
La actitud, entre suficiente y mayestática, de quienes hace pocos días se sentaron con el Gobernador de Salta para -según ellos- trazar las líneas maestras de lo que vendría a ser la futura Constitución provincial, sirve para poner de manifiesto que aquel sentimiento republicano e igualitario que hace más de doscientos años inspiró las medidas adoptadas por la Asamblea del Año XIII se ha extraviado por el camino, desnudado quizá por tantos años de democracia «inclusiva».
Los ocho nuevos Sabios del Talmud han sacado a relucir sus diplomas y sus cualidades, así como su pasado intachablemente democrático, pero con su grandilocuente gesto no han conseguido otra cosa que enviar a la ciudadanía el mensaje de que la abolición de los títulos de nobleza en nuestro país no fue sino un «detalle insignificante» de la historia, tal como los hornos crematorios de los nazis lo fueron para Jean-Marie Le Pen.
La pretendida modernidad de nuestros sabios de andar por casa no arraiga en la Ilustración ni en el espíritu revolucionario que dio vida a las primeras constituciones, por más que alguno de ellos se crea la reencarnación vallista de MADISON o de ROUSSEAU. Su visión de la sociedad, así como de la utilidad y finalidad del poder político, es más bien la que predominaba en el siglo XII, la época en que los reinos hispano-cristianos comenzaron a designar a los nobles de alta posición con el calificativo de ricohombres, con la intención de darles un nombre apropiado a quienes disfrutaban ya de numerosos privilegios, como exenciones tributarias, jurisdicción de mixto imperio en sus dominios y servidumbre de vasallaje por infanzones y caballeros, entre muchas otras prerrogativas que, trasladadas al siglo XXI, incluirían seguramente la reforma a voluntad de las constituciones.
Pero las constituciones son -como dice hoy Jürgen HABERMAS en una extensa entrevista concedida al diario El País de España- «el logro de una historia nacional» y no el producto de las febriles ensoñaciones de un puñado de elegidos.
Así pues, aunque se empeñen en figurar en grandes titulares aquellos que, de espaldas a la república y a su espíritu igualador, piensan que han venido al mundo con un certificado bajo el brazo que acredita su «derecho a la grandeza», nuestras constituciones -aun deficientes, mal concebidas y peor cumplidas- atesoran siempre un mundo inmenso de sabiduría y sensibilidad igualitaria, que son características primordiales de todas las obras del espíritu del pueblo.
Ninguna constitución -la nuestra no es la excepción- es producto de la voluntad de los «grandes» del territorio, sino del esfuerzo y los sacrificios de miles de hombres y mujeres de distintas épocas y mentalidades, que con su fe y con su lógica construyeron ese edificio enorme de normas y enseñanzas, al que llamamos Constitución, y que nos sirve, entre otras cosas, para dar cobijo, luz, alimento y reglas a la vida en común de cientos de miles de salteños.
Equivocan su camino quienes, a través de una reforma constitucional procuran un hallazgo intelectual único y proponen que sean los «constitucionalistas» (nombre pomposo con el que generalmente se designa a unos glosadores de poca monta) los que elaboren «el producto». Si las leyes de la república, por definición, pueden ser elaboradas por cualquiera, ¿por qué la Constitución ha de ser elaborada por especialistas? Defiendo la idea exactamente contraria, convencido de que a las claves de la Constitución, como pilar de nuestro sistema político, hay que encontrarlas en la presencia vivida de la experiencia ciudadana, de la forma más inmediata y directa posible.
Lo que los salteños tenemos por delante en estos momentos no es otra cosa que una operación de poder dirigida a imponernos órdenes y costumbres, premios y castigos, y una dirección externa a nuestra propia voluntad como individuos. Solo quienes de forma enfermiza desconfían de su capacidad para dirigir su propia vida y reniegan de la autonomía individual pueden buscar en otros las respuestas que solo se encuentran en ellos mismos.
Ya tuve ocasión de decir en otro momento, que uno de los principales problemas que tiene la escena pública de Salta es el de encontrar un lugar adecuado para aquellos que creen que les asiste el derecho a la grandeza, unas personas a las que por definición -a pesar de su propia pequeñez, a veces física, a veces espiritual y, por lo general, mental- rechazan las «cosas pequeñas», reniegan de los detalles de la vida cotidiana, desprecian las preocupaciones normales de los seres humanos y parecen estar solamente obsesionados con la forma y el tamaño en que sus nombres aparecerán escritos en los libros de historia.
Para dar solución a problemas de esta naturaleza existen precisamente las constituciones, que han nacido para dar a cada uno un lugar exactamente igual en derechos y obligaciones al del resto de sus semejantes, e intentan, mediante unas técnicas bastante bien conocidas, que la esfera de libertad que nos reconocemos los unos a los otros no haga que, fuera del terreno estrictamente jurídico, las diferencias de riqueza, de belleza o de influencia entre iguales, que a veces son inevitables, tornen imposible o excesivamente injusta la vida en común.
La experiencia de la vida me ha enseñado que los verdaderamente grandes son los más humildes, así como que los sabios modestos son los que mejor saben escuchar y comprender a sus semejantes. Una señal de normalidad cívica es la renuncia a mostrarse ante los demás como expertos y suficientes. Siempre es preferible aparecer como cautos, curiosos y en permanente estado de duda, que exhibir una seguridad avasallante.
Vivimos en una era convulsa en la que la influencia y la autoridad de los intelectuales públicos ha sufrido un apreciable descenso, propiciado, entre otros factores, por el auge de las redes sociales y la inmediatez oportunista del pensamiento superficial. No se puede utilizar a la Constitución como un escudo contra este tipo de ataques, ni para reivindicar la influencia perdida. Los que tienen la capacidad de pensar un poco más desarrollada que otros, deben intentar sobrevivir, desde luego, pero no en base a teorías ni a manipulaciones argumentales, sobre todo si estas adoptan luego formas normativas irresistibles. Los más capaces no tienen por qué intentar encandilarnos con sus conocimientos o sus habilidades, sino más bien demostrar, antes que nada, aprecio hacia lo público y lo común (lo cual es incompatible con encerrarse en grupos ilustrados) y una vocación cívica sólida, a prueba de cañonazos.
Siempre he desconfiado de los que se muestran como entusiastas rabiosos de las elecciones, porque generalmente estas personas ocultan entre sus refajos un arsenal quirúrgico para poder manipularlas casi a voluntad. Lo que se proponen nuestros ilustres «Grandes de Salta» es una operación de elite, apoyada en el fundamentalismo electoral como único argumento de legitimidad, que luego pueda ser sostenida por una convención constituyente (es decir, una elite un poco más numerosa), que decidirá en nombre del conjunto de los ciudadanos, sí, pero de espaldas a ellos, como ha sucedido siempre.
No me preocupa en absoluto que las personas a las que dirijo este mensaje me suelten los perros, porque en el fondo lo que pretendo no es derribar los muros que protegen sus fortalezas sino simplemente defender y mejorar la dimensión pública y luminosa de la intersubjetividad. Porque entiendo que es ahí mismo, en este espacio tan poco visitado por esas extrañas virtudes humanas que son la sinceridad y la modestia, donde los ciudadanos realizamos los verdaderos descubrimientos y donde cimentamos, a veces silenciosamente y otras tantas sin darnos cuenta, el edificio de la convivencia democrática que necesitamos.
He dicho y diré hasta el cansancio, que la reforma de la Constitución de Salta no es una «operación técnica», como recientemente ha insinuado, con sospechosa alegría, el senador Juan Carlos Romero, en lo que considero un intento de quitarle importancia a un asunto decisivo para la vida en común de los salteños. Cualquier reforma, y mucho más la que en estos momentos aparece como necesaria, es y debe ser una conversación fluida entre muchos interlocutores, incluido el senador Romero, por supuesto. Necesitamos que nuestra Constitución, cualquiera sea la orientación ideológica que en definitiva adopte, sea el producto de una interpretación general del mundo y de la cultura que nos rodea, pero en clave de modernidad y de progreso, no de refugio en las tradiciones del pasado. Si no lo hacemos así, en esta época de fragmentación, micropolítica y especialismo, el esfuerzo constituyente estará seguramente abocado al fracaso.
Salta no necesita reformadores dogmáticos, ni eruditos, ni leguleyos, ni arrogantes, al estilo de estos buenos señores que se presentan a sí mismos como los jueces únicos y los salvadores providenciales de la calidad institucional perdida. Al contrario, necesitamos reformadores escépticos, innovadores arriesgados y probablemente también experimentadores ingenuos e ignotos, que sean capaces de asomarse sin complejos ni ideas preconcebidas al cantil del futuro, para desde allí esbozar las grandes líneas de nuestra convivencia en la décadas que vienen.
De ningún modo nos conviene dejar un asunto tan importante y trascendente como es nuestra Constitución en manos de quienes creen que lo saben todo acerca de todo. Podemos adivinar que, cuando se les rasca un poco por debajo de esa gruesa caparazón de orgullo ponchístico que los protege, se descubre no solamente que su bagaje de conocimientos es incurablemente «provinciano», en el peor sentido que tiene esta expresión, sino también que en la abigarrada columna de su debe figura una gran deuda histórica con la libertad y el bienestar de sus conciudadanos. En una aventura de este calado, es siempre preferible confiar en los que admiten saber un poco de casi nada más que en los que presumen de controlarlo todo. Siempre, a condición de que los que poco saben sean muchos, los más que sean posibles.
Es nuestro deber como ciudadanos desconfiar de quienes ante nuestros ojos se presentan como gigantescos y solemnes, como guardianes de las esencias, como capítulos locales de los más poderosos del mundo, como los nuevos ricohombres de los incontables privilegios medievales, como titulares absolutos del «derecho a la grandeza», que cuestiona los principios filosóficos de nuestra república. La Constitución es de todos y ningún salteño que tenga interés en ella puede, por ningún motivo, dejar de ser consultado sobre su reforma. La Constitución no tiene -como ha dicho Romero- «partes técnicas» reservadas a los expertos y sustraídas al conocimiento y la participación del ciudadano.
Como dicen los toreros más audaces, «hasta el rabo, todo es toro». De forma tal que hasta la regulación aparentemente más nimia, hasta la coma más inocente, tiene para los ciudadanos un importantísimo impacto en sus libertades, en su bienestar y en la propia percepción de sus cualidades como miembro de la organización política.
O aquí participamos todos -«grandes» y pequeños, «expertos» y legos- o no habrá Constitución posible, y nuestro destino será el de volver al momento procesal inmediatamente anterior a la solemne votación libertaria de la Asamblea del Año XIII, o, peor aún, retroceder antes del siglo XII.