capaces de ofrecer mejores resultados, de dar respuesta a las demandas sociales que afectan a los procesos de interacción social y de mejorar así el bienestar de nuestros semejantes. Necesitamos un nuevo lenguaje, nuevas fórmulas verbales que sirvan como pegamento para una sociedad, en apariencia dócil y conformista, que sin embargo busca desesperadamente otros elementos de cohesión que no sean la historia, la religión o el miedo a los terremotos.

No me gusta profetizar y menos hacerlo en términos absolutos o irreductibles, pero, después de casi sesenta años de observar esta realidad hiriente, creo sinceramente que el único camino que tenemos, si es que no queremos ser en el 2050 una sociedad de gauchos ignorantes con poca wifi, es el de apostar por la innovación social y no quedarnos anclados en los moldes conservadores de la reforma política, así sea que venga Aristóteles y nos proponga una a su medida.

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