
El mundo en general y Europa en particular viven un momento muy especial, caracterizado por la división y por la duda. Bien es verdad que momentos difíciles como este se han vivido con anterioridad en la historia reciente, pero en pocas ocasiones como esta han aflorado ciertas sensibilidades cuya activación está contribuyendo a poner en entredicho buena parte de aquello que nos parecía fundamental y, por tanto, inamovible.
Hablo de Europa, no solo porque vivo aquí y es este el continente que han elegido mis hijos para crecer y desarrollarse, sino también porque hace casi treinta años busqué y encontré en la Europa unida un espacio de libertad y de progreso que me permitiera comprender mejor el mundo, sin dogmatismos ni ataduras políticas o intelectuales.
Es precisamente por estas razones que considero muy preocupante y amenazador este nuevo contexto en el que afloran las diferencias y los egoísmos nacionales parecen más importantes que todo aquello que nos vincula y nos une con el resto del mundo. Un contexto en el que las democracias que hemos conocido durante décadas parecen haber optado -algunas más que otras- por una fascinación iliberal que es a primera vista inexplicable, pero que en general está vinculada con la emergencia de grandes potencias autoritarias que intentan imponer su hegemonía en el mundo en base a la restricción más o menos controlada de las libertades, ya sean políticas o económicas, y que tienen en común el rechazo al multilateralismo.
Hace dos días, el presidente Emmanuel Macron ha comparecido ante el Parlamento de Estrasburgo para realizar una encendida defensa de la democracia europea y en su modelo de libertades, un modelo que, para él como para muchos, define la identidad de quienes vivimos en este continente: Una democracia respetuosa del individuo, de las minorías y de los derechos fundamentales a la que Macron insiste que debe seguir llamándosela con el nombre de «democracia liberal».
El presidente ha alertado a los europarlamentarios contra lo que él llamó la «ilusión mortífera» del poder fuerte, del nacionalismo y del abandono de las libertades. Si esta idea gana en Europa, dice Macron, la democracia estará condenada a la impotencia. «Frente al autoritarismo que nos rodea por todas partes, la respuesta no es la democracia autoritaria sino la autoridad de la democracia», ha sido la frase del discurso más destacada por los diarios de todo el mundo.
Las palabras del presidente francés me han traído inmediatamente a la memoria algunos hechos muy recientes que han sucedido en España, comenzando por la primavera del egoísmo nacionalista, que en vez de estimular comportamientos favorables a la democracia, a la libertad y a los derechos fundamentales, parece estar promoviendo, como reacción, en sectores del gobierno y la sociedad española gestos de un inequívoco sesgo antiliberal.
Para empezar, hay que recordar que hay al menos siete políticos catalanes en la cárcel, con prisión provisional, y que otros siete están huídos de la justicia y refugiados en varios países europeos. No es una situación normal, por donde se la quiera mirar. Por primera vez, que yo recuerde, un Ministro del Interior -el señor José Ignacio Zoido- ha insinuado que silbar el himno nacional en un partido de fútbol es un acto de violencia. Una concejal del Ayuntamiento de Madrid, la señora Romy Arce, nacida en el Perú, va a ser enjuiciada por un presunto delito de injurias y calumnias a la Policía Municipal de Madrid por unos tuits en los que se quejaba de los comportamientos xenófobos de algunos agentes. Cualquiera que se meta -aunque sea de broma- con algún colectivo de los llamados «vulnerables» (no ya con alguno de sus miembros en concreto) es denunciado aquí por un «delito de odio», como si el odio estuviese criminalizado en el Código Penal. Y para terminar de poner ejemplos extravagantes, la citación cursada al actor Willy Toledo para declarar ante un juez por «insultar a Dios».
Solo falta en este país que vuelvan el No-Do y la censura, pero esta vez de la mano de la democracia.
Como ha sugerido el presidente Macron en su discurso, conviene detenerse a analizar un poco estos poderes que a tanta gente parecen fascinar por su supuesta eficacia.
Si nos fijamos bien, los países de Europa que están intentando un repliegue defensivo de esta naturaleza y avanzan sobre las libertades de los individuos, después de haber tomado unos riesgos increíbles y de haber atravesado por duras pruebas para conseguirlas, han importado esta estrategia de otros continentes. Por esta razón, es importante, a mi juicio, la defensa de Macron del modelo europeo de democracia, del que el presidente francés ha dicho que «es más que una democracia consciente de la libertad: es una cultura única en el mundo que combina la pasión por la libertad con el gusto por la igualdad y el apego a la diversidad, de ideas, de idiomas y de paisajes».
Compruebo con bastante tristeza que tres cuartos de lo mismo está sucediendo en la Argentina y en la Provincia de Salta, pero también que mientras en Europa todas las luces de alarma están encendidas y un presidente europeísta lo denuncia abiertamente, en nuestro país, no solamente no hay nadie que defienda a la democracia de sus enemigos íntimos, sino que tampoco nos estamos dando cuenta del enorme sacrificio de nuestras libertades que está propiciando el ejercicio autoritario de la democracia y del altísimo precio que pagan los ciudadanos para que otros mantengan y reproduzcan un esquema de dominación y poder que cada vez más se basa en la fuerza y menos en la persuasión y el consenso.
La democracia -qué duda cabe- ha encontrado una o muchas variantes para engañarse a sí misma y oprimir las libertades de un modo más intenso quizá al que lo hicieron los gobiernos ilegítimos y autoritarios que hemos conocido en la historia. Es, si se me permite, lo que tiene la democracia. Los griegos ya lo habían advertido.
No se trata solamente de una pérdida de calidad democrática o institucional, sino incluso del perfeccionamiento de ciertos mecanismos, pero no ya para ampliar los horizontes de libertad ciudadana sino para hacer difícil o imposible el ejercicio de los derechos cívicos. La democracia argentina, esa precaria forma de convivencia que teóricamente nos aseguraba que no íbamos a sacarnos los ojos los unos a los otros, ahora mismo se está devorando sus propias entrañas.
Si no fuera por este clima enfermizo de «todo vale en democracia, mientras las instituciones sigan en pie», a ningún juez de Salta se le habría ocurrido, por ejemplo, intentar tomar por asalto a la Constitución provincial y proclamar la supremacía del Poder Judicial sobre el Constituyente.
Cuando el gobierno de Salta, entre sus muchos arrebatos localistas, culpa de su propia infelicidad al gobierno de la Nación, nos está diciendo que una parte significativa de los salteños está cediendo a la tentación de la desconexión y del rechazo hacia todo aquello que es diferente «a lo nuestro». Lo vemos no solamente en materia política, sino también en cuestiones comerciales o medioambientales. Cuando el gobierno incurre en terrenos como estos, está renunciando no solo a la verdad sino también a la responsabilidad que le cabe. El localismo es el primer paso para anular las libertades de todos.
Sucede exactamente como ha diagnosticado Macron en Europa: hay algunos, como el Gobernador de Salta, que proponen caminos dorados, y hay mucha gente que le cree. Pero luego, es el primero en evadir sus responsabilidades cuando llega la hora de guiar a su gente hasta el final de la aventura, mandándose a mudar fuera de la Provincia cuando pintan bastos de fronteras hacia adentro. Y no es necesario dar el nombre de los otros que dicen sabiamente que no debemos apresurarnos para evitar apresurar a la gente, pues esto sería hacerle el juego a los populistas. A estos pacientes constructores del tiempo jamás recobrado les gustaría que nos acostumbrásemos a una música que conocemos bien: la de la parálisis y la de no ser consciente del tiempo en el que vivimos y nos pertenece.
Macron habla para Europa, pero podría tranquilamente haberlo hecho para Salta y para la Argentina sin que su discurso perdiera por ello una pizca de su pertinencia y de su profundidad: «Criticar sin proponer, destruir sin reconstruir. No son las personas las que han abandonado la idea de Europa, es la traición de los clérigos lo que la amenaza. Debemos escuchar la ira de los pueblos de Europa hoy».
Hace algunos meses publiqué en estas mismas páginas un artículo cuyo título decía «Menos democracia para salvar a la democracia». Sinceramente, creo que en estos momentos el fundamentalismo democrático se ha vuelto en contra de la libertad, de la política y de cualesquiera otro de los atributos del ciudadano libre. No nos sentimos ni cómodos ni reconocidos en una democracia que, en los papeles parece cada vez más perfecta, pero que en la práctica no duda en avanzar contra los espacios de libertad que con dificultad y a través de siglos de penurias han conquistado los ciudadanos. Para rescatar a la democracia de las garras del autoritarismo, es necesario luchar contra esta democracia deformada que vivimos y animarse a destronar a estos demócratas de cartón piedra que nos gobiernan y por cuyo endiosamiento estamos sacrificando lo que nos ha costado una enormidad conseguir.