Del humanismo moderno a la antigüedad deshumanizada

  • En la vida se puede traicionar casi todo lo que hemos conocido, amado y respetado, con consecuencias generalmente muy poco valiosas para el que incurre en esta conducta. Pero lo que seguramente no se puede hacer sin exponerse al desprecio más intenso por parte de nuestros semejantes es traicionar los principios que han servido de guía para nuestra educación en libertad.
  • Previsibilidad monárquica vs. casualidad republicana
mt_nothumb

Hay muchas formas de entender la república, por suerte. Y todas son válidas: desde las más pomposas hasta las más sencillas. Es cuestión de gustos, pero en cierto modo también de convicciones.


Están quienes entienden la república como una escalera de honores, interminable y solo ascendente, cuyos primeros escalones están constituidos por la combinación exacta de nacimiento, fervor religioso y educación de elite. Pero están también aquellos que la entienden tal y como, con cierta ingenuidad, se la enseñaron sus maestros en la escuela igualitaria (the promises our teachers gave, if we worked hard if we behaved).

Lo que tienen en común estas dos formas de ver la república es que ambas proponen como método para llegar a lo más alto el «portarse bien». Es decir, que nadie que haya traicionado su nacimiento, abjurado de su religión o se haya convertido en un patán en sus maneras y en su relación con el prójimo puede llegar a la cima de la república, como tampoco podría llegar aquel que no ha trabajado duro y no se ha sabido comportar.

Dicho en otros términos, la república (la ideal, por supuesto) tiene sus puertas cerradas a cal y canto a los oportunistas, a los cómodos, a los herejes, a los holgazanes y a los maleducados en general. En especial, a aquellos que consagran su existencia a la búsqueda de atajos para eludir la responsabilidad y el sacrificio que a menudo impone el deber.

La república se diferencia básicamente de las monarquías en un detalle que puede que a muchos les parezca intrascendente pero que no lo es en absoluto. En las monarquías, el valor de la «previsibilidad» es muy importante, mientras que en las repúblicas el factor más importante, de cara a la definición de la jefatura del Estado, es la «casualidad». En las monarquías hereditarias podemos saber con un elevado grado de certeza de qué familia saldrá el elegido, que puede ser un oportunista, un cómodo, un tarambana (la historia está repleta de ejemplos), mientras que en la república «imprevisible» no lo sabemos. Tanto es así que cuando alguien en un régimen republicano de gobierno se dice «predestinado», lo primero que tenemos que hacer -antes de dar por muerta a la república- es desconfiar.

En la vida se puede traicionar casi todo lo que hemos conocido, amado y respetado, con consecuencias generalmente muy poco valiosas para el que incurre en esta conducta. Pero lo que seguramente no se puede hacer sin exponerse al desprecio más intenso por parte de nuestros semejantes es traicionar los principios que han servido de guía para nuestra educación en libertad. Es decir, tendremos que pagar un alto precio si nos hemos formado en el igualitarismo republicano y viramos hacia el elitismo aristocrático. Lo mismo que si nos hemos formado humanistas, modernos y universalistas y acabamos convertidos en seres egoístas, que rechazan lo humano como relatividad histórica o metafísica y ejercen el paternalismo sobre sus congéneres. Si convertimos en carne de picar a los que son iguales a nosotros, si les negamos su condición de sujetos autónomos -sin necesidad de caer en la crueldad- si los aislamos del mundo y los condenamos a vivir en una sociedad atrasada, superada por los acontecimientos y carente de futuro, alguien que seguramente no es nuestra propia conciencia nos lo va a reclamar.

En términos prácticos se podría decir que traicionar esta parte de nosotros mismos es posible, pero no sin unas consecuencias que normalmente son devastadoras para el que comete un acto de esta naturaleza.

Las traiciones de este tipo, sea que se produzcan en cadena, sea que afecten puntualmente a individuos investidos de cierta responsabilidad social, deben ser siempre contempladas como una derrota mayor de la educación y como un retroceso humano y social, en la medida en que la traición a los principios que estructuran nuestra personalidad ponen de manifiesto la pervivencia de aquello que nuestra educación en sociedad tiende a erradicar: el egoísmo humano.

La democracia puede, lógicamente, corregir esta perversa deriva de la república, en la medida en que las mayorías están capacitadas para contribuir -aunque rara vez lo intentan- a afirmar los valores traicionados y aislar a quienes sienten que han podido desligarse de ellos, como si fueran una pesada impedimenta en su ascensión a la cima. Quien ha destruido parte de los pilares en que se apoya el edificio de la república se ha encargado antes de hacer cosa parecida con los mecanismos de la democracia, ya sea comprando voluntades (hasta donde dé el presupuesto) o haciendo que su voluntad sea manipulada a través de los mecanismos electorales (cambiando el sistema de voto, por ejemplo) o parlamentarios (dando a las mayorías el lugar que deberían ocupar las minorías).

Es más difícil todavía cuando los que traicionan los valores de su educación carecen de contradictores o cuando, teniéndolos, los que a él se oponen solo esperan su tropiezo para ocupar ellos el lugar vacante y convertirse en los nuevos traidores.

Pero en aquellas sociedades en las que sucede algo parecido, no todo está perdido. Cuando la ética republicana o el compromiso democrático comienzan a escasear en el espacio público, la democracia y la república encuentran refugio en la conciencia de los ciudadanos, de donde es muy difícil arrancarlas, sea con prebendas, sea con paternalismo, sea con manipulación electoral o sea con violencia. El tiempo que tarden los ciudadanos en construir nuevos liderazgos, que sean congruentes con los valores de una sociedad madura, amante de la libertad y partidaria de la igualdad, es impredecible o «imprevisible», para usar un vocablo en boga.

Lo que es cierto es que esa reconquista cívica, esa batalla por recuperar el tejido que las ensoñaciones de los poderosos han destruido, es -como dice la exquisita pluma de la Corte de Justicia de Salta- algo «irrefragable».

{articles tags="current" limit="3" ordering="random"}
  • {Antetitulo}
    {link}{title limit="58"}{/link}
    {created} - {cat_name} - {created_by_alias} {hits}
{/articles}