
Hay personas en Salta que piensan que el juicio político es una especie de catástrofe, una tragedia terminal de la democracia. Y se equivocan.
El hecho de que el juicio político sea un remedio extremo y que haya sido empleado solo en ocasiones contadas para apartar de su cargo a quienes no lo han ejercido como la Constitución manda, no quiere decir que sea un instrumento excepcional, al que se haya de recurrir únicamente cuando todo el sistema se encuentra al borde de la desestructuración, el desgarro o el colapso.
Al contrario, el juicio político es una solución racional y pacífica para evitar aquellos males. Si fuera un remedio bárbaro o de imposible aplicación, sencillamente la Constitución no lo hubiera previsto.
En el caso del solicitado enjuiciamiento del presidente de la Corte de Justicia de Salta, algunos están intentando por estas horas desplegar una pesada cortina de humo en frente del procedimiento ya iniciado, con el fin de que los ciudadanos -y lo que es más grave, sus representantes legítimos- no puedan calibrar bien lo que se encuentra en juego.
Son interesadas y falaces las posturas que sostienen que se ha pedido la acusación del presidente de la Corte de Justicia porque este buen señor «quiere que los jueces como él duren para toda la vida y no solo seis años, como establece la Constitución».
En esta frase hay una afirmación verdadera y una consecuencia falsa: el presidente de la Corte de Justicia, como cualquier ciudadano, puede -y faltaría más que no pudiera- desear lo que le plazca, para sí o para las instituciones de la Provincia, dentro o fuera de la Constitución. El «deseo», sea personal o sea institucional, aun el más antidemocrático y antisocial del mundo, no puede ser penalizado.
Son igualmente falaces aquellas opiniones que interesadamente dicen: «Este es un asunto que se resuelve con una reforma de la Constitución, no con un juicio político».
Son falaces porque parten de una premisa notoriamente falsa, y es la de que se pretende enjuiciar al presidente de la Corte de Justicia simplemente por «un mal querer» y no por «obrar en consecuencia».
Cualquiera, en Salta y fuera de Salta, sabe que una reforma constitucional no sirve para lo que puede servir el juicio político. Convendría no confundirse y entender que aunque la futura Constitución declarara con toda la pompa que el río Arenales es el curso de agua más puro y sano del planeta, nada podría impedir juzgar a los que en el pasado lo contaminaron salvajemente.
La comisión parlamentaria que debe estudiar el pedido suscrito por seis diputados provinciales no debe entrar a valorar, pues, si el asunto se puede o no resolver a través de una futura reforma de la Constitución. Hacer algo como esto sería tan grave como faltar a los deberes que impone el cargo de diputado provincial.
Lo que debe analizar la comisión competente es si el ciudadano señalado, durante su desempeño como magistrado, ha incurrido o no en alguno de los supuestos de responsabilidad previstos taxativamente en la Constitución. Cualquier otro análisis se cae fuera de su órbita de competencias y podría, llegado el caso, dar lugar a la exigencia de responsabilidad a los diputados, que, sea por exceso o sea por defecto, han desviado el objeto de la comisión.
Es decir, que lo único que deben hacer los diputados es «instruir» (en el sentido procesal de este término) y, en tal sentido, no solo pueden sino que están obligados -por la especial trascendencia institucional del asunto- a agotar todas las actividades posibles de la instrucción sin renunciar a ninguna de ellas. Es decir, deben acordar y practicar todas aquellas diligencias que tengan por objeto inmediato la constatación de la existencia de la causa de enjuiciamiento (la alegada por los promotores o cualquiera de las otras previstas en el artículo 160 de la Constitución).
La comisión también debe averiguar y esclarecer todas las circunstancias que puedan llegar a influir en la calificación final de los hechos, así como proceder a la averiguación de la identidad de los responsables (que puede ser solamente el señalado por los promotores, pero también pueden ser otros que lo han ayudado a cometer actos contrarios a la Constitución).
Tratándose de un juicio político y no judicial, la instrucción del proceso debe atender particularmente a la opinión de los ciudadanos, que deben tener la posibilidad de ser escuchados con amplitud y sin limitaciones irrazonables, pero no sobre la personalidad del magistrado enjuiciado, sus cualidades o sus defectos, sino sobre los hechos concretos de los que se le acusa. Cualquier otra solución conduciría a un enjuiciamiento «partidario» y no «político».
Esta actividad instructora culmina lógicamente con la preparación de la acusación (que deberá ser sometida al pleno de la cámara), lo que supone el aseguramiento de los medios de prueba e incluso la proposición al pleno de las medidas cautelares que podrían llegar a adoptarse, como la suspensión temporal del o de los acusados.
Ahora no es el momento de juzgar, ni siquiera de manera indiciaria, si el presidente de la Corte de Justicia ha incurrido en mala conducta, en mal desempeño o en falta de cumplimiento de sus deberes. Este es un asunto que no se puede resolver solo «por las tapas», sino que, por un imperativo de elemental dignidad y decoro, requiere que el investigado sea citado a declarar, con todas las garantías del caso, ante la comisión parlamentaria a la que se ha encargado instruir el procedimiento.
Los hechos son los que son y no pueden ser modificados. La Constitución de Salta no dice en ningún momento que la mala conducta, el mal desempeño o la falta de cumplimiento de deberes deban tener la consideración de «graves». Basta con un mínimo ataque material al orden constitucional vigente para que el juicio político pueda tener lugar y desplegarse en toda su intensidad, sin perjuicio de la soberana facultad del Senado de apreciar en su día la existencia o no de la causal que funda la acusación. Solo la absolución por el Senado, después de una defensa pública, (y no el archivo o el dictamen negativo de la comisión de diputados) puede salvaguardar la honra del magistrado acusado. Cualquier otro modo de finalización anticipada del proceso dejará subsistente la sospecha de que las simpatías políticas son más fuertes que las regulaciones de la Constitución.
Dicho en términos un poco más prácticos: si no hay acusación de la Cámara de Diputados y absolución por el Senado, el día en que el Gobernador de la Provincia decida solicitar a la Cámara de Senadores un nuevo acuerdo para el mismo juez, será imposible no ver sombras en su idoneidad cuando se ha cerrado en falso un anterior procedimiento de juicio político.
Conviene saber que el juicio político no sirve ni ha sido instituido para enmendar los «errores técnicos» de los magistrados ni para corregir sus interpretaciones de las normas jurídicas. Para esto existen los medios de impugnación (los recursos) previstos en las leyes procesales. El ámbito del juicio político está reservado para las consecuencias que el apartamiento de la Constitución y de la Ley proyectan sobre el orden político.
Así, solo en la medida en que ciertas actuaciones de los magistrados -que pueden ser incluso involuntarias o simplemente negligentes- sean capaces de provocar un menoscabo institucional que ponga en entredicho la vigencia de las libertades públicas, que introduzca incertidumbre en la vida política o en la estabilidad jurídica, que rompa las reglas del juego democrático, que favorezca la concentración del poder o su ejercicio sin límites, estaremos inequívocamente situados frente al ámbito de aplicación del juicio político.
En términos políticos mucho más simples, se espera de los representantes del pueblo (diputados y senadores) que actúen y pongan en marcha el juicio político cuando existan amplias evidencias de una importante preocupación ciudadana. Las personas señaladas deben tener un trato justo, pero no serles dispensada ninguna protección especial, más allá del juramento de diputados y senadores de desempeñar sus cargos con apego a la Constitución. Es esta la única y más importante garantía de un fair trial y debería resultar suficiente para cualquier hombre de bien.
Así como las simples venganzas personales no son motivo para la incoación de un juicio político, no se requiere tampoco que el enjuiciado haya cometido grandes crímenes ni atentados horribles contra la Constitución, la libertad o los principios republicanos. Pensar así es cometer un grave error y desconocer la utilidad del juicio político como herramienta racional de protección de los mecanismos democráticos.
Diputados y senadores tiene que cumplir su papel y estar a la altura de las circunstancias, de lo que los ciudadanos esperan de ellos. El juicio político no existe para que una Legislatura hostil disponga de los cargos más altos del Estado como si fuesen suyos, pero tampoco existe para que una Legislatura dócil apoye, contra toda evidencia, a quienes han atentado contra el orden político establecido.
Lo último que se puede esperar de los representantes populares (diputados o senadores) que intervengan en el proceso del juicio político es que obren por miedo a las represalias que puedan provenir del mundo judicial. Quienes se enfrentan al dilema de llevar adelante un proceso de enjuiciamiento con todas las garantías pero con todo el rigor del caso o guardar la ropa, esperando a que escampe, tienen que pensar que de lo que se trata es de defender la Constitución (la norma que el pueblo de Salta se ha dado para organizar su convivencia). Y que si los que deben defenderla en última instancia (los jueces del más alto tribunal de justicia de la Provincia) no solo renuncian a hacerlo sino que se conjuran para atacarla, son los diputados y senadores, en nombre del pueblo de Salta, los que deben tomar el testigo y defender nuestra norma fundamental frente a quienes han perpetrado el ataque.
Todo lo demás es construir un mito absurdo alrededor del juicio político, que es una institución pensada para que nos sirva a todos y no para perjudicar a nadie.