
La manera un tanto extraña en que se ha desarrollado la reunión entre el Gobernador de la Provincia de Salta y un grupo reducido de dirigentes políticos, en su mayoría comprometidos seriamente con el pasado, para allanar el camino a una futura reforma de la Constitución de la Provincia, me lleva a pensar que esa conexión con el pasado es el principal obstáculo, y quizá el único, para reflexionar con la profundidad necesaria sobre los problemas que enfrenta nuestro sistema político y afectan el corazón de nuestra convivencia.
Probablemente hoy sea fácil poner de acuerdo a un puñado de activistas sobre la necesidad de una reforma de nuestro diseño institucional, porque no hay que ser demasiado inteligente para darse cuenta de que el sistema político que nos rige no aporta soluciones eficaces a los problemas actuales de Salta y de los salteños.
Seguramente resulte más difícil lograr un entendimiento -incluso entre pocas personas- acerca de que la nuestra es una típica «democracia iliberal», pero no tanto en el sentido de que su funcionamiento representa una amenaza a los valores clásicos de la democracia, sino más bien en el sentido de que nuestro sistema de convivencia, no es homologable a las llamadas «democracias occidentales» y que se parece más a aquellos modelos semiautoritarios que han tenido éxito en países bastante alejados de las tradiciones y de la cultura de aquel grupo de naciones al que siempre hemos creído pertenecer.
Mucho me temo que son pocos los que ven y muchos menos todavía los que se animan a denunciar que nuestra democracia, que está a punto de cumplir treinta y cinco años, es una pobre caricatura de nuestro propio ideal democrático.
Un elemento que inclina a pensar en el fracaso necesario de una operación reformista protagonizada por supuestos «expertos» en la materia constitucional es la constatación fehaciente de que, en general, las personalidades políticas no son ya capaces de encontrar las soluciones eficaces que necesitan los salteños para resolver dos de los problemas que considero más graves y más amenazantes: 1) la creciente falta de libertades públicas y 2) el aumento casi imparable de la desigualdad.
Estoy convencido de que estas soluciones, si existen, solo pueden estar en manos de los ciudadanos, pero de todos ellos, sin exclusiones de ninguna naturaleza.
El encierro de la dirigencia política, que se traduce en una pérdida de contacto cada vez más notable con la realidad de los ciudadanos, les ha llevado a proponer una reforma constitucional, cuando lo que se necesita son soluciones innovadoras, que rompan con la inercia del pasado y que se apoyen en la implicación directa de los ciudadanos en los asuntos que a todos conciernen, para restaurar el poder de decisión de los salteños en el seno de su propia democracia.
La operación lanzada por el Gobernador de Salta, con la colaboración de un grupo de políticos descoloridos y escasamente representativos, parte del supuesto de que el simple ciudadano es incapaz de comprender la gran complejidad de la realidad social y económica que vivimos y que se debe contentar con delegar su poder de decisión en los expertos, que, por supuesto, no son otros que los mismos políticos de siempre.
Yo me permito dudar del acierto de esta forma de entender nuestros problemas colectivos y de las soluciones que trae aparejadas, porque estoy convencido de que, a pesar de la gravedad de algunos problemas, como la falta de cohesión social y territorial, el déficit de nuestra educación, la difusión de la cultura autoritaria, la alarmante vulnerabilidad y contingencia de nuestra democracia y el creciente avance del Estado sobre las libertades individuales, nuestra sociedad ha madurado. Es indudable que nuestros conciudadanos atesoran una experiencia no desdeñable en aquellas materias que son las suyas y las personas normales conocen cada vez mejor la realidad del terreno y los problemas que les toca enfrentar.
Antes que una reforma constitucional para acortar los mandatos y hacer otros retoques institucionales más o menos instrascendentes, necesitamos reinventar nuestro sistema político, para que sus mecanismos, rediseñados de arriba a abajo, estén más próximos a los ciudadanos y para que podamos valorar y aprovechar la inteligencia colectiva, que es algo que el monopolio del saber y del poder por un grupo de expertos pretende negarnos de una forma, como se ha visto, organizada y planificada.
La idea que propongo es la de abandonar, controladamente, el terreno de la democracia representativa e, incluso, el de la democracia participativa para desarrollar una nueva forma de democracia colaborativa, que nos anime al compromiso individual y colectivo en la resolución de nuestros problemas actuales, mediante un sistema que nos permita compartir de una forma ágil y fluida nuestras ideas. Debemos ser capaces de hacer que los salteños participen directamente en la elaboración de un proyecto común de convivencia.
Debemos darnos cuenta también que en la medida en que los ciudadanos sigan percibiendo que el cambio político -esa aspiración mayoritaria- ha sido tomado como rehén por unos cuantos «agentes profesionales», con una carrera política de vieja data o sin ella, la desafección del principal protagonista de nuestra democracia será cada vez más profunda y difícil de reparar. Si, en cambio, damos un giro copernicano en la materia y abrimos las instancias de cambio político a la colaboración de todos, le podremos dar la palabra a los interesados y hacer crecer su interés por la marcha de la política y su compromiso con los problemas actuales de nuestra Provincia.
La democracia colaborativa es un sistema político en el que cada ciudadano puede proponer sus ideas sin intermediarios; es decir, sin que medie una delegación de poder a favor de especialistas, de expertos o de mediadores políticos. La base del nuevo sistema es la participación directa en la elaboración de un proyecto político común, el compromiso en su control y la implicación individual en las decisiones.
Evidentemente, el giro democrático que propongo requiere de la escucha de nuestros conciudadanos. Pero no de un gesto pasivo y reflejo de escucha. Lo que se necesita es salir al encuentro de todos los salteños y salteñas, animarles a hacer sentir su voz y recoger pacientemente sus análisis, sus sentimientos y sus sugerencias. Para hacerlo, será necesario crear una red social digital específica y formalmente separada de las herramientas que bien todos conocemos. Antes de pensar en reformar la Constitución llamando a los especialistas, convocando elecciones y reuniendo a una convención en pocas semanas, debemos pensar en la conveniencia de poner en marcha un proceso lento de incorporación de los ciudadanos al debate político, con la intención no solo de promover un cambio más o menos inmediato sino también de sentar pacientemente las bases para la democracia digital del mañana.
La idea es construir, a partir de estos recursos, un proyecto ciudadano inédito. Este solo objetivo excluye y anula la posibilidad de que la democracia salteña del mañana sea definida por un grupo de iluminados, llamados de urgencia por un poder que se aferra al pasado para poder encontrar allí los argumentos de su mando en el futuro.
En primer lugar, debemos convocar a los salteños a definir el contexto, la problemática, los objetivos y las expectativas. En un segundo momento debemos recoger y procesar los datos (de forma abierta y transparente y no con las opacas herramientas propietarias que utiliza el gobierno). En un paso posterior deberemos ser capaces de crear instancias igualmente abiertas y participativas de análisis de los datos recogidos para identificar las causas principales de los problemas. Más adelante nos veremos obligados a generar las ideas y las soluciones posibles, con la ayuda de las herramientas informáticas más modernas y fiables; y, por último, deberemos escoger de entre todas las posibles la mejor solución consensuada que privilegie el interés general.
Soy consciente de que se trata de una idea simple, expuesta además de un modo quizá demasiado esquemático. Pero si de verdad queremos superar el modelo de «democracia iliberal» en el que, consciente o inconscientemente, hemos caído, no tenemos más remedio que empezar por aceptar que la nuestra es simplemente una democracia electoral apuntalada, más o menos, en el principio mayoritario y en la voluntad popular, cuyo funcionamiento normal ha desembocado en una preocupante fatiga institucional. Una vez que alcancemos el grado de sinceridad necesario, habremos de buscar la forma de que esta visión tan estrecha de la democracia deje paso a una democracia eficiente, que a la vez que respete los derechos y las libertades fundamentales del ser humano y expanda sus horizontes, sea capaz de generar las soluciones que demandan los problemas derivados de la desigualdad y la falta de cohesión. La democracia no puede darse el lujo de fracasar frente a la pobreza o a la desigualdad, pues cualquiera de ellas, con muy poco, es capaz de acabar con nuestra precaria cohesión social y socavar las bases de la convivencia.
Quizá haya llegado el momento de comprender que nuestro sentido intuitivo de la democracia ha dejado de funcionar y que, en buena medida, nos hemos convertido en unos cínicos que viven una realidad y cuentan otra; algunas veces por vergüenza y otras por simples deseos de conservar el poder. La verdad es que tenemos a nuestra disposición una amplia (aunque no infinita) gama de soluciones para crear una mayor participación democrática, para lograr una representación justa y de calidad y para promover, como nunca antes en nuestra historia, una colaboración intensa de todos los interesados en la resolución de sus propios problemas. Todas estas soluciones son, a la vez, populares y estimulantes. ¿Por qué no intentarlas?
Tenemos que centrarnos en las soluciones, más que en los procedimientos y en los remiendos, y procurar que aquello que logremos crear entre todos constituya la base para un entendimiento estable y equilibrado, basado en una visión y en valores compartidos. Y no olvidar tampoco que las soluciones que necesitamos para convertir a nuestra democracia iliberal en una democracia fuerte y homologable a la de los países más parecidos a nosotros pasan por dejar de lado los disfraces, abandonar la tentación de engañar al prójimo y, sobre todo, convertir el cinismo en acción.