
Ninguna constitución del mundo está actualizada. Si alguna se ha votado ayer, seguramente hoy ya está un poco obsoleta. De modo que ponernos a reformar una constitución porque creemos que está obsoleta para que en poco tiempo vuelva a estarlo, es una operación de riesgo que nos obliga a calibrar cuidadosamente sus inconvenientes y sus beneficios.
Siempre he defendido que antes de hacer lo más difícil (reformar la Constitución) podríamos empezar por lo más fácil, que es intentar cumplirla. Y cumplirla con todo y sus defectos, que son muchos y muy visibles, como casi todo el mundo sabe. Pero aun las constituciones malas se han hecho para ser cumplidas y no para ser ignoradas.
Podemos ponernos de acuerdo en que el principal problema que arrastra desde hace años nuestro sistema político y nuestro diseño constitucional es la concentración del poder. Pero si lo hacemos -cosa que, entiendo, no es difícil- automáticamente tenemos que admitir que esa concentración del poder supone un retroceso correlativo de nuestras libertades. Esto ya es un poco más complicado pero, a mi juicio, es imprescindible.
Pero aunque este segundo consenso no fuese fácil ni rápido de alcanzar, se podría empezar por buscar un gran acuerdo para desconcentrar el poder, para hacerlo más democrático, repartido y controlable; un consenso que no requiera la fuerza de una norma para imponerlo.
Dicho en otros términos, que sería de largo mucho más inteligente, antes que plantear un proceso formal de reforma de la Constitución, explorar las posibilidades de un acuerdo entre gobernantes, legisladores, concejales, intendentes, jueces y fiscales para instaurar un periodo de transición en el que cada uno se muestre sinceramente dispuesto a ejercer su poder dentro de unos límites razonables, especialmente en cuanto a tiempo se refiere.
Este periodo de transición, que podría durar entre tres y cinco años, podría servirnos para muchas cosas, además de para lograr una limitación efectiva del poder. Si vamos a reformar la Constitución, antes de hacerlo es necesario saber qué vamos a hacer y por qué lo vamos a hacer.
Es decir, tenemos que evitar la tentación de adoptar modelos abstractos como los que proponen aquellos que dicen tenerlo ya «todo atado y bien atado», y considerar, mejor, que la Constitución de 1986 (con sus enmiendas de 1998 y 2003) ha funcionado globalmente bastante bien, aun cuando las mejoras son incontestablemente necesarias, si bien no de forma inmediata.
El periodo de transición que propongo puede poner de manifiesto con mayor claridad que el problema de la concentración del poder, que tiene por principales beneficiarios al Gobernador de la Provincia y a una pequeña oligarquía enquistada en el Poder Judicial, no se debe tanto a los apetitos de poder de uno y otros sino al deficiente funcionamiento de nuestro parlamento provincial.
Un mal funcionamiento que, incluso, se desdobla en dos: por un lado, su pobre capacidad de elaborar las leyes que la sociedad necesita en cantidad y calidad suficientes, y, por el otro, su casi nulo ejercicio de los poderes de control sobre la acción de gobierno que le incumben. Si nos planteamos reformar la Constitución, tenemos forzosamente que pensar en desarrollar estos dos poderes y dejar de contemplar a nuestros legisladores como meras piezas de recambio al servicio del poder de turno, como polvorientos embajadores de los intendentes de tierra adentro, o como fieles servidores del Gobernador de la Provincia y sus intereses de urbanita empedernido.
Para ello, no solamente hace falta reformar la Constitución sino, muy especialmente, el sistema electoral que tenemos, que solo contribuye a la postergación de los territorios y las poblaciones representadas. Es necesario diseñar un sistema con circunscripciones electorales más grandes o, incluso, única.
Es necesario dotar a la Legislatura provincial de más poderes, de más presupuesto y de más hombres y mujeres (una sola cámara con al menos 180 representantes electos), para desarrollar el rol de las comisiones parlamentarias, el control de la ejecución de las leyes, el control de calidad de las leyes o el estatuto de la oposición (punto clave de la mejora democrática). Muchas de estas reformas pasan necesariamente por una revisión de la Constitución, pero en su mayoría solo requieren un cambio en las prácticas. En muchos casos sería suficiente modificar los reglamentos de las asambleas, o pensar en sancionar leyes orgánicas que afirmen las potestades de la Legislatura. Pero el estado mental de nuestra Legislatura parece erigirse en escollo insalvable para ello.
Tenemos que comprender que entre los factores que han acelerado notablemente la pérdida de la calidad de nuestras instituciones figuran a la cabeza la falta de leyes, su escasa calidad, pero también, y fundamentalmente, la creciente pérdida de centralidad de la ley en nuestro entramado institucional, en beneficio de un activismo gubernamental excluyente y sobreactuado. Cada vez que el Gobernador de la Provincia toma decisiones, supuesta y directamente amparadas en la Constitución, y solo en ella, se elude y se posterga a la ley y al Poder Legislativo, sin que este haga nada por remediarlo.
El Gobernador de la Provincia no puede regular a su antojo los derechos fundamentales y los no fundamentales y hacerlo en desmedro de la ley, sea por ausencia o por insuficiencia de esta. Son comportamientos como estos, justamente, los que nos abocan a un escenario de concentración de poder que juzgamos intolerable.
Más tarde o más temprano, los salteños deberemos decidir si lo que conocemos por Poder Judicial es un poder del Estado, al igual que los otros dos, o si simplemente se trata de una autoridad. Esta es una decisión clave. Si nos decidimos por instaurar un Poder Judicial en toda regla, automáticamente tendremos que poner a salvo de la discrecionalidad de los jueces los poderes políticos que hoy la Constitución reconoce a sus órganos y encargar estas funciones a instituciones formal y sustancialmente independientes, para que la jurisdicción se despliegue como un auténtico poder de control de los otros poderes y que no se utilice la potestad de dirimir controversias individuales como una muleta de los órganos políticos.
En otras palabras, que hay que repartir las competencias que hoy ejerce la Corte de Justicia provincial en cinco órganos diferentes, independientes entre sí y sujetos a controles eficientes y efectivos. Y evitar, en la medida de lo posible, el impresentable despliegue de poder territorial que hoy se intenta concretar con la ley que regula la justicia de paz en territorios en donde no hay ni gallinas para robar. Son todas estas cuestiones que requieren no solo de práctica sino de una reforma constitucional en toda regla.
Pero la urgencia de esta reforma está condicionada por la actitud que muestren los interesados: Si se empeñan en seguir acumulando poder en desmedro de las libertades cívicas y en favor del poder político coyuntural, la reforma será necesariamente más urgente. Si, por el contrario, demuestran que son capaces de controlar su propio apetito de poder, la reforma puede esperar todavía algunos años.
Es casi imposible agotar en un artículo de estas características todos los temas que aparecen vinculados con una reforma constitucional. Lo más importante, por el momento, es retener que para embarcarnos en una aventura institucional de esta envergadura hay que tener algunas cosas claras, además de la «voluntad de hierro» de reformar, solo porque lo hemos hecho antes y porque sabemos cómo se hace. Es necesario discutir por qué y para qué queremos reformar, antes de saber cuándo y cómo vamos a hacerlo.
Cualquier intento de lanzar un proceso de reforma sin haber agotado racionalmente la discusión del por qué y el para qué, hará que la reforma nazca sospechosa de ser una operación, bien para beneficiar a una parcialidad, bien para poner obstáculos a otra. No necesitamos una reforma útil para unos pocos o castradora de otros tantos. Necesitamos una Constitución que sirva para todos, del modo más ecuánime posible. Pero lograr un producto así no es tarea fácil como algunos pretenden hacernos creer.