
Ha transcurrido más de medio año desde la dura e inesperada derrota en las urnas de los partidarios del gobierno de Salta. Desde entonces, la política local ha experimentado algún pequeño revuelo que, sin ser demasiado importante, al menos ha servido para sacudir un poco el letargo de la siesta provinciana y, con él, la pasmosa calma con que el gobierno venía enfrentando las dificultades que son de todos conocidas.
En octubre de 2017 emergió una fuerza política que antes no había tenido casi ningún protagonismo en Salta, pero que entre una cosa y la otra (las circunstancias, el clima de descontento general y el natural desgaste del gobierno provincial después de nueve años de sueño profundo y prolongado) consiguió imponerse en unas elecciones que serán recordadas por mucho tiempo.
A siete meses de aquello, nada parece ser lo que era; pero esto es solo un espejismo. El gobierno, más astuto que la oposición victoriosa, consiguió en apariencia revertir el resultado de las urnas y volver al centro de la escena política, sin apenas cambiar de discurso, de estrategia, de agenda o de objetivos. Los ganadores de 2017, en vez de sentarse a ordenar sus ideas y elaborar un proyecto de futuro para Salta y sus habitantes, le han cedido la derecha al gobierno -cuyo protagonismo sigue siendo excluyente- y solo esperan que los errores de los gobernantes acaben por llevarlos a ellos (los opositores victoriosos) al gobierno. Y poco más.
Salvo quizá el intendente Gustavo Sáenz, que busca afirmar un liderazgo llamémosle carismático o telúrico, parece erigirse en una figura alternativa, pero hasta hoy es una incógnita si esa alternativa traerá consigo un cambio de enfoque en la forma de entender y practicar el poder o si solo se plantea ser una pasarela entre dos fracciones de un mismo territorio.
Lo cierto es que «el uno por el otro y la casa sin barrer».
Dicho en palabras bastante directas, el futuro de Salta es mucho más que ponerle un impuesto a los que a duras penas pagan por ver Netflix o cambiar los caballos de los carreros por motocargas.
El liderazgo en las sociedades modernas no se agota con las propuestas y las medidas para solucionar los problemas del presente sino que comprende la obligación moral de proponer a la sociedad un modelo para abordar el futuro y hacer frente a los desafíos que se avecinan. Entre ellos, atender las necesidades de los que más difícil lo tendrán para adaptarse a los cambios.
Este un problema que no solo afecta al Gobernador de la Provincia o al Intendente Municipal de Salta sino que se extiende a toda la dirigencia política y social de Salta, con independencia de sus preferencias ideológicas. Todos, en mayor o menor medida, han demostrado que echan a temblar frente a la posibilidad de hacer las reformas que Salta necesita para que el futuro no nos pase por encima y nos coloque aún más atrás de lo que ya estamos.
Urtubey ha renunciado a hacer reformas y si en los dieciocho meses que le quedan como Gobernador se le ocurre hacer alguna, no será porque Salta lo necesite sino porque su campaña presidencial así lo requiere. De esto caben pocas dudas. Sus continuos cambios de opinión sobre cuestiones de gobierno más bien delicadas exponen a los salteños a cualquier sorpresa y no precisamente a una sorpresa agradable.
Del lado de Sáenz las cosas no son mucho mejores; pero en su caso parece bastante razonable que quiera ser prudente y no arriesgar innecesariamente. Un error podría costarle muy caro en estos momentos.
El problema es que si no lo hace nadie (abordar los desafíos del futuro), alguien lo hará más tarde o más temprano. Y en estos momentos, a los salteños y salteñas nos conviene que lo haga un político conocido y no «un loco suelto», para usar una denominación acuñada con acierto por el expresidente José Mujica.
La complejidad social amenaza con desbordarnos
Hace rato que nos hallamos en una situación en la que nos conviene comprender que los gobiernos son organizaciones rígidas que afrontan una profunda crisis tecnológica y de legitimidad que no es fácil superar. Aun con las mejores herramientas a su alcance, un gobierno de corte clásico, como el que tenemos, es y será incapaz de lidiar con las demandas emergentes de una sociedad cada vez más compleja, más fragmentada, más interconectada y más atenta a lo que pasa a su alrededor.De un modo creciente e implacable, los ciudadanos esperan de las organizaciones gubernamentales un nivel de experiencia y de servicio similar al que reciben de algunas empresas comerciales. Es tiempo -pienso yo- de hacer frente a este desafío disruptivo y a las nuevas expectativas ciudadanas, reinventando el corazón del Estado.
Desde hace un cierto tiempo los ciudadanos esperan que el gobierno elabore respuestas concretas (no discursos voluntaristas) sobre temas muy puntuales como las perspectivas de futuro de los jóvenes, la participación ciudadana, la innovación social, los equilibrios urbanos, las relaciones entre economía digital y sociedad, la asimetría territorial, el futuro del progreso económico, las migraciones, el modelo de solidaridad social, la fractura demográfica, las turbulencias políticas, el renovado papel de la mujer en la vida social y económica, el cambio climático o las amenazas a la seguridad.
No basta con reflexionar sobre el futuro: hay que actuar
Es indudable que el gobierno y sus técnicos tienen alguna conciencia de la existencia de estos desafíos, pero una cosa es saber lo que ocurre (es difícil no enterarse) y otra cosa bien diferente es ponerse en la tarea de elaborar soluciones junto a los interesados (los ciudadanos, los agentes sociales y económicos), pero de una forma abierta, transparente y colaborativa, como lo exigen los tiempos.Sin embargo, aunque el gobierno o los políticos tengan alguna idea de lo que está pasando, lo que se echa en falta es un discurso global y comprensivo sobre estos problemas, que a la vez que sirva para explicar los fenómenos que vivimos nos inviten a la acción. No necesitamos respuestas aisladas y desconectadas las unas de las otras, sino una solución «sistémica» y «pacticable», que estudie todos los factores interrelacionados, tal y como se presentan en la realidad, y que vaya mucho más allá de los parches minúsculos que se desentienden de los resultados que producen y que se resisten a la evaluación o el control de los ciudadanos.
Parece evidente que lo más atrevido que han conseguido los políticos de Salta -incluido el gobierno- en estos últimos siete meses es proponer una reforma constitucional. Pero, aunque mañana nos sentemos a redactar la mejor constitución del planeta, nuestros problemas -los que he enumerado más arriba- seguirán ahí, sin que nadie los resuelva, sin que nadie nos convoque a hacerlo.
Cambiar el corazón del sistema político es difícil, seguramente riesgoso, pero no imposible. Se han producido en el seno de nuestra sociedad cambios significativos que obligan a reinventar aquellas organizaciones que durante todo este tiempo han pervivido gracias a su capacidad para mantener el statu quo. Si nos animamos a mirar la cuestión política a través de un prisma tecnológico, se podría decir que en los últimos cinco años, la mayor parte del esfuerzo ha estado concentrado en el diseño de diferentes «interfaces de usuario» para el viejo sistema existente. Pero hemos llegado a un punto en el que mantener el núcleo del sistema, tal como lo hemos conocido en los últimos treinta y cinco años, se ha convertido en una pesadilla y representa un riesgo que ya no podemos asumir.
La actualización pendiente
Volviendo al símil tecnológico, es como si en la pantalla de nuestro diseño institucional apareciera un mensaje que dijera: «hay una actualización disponible». ¡Y que nadie que se anime a oprimir el botón!Actualizar el núcleo del sistema es ahora más necesario que nunca, ya que las restricciones y las disfuncionalidades que arrastra lo que bien conocemos están impidiendo que el gobierno y el Estado asuman nuevas responsabilidades y creen nuevas oportunidades para los salteños. Estamos frente a una deuda técnica real (una deuda para con los ciudadanos y su futuro), y los políticos -me incluyo, en este caso- estamos obligados a hacer un gigantesco esfuerzo de concentración y atención para convertirnos en líderes facilitadores del cambio tecnológico en los servicios públicos.
Insisto en que nuestros políticos, los más conocidos y los menos, no están preparados para esta tarea. Les suena la música pero no saben la letra; especialmente, porque aún no ha sido inventada.
Atrás ha quedado el tiempo en que los salteños nos las ingeniábamos para gobernarnos, de espaldas al país, a la región y al mundo. Hoy los gobiernos compiten en un campo de juego -que es a la vez global, regional y local- y apuestan a acaparar el talento, la inversión, la innovación y los negocios. Aquellos capaces de responder positivamente al cambio, y no encerrarse en estrategias defensivas o refugiarse en el discurso de la previsibilidad, serán más atractivos y, por lo tanto, exitosos.
La escala, el riesgo y la complejidad de los cambios necesitan no solo de políticos atentos, líderes sólidos y dirigentes más o menos afortunados en una o dos elecciones. Se requiere cuidado y compromiso durante muchos años.
Si de verdad queremos que el futuro no nos sorprenda y que las generaciones de salteños que vienen después de nosotros se extravíen entre el desencanto y la falta de horizontes, debemos entre todos hacer un esfuerzo por formular un proyecto integrado de futuro (no un plan de obras públicas a veinte años), que incluya las reformas institucionales necesarias para que nuestras organizaciones públicas sean ágiles, capaces de cambiar sus sistemas, estructuras y procesos para adaptarse a los desafíos del porvenir. Tenemos que concentrarnos en una visión sólida del entorno, poner el foco y la atención en los movimientos de quienes están cerca y lejos nuestro, de quienes cooperan o compiten con nosotros. Una visión informada por la innovación tecnológica, los conocimientos de la industria y las prácticas líderes, que abarcan la apertura, la colaboración y la flexibilidad, entre otros valores.
No quiero decir con esto que debamos despreciar las obras de cloacas o de cordones cuneta; ni siquiera tachar de inútiles los sueños albañileriles de la corporación de contables que ha copado el Consejo Económico y Social. Bienvenidas sean las obras y los vetustos contadores con sus planes quinquenales. Lo que veo mal es que las necesidades de otros siglos nos impidan ver a lo que nos enfrentamos: una era de cambio sin precedentes, con múltiples oleadas de tecnología que a su vez están promoviendo la aparición, cada vez más acelerada, de nuevos modelos de negocios, y que por ello mismo están alterando el tejido de nuestras economías y nuestras sociedades.
Previsibilidad vs. imprevisibilidad
Si para el Gobernador de Salta el imperativo de la hora es la «previsibilidad» el mío -si se me permite- es su exacto opuesto: la «imprevisibilidad».El cambio crea oportunidades y riesgos masivos. Oportunidad de aumentar la prosperidad económica y social a un ritmo sin precedentes. Debemos ser imprevisibles y osados, y perderle el miedo a la innovación pública.
Si acertamos -cosa que seguramente haríamos si abandonáramos la idea de ser «previsibles»- podríamos eliminar trabajos tediosos y peligrosos, reducir los accidentes y extender vidas saludables. En definitiva, vivir vidas más felices y satisfactorias, dentro de lo que cabe, lógicamente. La fractura con el pasado es inevitable y debemos aceptar el cambio y la «imprevisibilidad» para sobrevivir.
Pero no podemos permitirnos ni por un minuto olvidarnos de quienes se ven y se verán afectados por el cambio. Tenemos que protegerlos, porque su protección es un imperativo ético de la política democrática. Y ya no podemos hacerlo con las herramientas que tenemos, que se han quedado obsoletas. Hay que inventar otras. No podemos ni podremos conocer el impacto detallado de las transformaciones que sucederán, puesto que el cambio está ocurriendo rápidamente y de una forma tan intensa, que no somos capaces de controlar. Pero al menos podemos hacer el intento de anticiparnos y planificar un cambio; siempre a condición de aceptar que es necesario e inevitable.
Los gobiernos tienen un papel especial que jugar en la regulación del cambio disruptivo, tanto para proteger a nuestras sociedades y para evitar que los más débiles sufran, como para apoyar a las personas y las empresas, alentando a unos a otros a abrazar la innovación como una forma -quizá la única- de mejorar nuestra economía y la sociedad.
Salta está en mora de su obligación de abordar y gobernar los desafíos del porvenir. Es verdad que la innovación que nos afecta está corriendo una alocada carrera más allá de nuestras fronteras y que es difícil gestionarla. Pero las estructuras de gobierno que tenemos, las ideas políticas y, sobre todo, los hombres que piensan con criterio político, no son ya ni suficientes ni idóneos para crear una sociedad adaptable y a prueba de futuro.
Los cambios no pueden esperar, porque el futuro -que por un lado nos acecha y por el otro nos seduce con su promesa de una sociedad más justa- no hará una parada técnica en río Ancho hasta que nos decidamos a recibirlo. O nos sentamos todos los que somos a debatir abiertamente cómo organizar racionalmente la recepción, y lo hacemos ahora, o no habrá más remedio que pensar en cambiar lo más rápidamente posible y de una vez por todas a una dirigencia política demasiado «previsible», que es capaz de soñar con el poder pero que ya no es capaz de alumbrar las respuestas que la sociedad exige, al ritmo y con la profundidad que los tiempos le demandan.