Sobre la inamovilidad y temporalidad de los jueces de Salta y el ataque al federalismo

  • El debate político y jurídico en torno a la posibilidad de la reforma constitucional por un grupo de jueces de reemplazo ha elevado su nivel en las últimas tres semanas. El autor de este artículo desea aportar a la discusión una aproximación doctrinaria al concepto de inamovilidad, con la intención de desmentir el argumento de que esta garantía no protege a los jueces que ocupan sus cargos de forma temporal.
  • Dos meses de discusiones en torno a la Constitución
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Se cumplen hoy exactamente dos meses desde que Iruya.com denunciara la maniobra política a través de la cual un grupo minoritario de jueces letrados de la Provincia de Salta pretende modificar la Constitución provincial para declarar, solo por la fuerza de una sentencia, el carácter vitalicio de los jueces de la Corte de Justicia, en contra de la letra y el espíritu del artículo 156 del texto fundamental.


El aniversario coincide con la inminente clausura de la tercera semana de intensos debates -inusuales, por otra parte, en Salta- que han conseguido movilizar a sectores intelectuales y políticos que hasta ahora se habían mostrado de alguna manera complacientes con los incumplimientos de la Constitución a que nos tiene acostumbrados el gobierno provincial, pero que frente a esta amenaza de eternización judicial han reaccionado con una finura argumental digna del mejor encomio.

No es mi intención hacer ahora un balance de estos debates, porque no me corresponde, pero sí poner de manifiesto algunos excesos y algunas falacias que intentan ensombrecer la discusión y llevarla por unos derroteros absurdos o inútiles, según sea quien haya incurrido en ellas.

Inamovilidad versus ejercicio vitalicio

Me refiero, por ejemplo, al intento de confundir inamovilidad con ejercicio vitalicio (una cuestión a la que ya me he referido) y a la postura que pretende negar que lo que está en marcha es una operación para asegurar que los actuales jueces de la Corte de Justicia se desempeñen «de por vida», con el peregrino argumento de que su desempeño continuado será interrumpido por la jubilación y no por la muerte.

Se trata -permítanme decirlo- de una manipulación interesada, por cuanto si se entiende por «vitalicio» lo que dura «hasta el fin de la vida», lo que hay que discutir es si, en casos como este, nos estamos refiriendo a la vida biológica, a la vida intelectual o a la vida laboral de las personas.

No caben dudas, a mi entender, que la extensión de un mandato, judicial o de cualquier otra naturaleza, hasta la edad de la jubilación es un mandato «vitalicio» en el sentido más estricto del término. Decir que un juez que debe desempeñar su cargo solo seis años puede hacerlo mejor hasta que alcance la edad de la jubilación, o que, una vez alcanzada esta, su cargo durará hasta que decida efectivamente jubilarse, equivale a decir «hasta el fin de su vida laboral». Poco se puede discutir acerca de esto, a menos que alguien pretenda ver en los jueces a unos modernos faraones.

Sorprendente también ha sido -al menos para mí- comprobar que la idea de inamovilidad que sustentan tanto unos como otros ha sido despojada pacientemente de sus componentes doctrinales más importantes y que casi nadie se ha detenido a reflexionar sobre la naturaleza o el alcance de esta expresión, que por debajo de su simple apariencia esconde una enorme complejidad técnica y sigue provocando discusiones inacabables, tanto en el derecho como en la doctrina comparadas.

Es por esta razón que, sin proponerme agotar este tema o dictar sentencia sobre el debate doctrinario, me ha parecido oportuno reflexionar sobre la inamovilidad de los jueces (algo muy diferente, como ya se ha visto, a su desempeño vitalicio), con la intención, simplemente, de desmontar algunas falacias y poner de relieve uno de los agujeros más importantes del debate que se ha entablado entre nosotros en las últimas tres semanas.

Una aproximación al concepto de inamovilidad

Conviene empezar por decir lo que la inamovilidad no es.

Si nos fijamos en los empleados de la Administración del Estado, veremos que una de las notas características de su prestación laboral es la estabilidad en el empleo, que en grandes líneas supone una protección reforzada contra la arbitrariedad, la interdicción de su despido sino es por causas tasadas en la ley y una inamovilidad funcional siempre relativa.

Comprobaremos de este modo que la inamovilidad de los jueces forma parte de un estatuto exorbitante de la función pública, que incluye e integra las garantías de estabilidad en el empleo de que disfrutan todos los empleados públicos amparados por el estatuto correspondiente, con la diferencia que a la prohibición de su cese arbitrario se une la inamovilidad funcional absoluta (la prohibición de cambiarlos de destino, si no es con su consentimiento previo) y la intangibilidad del salario. Ninguna de estas dos prerrogativas integra el estatuto básico de la función pública.

En los antípodas del concepto de «inamovilidad» se encuentra el de «amovilidad». El profesor Gérard CORNU ha definido al funcionario amovible como aquel «que puede ser desplazado, cambiado de empleo, en interés del servicio y con independencia de toda sanción disciplinaria, por decisión discrecional de la superioridad jerárquica».

En esta primera línea de distinción conviene también advertir las diferencias entre la «inamovilidad» y los conceptos de «revocabilidad» e «irrevocabilidad». La palabra «revocable» encuentra su fuente en el término latino revocabilis que habitualmente se define como aquello que «puede ser retirado o reenviado a su punto de partida». Aplicado a una función, significa que aquel que la ha atribuido puede revertir su decisión y aquel a quien le ha sido encomendada puede ser destituido o privado de ella.

El antónimo de este último término permite clarificar la distinción entre la revocabilidad y la amovilidad. La irrevocabilidad es el carácter de aquel que no es susceptible de revocación unilateral, de tal suerte que el cese de una función determinada está subordinado a un acto de voluntad de su titular. De este modo, existe una doble diferencia teórica entre el tándem que forman la amovilidad y la inamovilidad por un lado y la pareja constituida por la revocabilidad y la irrevocabilidad por el otro.

De una parte, el objeto del primer grupo de conceptos es más amplio y comprensivo que el del segundo, en la medida en que cubre tanto el desplazamiento como la destitución. De la otra, en tanto que la distinción entre amovilidad e inamovilidad está vinculada a modalidades de ejercicio de una competencia, la oposición entre revocabilidad e irrevocabilidad reposa sobre la existencia misma de esta última. Es decir, que mientras la cuestión de la admisión o el rechazo de la arbitrariedad predomina en la primera hipótesis, en la segunda lo que se encuentra en juego es el principio de la revocación.

Aunque no es propiamente el caso que se plantea en Salta, desde una perspectiva puramente teórica corresponde distinguir también entre inamovilidad y lo que podríamos llamar «concepción patrimonial de las funciones públicas». En casos como este que, como digo, son extraños en nuestra práctica institucional, el titular de estas funciones puede disponer de ellas como si fuera un bien que integra su patrimonio, desempeñar las funciones a lo largo de toda su vida e incluso transmitirlas por causa de muerte o cederlas por actos entre vivos. Es el caso de los notarios o de abogados de los consejos de Estado en otros países.

En lo que respecta al ejercicio de las funciones, existen otras instituciones destinadas a proteger tanto dicho ejercicio como a la persona de su titular. Hablamos de las inmunidades, de la inviolabilidad personal y de la irresponsabilidad. Una de las particularidades comunes de estas garantías es la de beneficiar, en todo o en parte, a ciertos oficiales públicos (el Presidente de la Nación, el Gobernador de la Provincia o los integrantes de las asambleas populares encargadas de hacer las leyes). Sin embargo, algunas de ellas, como es sabido, no son ajenas al mundo judicial, de modo que la protección funcional y personal que procuran se suma al resto de la garantías que rodea la función jurisdiccional (la inamovilidad o la intangibilidad del salario) por lo que su interpretación y aplicación ha de ser necesariamente restrictiva.

La perspectiva positiva

Después de haber intentado distinguirla de otro tipo de conceptos más o menos parecidos, corresponde ahora intentar aproximarse a la inamovilidad de una manera positiva, valiéndose para ello de las principales aportaciones doctrinales de los siglos XX y XXI.

La dificultad más notable que se nos opone al acometer esta tarea es la falta de una definición uniforme de esta garantía, que se caracteriza por su gran disparidad entre autores y épocas diferentes. Lo cual, por supuesto, no es óbice para intentar desentrañar el consenso básico que subyace a casi todas las propuestas científicas en la materia.

Como resultado de este ejercicio se puede concluir en que la doctrina, a través de los años, ha perfilado la institución de la inamovilidad de los jueces como una garantía contra las medidas arbitrarias, lo que de algún modo viene a desmentir que la inamovilidad esté directamente relacionada con las garantías del debido proceso, pues antes que proteger al justiciable lo que se intenta es proteger la independencia de la función judicial y, en última instancia, la persona de un trabajador público sujeto a un régimen estatutario especial.

En la doctrina francesa, la inamovilidad, en sentido muy general, es entendida como la cualidad de aquel «que no puede ser apartado de un puesto, destituido de su lugar a voluntad» o «que no puede ser destituido de su puesto de forma arbitraria». En sentido parecido, la doctrina científica especializada evoca la imposibilidad de que un magistrado sea expulsado «por la sola voluntad del gobierno» o «por su voluntad arbitraria».

De esta forma, tenemos que entender a la inamovilidad como una garantía contra la arbitrariedad gubernamental, lo que automáticamente nos remite a la Ley como fuente de legitimación de las decisiones y exclusión de cualquier arbitrariedad. Así, en la doctrina francesa el profesor CUCHE ha dicho que el hecho de que los magistrados sean inamovibles significa «que ellos no pueden ser destituidos o desplazados más que en las condiciones previstas por la Ley». Otros, con una mayor pretensión de precisión, agregan: «fuera de los casos y sin observar las formas y condiciones previstas por la Ley».

Pero en este punto hay que advertir que la inamovilidad de los jueces los protege (debería protegerlos) incluso contra los abusos y excesos del legislador ordinario, por lo que conviene que la expresión «Ley» sea sustituida en este caso por la del «estatuto de la función judicial». En Salta, este estatuto no es otro que el que contiene la Constitución de la Provincia, cuyas normas, es lógico suponer, no pueden ser traspasadas ni por el poder gobernante, ni por el poder legislativo y, desde luego, por el propio poder judicial.

Dicho esto, habría que agregar que, a la hora de establecer que el cargo de los jueces de la Corte de Justicia dura seis años, el constituyente salteño de ningún modo se ha propuesto alimentar sospechas sobre la imparcialidad de los elegidos. Por tanto, decir que la duración temporal trae aparejado el ejercicio de la función jurisdiccional sin la imparcialidad necesaria es un ataque directo al poder constituyente que no se justifica de ningún modo.

Por debajo de aquel consenso básico al que nos referimos existe otro, de menor extensión e intensidad, en favor de la idea de la inamovilidad como una garantía de investidura en una función pública estable. Partidario de este enfoque es Pierre LAVIGNE que propone definir a la inamovilidad como «la técnica de investidura de un empleo público según la cual la persona beneficiada no puede ser desinvestida, salvo...». La utilidad de esta forma de entender la inamovilidad estriba en la consideración del factor tiempo en el desempeño del cargo o el empleo. Así, los profesores GARSONNET y CÉZAR-BRU han dicho que la inamovilidad que en Francia protege a quienes se conoce como «magistrats du siège» consiste en que ellos «no pueden ser desposeídos de sus funciones, durante el tiempo que ellas deban durar, salvo en los casos y siguiendo las formalidades determinadas por la Ley» (el subrayado es nuestro).

Es decir, que la inamovilidad queda configurada como una protección contra la arbitrariedad de otras autoridades (especialmente del gobierno) que tutela tanto la función como la persona, pero dentro de un marco temporal determinado (la vida útil de una persona o el tiempo de duración establecido en el estatuto correspondiente). Esta constatación conduce a la conclusión de que la inamovilidad no es más «inamovible», por así decirlo, cuando dura más que cuando dura menos o que la garantía contra la arbitrariedad es menos efectiva cuando la designación del magistrado tiene un plazo cierto que cuando no lo tiene.

Un intento de definición

En estas condiciones, en vez de buscar una definición de inamovilidad que pueda caber en una sola frase, es mucho más provechoso y conveniente subrayar los elementos más importantes del concepto, que, a mi juicio, son los siguientes:

1) Durante el término de la vigencia preestablecida de sus funciones, los magistrados solamente pueden ser desinvestidos en los casos y condiciones que han sido previstos en su estatuto especial.

2) Durante este mismo término, los magistrados son titulares indiscutidos de la función jurisdiccional.

3) Los magistrados no pueden ser sancionados por la misma autoridad que los ha nombrado, y la competencia disciplinaria debe ser transferida, en todo caso, a un órgano jurisdiccional independiente.

4) Los magistrados no pueden ser objeto de nuevas afectaciones o destinos sin su consentimiento, aunque estén previstas de antemano.

De todo lo anterior se deduce, en lo relativo a la naturaleza de esta institución, que la inamovilidad, lejos de ser un «principio», como algunos pretenden, es «una simple alternativa», «una idea» o «un conjunto de reglas de garantías», cuya modificación o ajuste es siempre posible en función de la evolución de las necesidades políticas y del imperativo democrático de independencia judicial.

De ser necesarias, aquellas modificaciones se deben llevar a cabo siempre en el nivel estatutario. En el caso de Salta, solo el poder constituyente puede hacerlo, pues el «estatuto del juez» está contenido íntegramente en la Constitución. Si el estatuto de los magistrados del Poder Judicial pudiera ser definido por ellos mismos, con o sin controles democráticos, a su gusto y paladar, a través de sentencias, autos o acordadas, no solo se rompería el equilibrio de poderes establecido por la Constitución, sino probablemente también la república.

Inamovilidad y mandatos temporales

No quisiera concluir este muy breve y superficial repaso teórico sin razonar sobre lo siguiente: si la «inamovilidad» es realmente, como lo entiende la doctrina más importante y funciona de la manera que acabamos de ver, una garantía contra la arbitrariedad de los otros poderes del Estado, el cese de un juez por razón de la expiración del tiempo de duración de su mandato es una causa objetiva, establecida de antemano, que de ningún modo supone el ejercicio de arbitrariedad alguna. Es decir, el solo transcurso del tiempo previsto jamás puede afectar o disminuir la inamovilidad de los magistrados.

Además, si ningún otro poder o autoridad puede manipular el estatuto judicial para que la magistratura disfrute de una mayor o una menor protección, ¿qué razones habría para que sea el propio Poder Judicial el autorizado a alterar un estatuto que ha sido colocado, por obvias razones de seguridad jurídica y estabilidad políticas, en el máximo nivel normativo?

La autonomía normativa de la Provincia de Salta, lesionada

Y si no hay nada de malo ni de antidemocrático en el hecho de que unos jueces inamovibles duren en sus cargos un tiempo limitado, fijado con antelación por la Constitución y no impuesto por el capricho de nadie, sí lo hay, y mucho, en el intento de los magistrados de otras jurisdicciones de influir en las decisiones soberanas de la Provincia de Salta.

Que se sepa, los salteños han respetado siempre las decisiones constituyentes de las provincias que han optado por jueces de larga duración en sus tribunales superiores, o por cualesquiera otras instituciones diferentes a las nuestras. El hecho de que las autoridades constituidas de otras provincias intenten -ya lo hicieron ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación- que Salta adopte las instituciones que ellos (los otros) quieren, en contra de la decisión soberana de los salteños expresada a través de sus legítimos representantes, constituye una inadmisible negación del federalismo y de la autonomía normativa provincial, de las más graves que se haya conocido hasta la fecha.

Pareciera ser que seguimos entendiendo el federalismo como uniformidad y no como diversidad. Si la razón por la que Salta debe tener jueces que duren toda la vida es simplemente que todas las demás provincias los tienen, es porque alguien no confía en el federalismo ni en la madurez de los salteños para regirse por las instituciones que más les convengan, sin contrariar la unidad del Estado nacional, que, como todo el mundo sabe, está basada en un conjunto de reglas mínimas que no son susceptibles de expandirse. Si esta interpretación sesgada del federalismo llegara generalizarse, el próximo paso que deberían dar los salteños es convocar a una convención constituyente que, en vez de instaurar instituciones propias, decidiera adoptar en bloque la Constitución de la Provincia de Neuquén como norma fundamental.

A esos bienintencionados jueces de otras provincias, que intentan hacernos creer que son ellos más ecuánimes e independientes por el solo hecho de su mayor duración en el cargo, les recomendaría que se zambullan en la lectura de los grandes teóricos mundiales de la inamovilidad judicial, algo que con enorme esfuerzo ha tenido que hacer estos últimos meses quien estas líneas suscribe. Puede que con un poco de constancia y con claridad de entendimiento quienes se han tomado la atribución de recomendarle a los salteños lo que tienen que hacer se den cuenta del enorme e imperdonable error que han cometido.

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