Consenso político sin igualdad, el nuevo nombre de la exclusión

  • Mediante su invariable apelación al 'consenso', los autodeclarados reformadores de la Constitución de Salta pretenden crear una apariencia de amplitud y de transparencia, que oculta la completa exclusión aquellos que en Salta solo tienen la propiedad impropia de su libertad, para defenderse de los corrosivos embates sincronizados de la oligarquía y la aristocracia.
  • Reforma de la Constitución de Salta

Quienes la semana pasada se exhibieron junto al Gobernador de la Provincia y pactaron con él poner en marcha un proceso de reforma express de la Constitución de Salta, presentaron su iniciativa política como fruto del «consenso».


He de admitir que la palabra seduce de entrada, sobre todo a quienes piensan que la política es ese espacio idílico e impoluto, en donde, con un poco de buena voluntad, hombres y mujeres muy diferentes entre sí se ponen de acuerdo sobre cuestiones que son dificilísimas de acordar y que, después de conseguirlo, se dan besos y abrazos como buenos hermanos que son.

Pero ¿qué es el consenso? ¿Cuál es su utilidad en política? ¿Quiénes están llamados a otorgarlo? ¿Qué requisitos ha de tener el consenso para que pueda ser proclamado como un valor superior de la convivencia política?

Sé que son preguntas un tanto demasiado filosóficas cuyas respuestas requieren de una larga elaboración. Y sé también que quienes por estos días presumen de ese exquisito «consenso de cambios para el progreso de Salta» no tienen tiempo ni ganas para sentarse a responderlas. O quizá no conocen las respuestas.

Lo que me llama la atención es que quienes estos días pasados han esgrimido el consenso como argumento de autoconvencimiento (o de autosugestión, según se prefiera) ya utilizaron la misma palabra, el mismo tono solemne y los mismos artificios teóricos, hace hoy exactamente veinte años, cuando entre ellos se pusieron de acuerdo para reformar la misma Constitución que hoy pretenden modificar, pero en una dirección diametralmente contraria a la que ahora se proponen adoptar.

En aquellos lejanos días del otoño de 1998, los mismos personajes que hoy ofrecen titubeantes conferencias de prensa no ahorraron esfuerzos para invocar un consenso, supuestamente extenso, que muy poco después de sancionada la enmienda se descubrió que no existía como tal o que no servía para lo que sus arquitectos dijeron que iba a servir.

En veinte años, Salta -como el mundo en el que está inserta- ha sufrido dramáticos cambios de orden social, económico y político. Y no solo una vez sino varias veces. Pero de ello no parecen enterarse mucho quienes hoy parecen empecinados en volver a reformar la Constitución, con el mismo discurso y con los mismos métodos de antaño.

Ya en 1998 se había publicado en la Argentina aquel librito de Jacques RANCIÈRE, titulado La Mésentente en su idioma original y traducido al castellano como El desacuerdo.

En esta obra, el filósofo expone que una de las condiciones para la política democrática es la existencia del disenso o desacuerdo, pues lo que conduce al diálogo democrático y a la construcción de una sociedad variada y plural es precisamente esa diferencia o tensión que existe entre los individuos que la componen.

Según RANCIÈRE, el desacuerdo no es el conflicto entre quien dice blanco y quien dice negro. Es el existente entre quien dice blanco y quien dice blanco pero no entiende lo mismo o no entiende que el otro dice lo mismo con el nombre de la blancura.

Aunque el libro de RANCIÈRE tiene un nivel muy alto de generalidad, sus reflexiones sobre el encuentro entre la filosofía y la política nos proporcionan unas herramientas muy útiles para interpretar con más precisión la cuestión de la exclusión. Quisiera, en lo que sigue, referirme a esta perspectiva en particular, que me parece muy útil para interpretar en clave aristocrática u oligárquica la apelación al consenso efectuada por quienes, otra vez, pretenden olvidarse o silenciar al demos.

Como cualquier filósofo que bien se precie, RANCIÈRE comienza reflexionando sobre la antigua Grecia y nos recuerda que la justicia que funda la polis comienza exactamente allí «donde dejamos de distribuir utilidades, para equilibrar los beneficios (...) y las pérdidas». La justicia, pues, comienza en donde se habla de lo que los ciudadanos tienen en común.

Para la filosofía antigua -especialmente la aristotélica- la lógica de intercambio (que se aplica a las transacciones comerciales y a los castigos penales) subordina la igualdad aritmética (una mesa vale dos sillas, un robo «vale» seis meses de prisión, y así) a la igualdad geométrica, que establece la proporción de las partes del bien común en función del valor que cada parte aporta a la comunidad, a su axia.

Aristóteles distingue tres axias: (1) la riqueza de unos pocos, (2) la virtud o excelencia de los mejores y (3) la libertad del pueblo. El problema, como siempre, es combinar los tres valores de forma armoniosa para obtener una sociedad bien ordenada.

Según RANCIÈRE, constatamos que el demos no posee más propiedad que su libertad; una propiedad que no es, por así decirlo, «propia», sino más bien «impropia», en la medida en que la libertad es algo que poseen, en condiciones de igualdad, todos los ciudadanos. Es decir, la igualdad de cualquiera con cualquiera.

Pero el pueblo, excluido de la riqueza oligárquica y de la excelencia aristocrática, que no posee nada en propiedad «propia», se identifica sin embargo con toda la comunidad, con la polis ateniense, cuyas leyes, como es sabido, expresan las decisiones del «pueblo».

Para RANCIÈRE, esta configuración, que permite que la parte que no es ni tiene nada se identifique con el todo, es lo que de verdad funda la política. En palabras del filósofo, «en la comunidad dividida por la lucha de clases, la política instituye o inventa la parte de los que no tienen parte».

Al contrario que su discípulo, buscando reemplazar la igualdad aritmética por la igualdad geométrica, Platón niega la política y sugiere que admitir la intromisión de los «sin parte» comportaría reconocer la igualdad de cualquiera con cualquiera y, en consecuencia, la contingencia del orden social.

RANCIÈRE nos dice además que no debemos confundir la política con la «policía», que es, en su esencia, la ley, generalmente implícita, que define la parte o la ausencia de parte de las partes. Al contrario, es a través de la reivindicación de la igualdad de cualquiera con cualquiera que la política rompe con esta distribución «policial» del cuerpo asignado a su lugar y a su función.

Así pues, mientras la «policía» se asegura de que cada uno se encuentre en el lugar asignado, la política plantea el interrogante de la «parte de los sin parte»: Una subjetivización política recorta el campo de la experiencia que confiere a cada uno su identidad de parte. La política excluye por tanto la dominación absoluta y la democracia emerge como la institución de los sujetos que no coinciden con las partes del Estado o de la sociedad; de aquellos sujetos flotantes que perturban toda representación de lugares y de partes.

En una democracia real, los «sin parte» no deberían sufrir exclusión. Pero, según RANCIÈRE, vivimos en una «post democracia», en una democracia después del «demos», una democracia consensual que tiende a liquidar «la apariencia, el malentendido y la disputa de las personas».

Es precisamente esto lo que pretenden los arquitectos del consenso preconstituyente en Salta: crear una apariencia de amplitud y de transparencia sobre la base de la exclusión de los que en Salta solo tienen la propiedad impropia de su libertad para mal defenderse de los corrosivos embates sincronizados de la oligarquía y la aristocracia. Como sugiere RANCIÈRE, se crea la ficción de una aparición luminosa de todos en la escena común, porque «todo se ve» en una sociedad que se considera a sí misma transparente. Especialmente, el acuerdo de los que están o debieran estar en desacuerdo.

Esta forma de entender el «consenso» significa que ya no hay malos entendidos con los que «no cuentan», desde el momento en que cualquiera de nosotros cuenta permanentemente, gracias, por ejemplo, a las encuestas de opinión, que siguen representándonos cien años después de su invención, a pesar de sus clamorosos errores y sus predicciones extravagantes. Significa también que no hay más litigios ni disputas en torno a la «parte sin parte», sino solo problemas que nos empeñamos en objetivar e intereses que procuramos negociar.

El Estado consensual contemporáneo, para RANCIÈRE, en la medida en que acepta agregar a los individuos, a los grupos y a las comunidades identitarias y que entiende que la suma de la partes configura la totalidad del conjunto social, no soporta la existencia de una parte «supernumeraria». De hecho, al presuponer la inclusión de todas las partes y de sus problemas, el consenso, a diferencia del desacuerdo, se erige en un obstáculo mayor a la subjetividad política de «la parte de los sin parte».

El «consenso», según ha sido esbozado en Salta por quienes pretenden sacar partido de él, sin siquiera tener la voluntad de intentarlo por vías realmente democráticas, desemboca en una prohibición total de los ciudadanos más ignotos e indefensos para «incluirse a sí mismos como excluidos» en la dimensión auténticamente política del litigio.

Esta es la razón -nos dice RANCIÈRE- por la cual «la exclusión es solo el otro nombre del consenso», una deriva de la democracia que, al igual que otros males, como el racismo o las regresiones identitarias, no es más que un efecto del reflujo de la política.

Si queremos reformar la Constitución de Salta tenemos que hacerlo con el concurso obligado y la participación activa de «la parte de los sin parte»; de aquellos a los que el consenso oligárquico excluye de antemano por considerarlos disruptivos, tutelados o subordinados a los intereses de los más poderosos. Será difícil ponerlos de acuerdo, y mucho más todavía encontrar la forma de averiguar si lo están o no lo están. Lo que no se puede hacer es no intentarlo y dejar que sean las encuestas o los diagnósticos paternalistas de las clases más favorecidas los que decidan lo que en cada caso constituye el interés de quienes, a pesar de no tener nada más que su libertad en propiedad, constituyen, desde hace veinticinco siglos, la razón de la existencia de lo que llamamos democracia.

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