Ideas para impedir que la aristocracia judicial se convierta en tiranía judicial en Salta

  • El autor de este artículo afirma que el desempeño vitalicio de los jueces es una institución atávica, recogida por el constitucionalismo norteamericano a semejanza de las prácticas judiciales inglesas del siglo XVIII y que va perdiendo adeptos de forma acelerada en sus países de origen por su escasa compatibilidad con los mecanismos y las exigencias de la moderna democracia representativa.
  • Nueva aportación al debate
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La duración indefinida de los jueces en el desempeño de sus cargos fue introducida por primera vez en la Constitución de los Estados Unidos de América en 1789, cuando los framers se decidieron a crear un tribunal supremo cuyos miembros mantendrían sus cargos mientras durara su buen comportamiento («shall hold their Offices during good Behaviour»).


No fue propiamente una invención de los constituyentes originarios, puesto que en este punto en concreto los americanos siguieron la práctica inglesa del siglo XVIII, forjada en los albores de la Revolución Gloriosa de 1688, y que consistía en asegurar la independencia judicial mediante el ejercicio vitalicio de sus cargos por los jueces designados.

Es necesario observar, no obstante, que el desafío de la independencia judicial era, por entonces, muy diferente al que enfrentan la gran mayoría de las modernas democracias. En efecto, con anterioridad al Act of Settlement de 1701, en Inglaterra los jueces desempeñaban su cargo según la voluntad del soberano que los había designado. Es decir que, cuando el monarca fallecía (cuando ya no podía sostener su soberana voluntad), el cargo de los jueces llegaba a su fin y el sucesor en el trono designaba en su reemplazo a los jueces que quisiera.

Para evitar que la independencia judicial resultara afectada por estas prácticas absolutistas, los líderes de la Revolución Gloriosa propusieron que los jueces ingleses desempeñaran sus cargos de por vida, porque creían realmente que esta era la única forma de asegurar que fueran realmente independientes de la corona, cuyos extensos poderes los amenazaban. La idea fue copiada al pie de la letra por los norteamericanos en 1787 y se incorporó a la Constitución dos años después.

También es conveniente advertir que, desde finales del siglo XVIII hasta hoy, no solo en los Estados Unidos sino prácticamente en todos los países que han seguido su modelo de Corte Suprema, se han producido dramáticos cambios en campos como la medicina, la tecnología y la política, que han derivado en un giro radical de la percepción social de los jueces y del papel de la Ley en democracia. Sin dudas, estos cambios han impactado directamente en el significado práctico de la duración indefinida o de la inamovilidad de los jueces «mientras dure su buena conducta», pese a lo cual, algunos países, como la Argentina, mantienen esta solución práctica de un modo acrítico, como si fuera un componente irreemplazable del sistema judicial.

Un aumento extraordinario del poder

Para empezar, hay que recordar que, desde su creación, los tribunales superiores forjados a imagen y semejanza de la Corte Suprema estadounidense (es decir, investidos del poder de controlar la constitucionalidad de las leyes y demás actos de los otros poderes públicos, así como de la facultad de interpretar en última instancia el sentido y alcance de las cláusulas constitucionales) han venido aumentando de forma notable su influencia en los asuntos políticos. Desde la definición de las libertades individuales a la regulación de la financiación de los partidos políticos o la resolución de las disputas electorales, pasando incluso -en algunos países- por la remoción de sus cargos de primeros ministros electos, estos tribunales atesoran un cuantioso poder que contribuye de modo cada vez más significativo a dibujar y perfilar el escenario político.

Ya en 1995, autores como TATE y VALLINDER alertaban de que estábamos asistiendo a una «expansión global del poder judicial». Pero, a decir verdad, el incremento del poder político de los miembros de los tribunales de justicia venía ya siendo una realidad desde mucho antes. En los Estados Unidos, cuna del moderno constitucionalismo y del sistema de control de la constitución escrita basado en una Corte Suprema, la influencia política de los jueces es notable ya en decisiones como McCulloch v. Maryland (1819) o Dred Scott v. Sandford (1857), Slaughterhouse Cases (1873), Lochner v. New York (1905) o los New Deal Cases (1935-1937).

Por otro lado también es notable cómo la política en los países que recientemente han alcanzado la democracia ha venido experimentando una judicialización creciente, en consonancia con el importante aumento de la influencia de las cortes o tribunales constitucionales que no siguen ya el modelo estadounidense sino que han adoptado el modelo europeo de revisión constitucional centralizada.

A la influencia y el protagonismo de los tribunales de justicia en la arena política nacional se une también ahora la expansión del rol de los tribunales internacionales en los últimos 25 años. Como lo han puesto de manifiesto autores como CARRUBA y GABEL (2014) y antes GARRET (1995) o ALTER (1996), los responsables políticos de casi todos los países están cada vez más sujetos a la supervisión judicial, pero no solo a nivel nacional sino también a nivel internacional.

No es sorprendente, por tanto, que el significativo papel que desempeñan en la política democrática los tribunales de justicia haya despertado un considerable interés académico y que en los últimos años hayamos asistido al nacimiento, en el seno de la ciencia política, de la economía y del derecho, de una sólida literatura sobre política judicial comparada. De hecho, el crecimiento de esta literatura especializada ha sido tan importante -tanto en sus dimensiones teóricas como empíricas- que resulta imposible resumir toda su riqueza en un espacio tan acotado como este.

Por tanto, me limitaré a reflexionar aquí sobre la necesidad de que los jueces de los tribunales superiores ejerzan su creciente poder e influencia sobre la política democrática en un marco temporal acotado, que a la vez sea, por un lado, compatible con las renovadas exigencias de periodicidad, alternancia, transparencia y rendición de cuentas en el desempeño de las magistraturas públicas y, por el otro, resulte adecuado a las necesidades de la convivencia política y los nuevos contenidos de la democracia.

Un reto a la democracia representativa

A primera vista paradójico resulta el hecho de que, pese al aumento del poder y el protagonismo en cuestiones políticas y económicas, los jueces siguen perteneciendo a la que seguramente es la institución más débil de todas las previstas en los ordenamientos constitucionales. Aún tiene vigencia aquella famosa frase de Alexander Hamilton (Federalist 78) que nos advertía que sin “the purse or the sword” (la coerción física o económica directa), los jueces que ejercen el poder judicial dependen en una gran medida de otros actores para dar vida a sus decisiones, y muy señaladamente de los políticos, que controlan en última instancia recursos valiosos para la efectividad de la justicia.

Pero la debilidad natural de los sujetos políticos a veces puede provocar reacciones defensivas desmedidas que, a menudo, se traducen en abusos de poder. Sucede con frecuencia en política que cuando un actor percibe sus propias limitaciones, no busca tanto los instrumentos para convertir su debilidad en fortaleza y lograr un equilibrio razonable sino que se siente a menudo tentado de acaparar todo el poder disponible. La debilidad es, pues, la madre de todos los abusos.

Erróneamente se identifica a las tiranías como el gobierno autocrático de un solo hombre, pero así como una minoría parlamentaria puede convertirse en tiránica, también una elite judicial puede reducir la democracia y la libertad a escombros, si es que acierta, claro está, a encontrar los elementos adecuados para hacerlo y los ciudadanos dejan que los encuentren y los utilicen.

Uno de estos instrumentos es, sin dudas, la extensión indefinida de los mandatos judiciales, algo que a estas alturas de la evolución social y del propio constitucionalismo, se ha de considerar como un elemento regresivo de las libertades y del proceso democrático. A menudo, los defensores de una idea tan antigua como esta se ven obligados a recurrir al engaño para intentar vincular su reivindicación, bien con las garantías constitucionales del debido proceso, bien con la independencia del Poder Judicial como valor central de la administración de justicia. Lo hemos podido comprobar recientemente.

Es mucho más razonable pensar que allí donde existen mandatos tasados y los jueces de los tribunales superiores deben someterse, cada cierto tiempo, a una reválida de sus credenciales ante el poder político, quienes propugnan cosas como esta ocultan su verdadero rostro y, tras él el propósito, generalmente inconfesable, de extender ciertos poderes aun más allá de donde han llegado después de más de 150 años de práctica institucional y después de los dramáticos cambios que se han producido en nuestras sociedades y en nuestras democracias.

Es por este motivo y no por otro que a la reivindicación de «jueces eternos» se la debe entender solamente en clave de poder y, en consecuencia, se debe empezar por desconfiar de aquellas personas que pretenden revestir una operación política de tal grado de ambición con argumentos jurídicos que, las más de las veces, resultan incomprensibles para el ciudadano medio.

La situación en Salta

La situación que se ha vivido este último mes en la Provincia de Salta se ajusta con gran precisión a este modelo que, en grandes líneas, acabo de describir.

Si bien por el momento no es posible decir que quienes abogan por la extensión ilimitada del mandato de los jueces de la Corte de Justicia tengan en mente la instauración de una especie de tiranía judicial, lo que sí se puede afirmar es que, en la medida en que sus movimientos no cuentan con respaldo popular, de ninguna naturaleza, lo que está en marcha es una maniobra de claro sesgo elitista que persigue los objetivos principales de blindar a la aristocracia judicial y volverla aún más unaccountable de lo que ya es.

Qué duda cabe que ha sido la brutal extensión del periodo de mandato del Gobernador de la Provincia (reformado en 1998 y 2003 sin apenas debate) lo que ha provocado una importante distorsión de los equilibrios institucionales en Salta, y que el principio de la solución a este problema pasa por volver al mandato de cuatro años de los gobernadores, sin posibilidad de inmediata reelección. Es llamativo, por no decir paradójico, que quienes se han enrocado en la defensa del ejercicio vitalicio de los jueces argumenten con soltura que la «inamovilidad» judicial hunde sus raíces en los albores del constitucionalismo vernáculo, y al mismo tiempo defiendan los mandatos largos o repetibles de los gobernadores, a pesar de que las constituciones locales nunca lo habían contemplado sino hasta 1998.

Como resultado de este desequilibrio, hoy, seis de los siete jueces que ocupan asiento en la Corte de Justicia de Salta han sido designados por el mismo Gobernador de la Provincia (que ostenta un control virtualmente absoluto sobre las decisiones de las dos cámaras de la Legislatura), sin contar con los otros dos -por él mismo designados- y que ya se han jubilado, y de una tercera cuyo infeliz nombramiento aún está en proceso. Uno de ellos fue designado por primera vez en 1995 (es decir, por el Gobernador anterior), por lo que, a partir de 2007, debe el lugar que ocupa en el tribunal a la confianza del actual Gobernador de la Provincia.

Por mucho que se quiera, no es esta una situación normal, como tampoco sería normal que el próximo Gobernador de la Provincia no pudiera designar, en sus cuatro años de mandato, a ninguno de los jueces del tribunal superior, como parece que puede llegar a suceder.

El debate en los Estados Unidos

Si el antecedente doctrinario por antonomasia para justificar el ejercicio vitalicio del cargo de juez de la Corte de Justicia es la Constitución de los Estados Unidos -que inspira a la Constitución federal argentina-, lógico es suponer que la institución que se intenta defender ahora con tanta pasión es en realidad una vieja práctica judicial inglesa, que solo se justificaba, como hemos visto, por los enormes poderes del soberano antes de la Revolución Gloriosa de 1688.

Esa misma institución, o mejor dicho, su irreflexiva defensa, ha provocado un enorme problema político en los Estados Unidos de América, país en donde, en pocos años, se ha pasado de una media de duración de los jueces del máximo tribunal de 12,2 a 26,1 años, lo cual ha hecho que las vacantes se produzcan de forma cada vez más espaciada, impidiendo de hecho a los presidentes designar jueces durante sus mandatos con la frecuencia o en la cantidad que sería deseable para evitar graves problemas políticos y bloqueos institucionales.

Cada vez se tiene menos en cuenta que en los Estados Unidos han sido muchas las voces autorizadas que se opusieron con vigor y convicción a la duración vitalicia de los cargos de la Corte Suprema. Por ejemplo, Thomas Jefferson, que en su día denunció que los jueces eternos eran «enteramente inconsistentes con nuestra ordenada república». Congruente con este pensamiento, Jefferson propugnaba mandatos renovables de cuatro o seis años para los jueces federales (ver la carta de Thomas Jefferson a William T. Barry (2 de julio de 1822) en The Writings of Thomas Jefferson 255, 256 (H. A. Washington ed., 1854); así como la carta dirigida por el mismo Jefferson a William Branch Giles (20 de abril de 1807), en Thomas Jefferson - A Biography in his own words (Joseph L. Gardener et al. eds., 1974). Para el tercer presidente estadounidense este desempeño temporal de los jueces no afectaba en absoluto a su independencia, sino que, al contrario, la reforzaba.

En el mismo sentido, Robert Yates, que en la época de la ratificación firmaba sus escritos como Brutus, denunciaba que el carácter vitalicio de los jueces federales apartaba a los tribunales de justicia de la rendición de cuentas democrática.

Sin embargo, más relevante aún que las opiniones de quienes en su época contribuyeron a perfilar la Constitución de los Estados Unidos son las de algunos expertos contemporáneos partidarios de la limitación temporal de los jueces. Es el caso del profesor Philip OLIVER, quien en 1986 proponía un mandato de 18 años que, a su juicio, traería entre otros beneficios la posibilidad de que se abrieran vacantes cada dos años, equilibrando de este modo el impacto que el presidente del país puede tener en la configuración de la Corte y eliminando la posibilidad de que los jueces permanezcan en sus cargos más allá de sus «vigorous years»; es decir, después de que hubieran comenzado a declinar sus facultades físicas e intelectuales.

Muchos otros expertos se han manifestado partidarios de periodos limitados en el tiempo para los jueces de la Corte Suprema y demás magistrados federales, proponiendo diferentes medidas de tiempo. Entre estos expertos corresponde mencionar a James DITULLIO y John SCHOCHET, a Henry Paul MONAGHAN, a Laurence H. SILBERMAN, a Saikrishna B. PRAKASH, a John O. MCGINNIS, o a L. A. POWE Jr, quien recientemente identificó a la duración vitalicia de los jueces como «el más grande y duradero error» de los framers.

Todos ellos coinciden en la necesidad de poner un límite temporal a los mandatos de los jueces federales, especialmente a los nueve que se desempeñan en la Corte Suprema, básicamente porque los cargos vitalicios tienen un dudoso encaje en la democracia representativa y constituyen un peligro latente, tanto para las libertades públicas de los individuos como para la calidad de la justicia que se imparte.

Pero si esto sucede a nivel federal, conviene no olvidar que en la gran mayoría de las cortes supremas de los Estados federados los jueces desempeñan sus cargos por un tiempo limitado que oscila entre 1 y 14 años. Solo los Estados de Massachussetts, New Jersey y Rhode Island (tres de los cincuenta que conforman la Unión) los jueces designados tienen carácter vitalicio, como en la Corte Suprema federal. Es notable también cómo los jueces de estos últimos Estados jamás han intentado influir en los procesos constituyentes de los restantes Estados ni se han «solidarizado» con sus colegas de otras jurisdicciones por los teóricos inconvenientes que para la carrera judicial, o para la independencia de la función, acarrea -según algunos- el desempeño temporal de sus cargos.

No se debe olvidar por último, que ningún juez integrante de un tribunal internacional ejerce su cargo de por vida.

Unos fundamentos que no se sostienen

Las razones para defender la pervivencia del modelo de jueces eternos son, por tanto, puramente atávicas o dogmáticas, en el peor sentido de esta última expresión, tanto en los Estados Unidos de América como en los países que han seguido su estela en esta materia.

Detrás de propuestas de esta naturaleza, así como de aquellas que rechazan la posibilidad de una reforma, en los territorios en donde rige, no hay razones jurídicas ni doctrinarias de peso.

Estas posturas se apoyan solo en la tradición constitucional, que es, por así decirlo, una mala razón o una razón inconsistente, por cuanto la independencia de la justicia (o del Poder Judicial, para ser más rigurosos), que pudo estar anudada al desempeño vitalicio a finales del siglo XVII, ya no se puede perseguir a través de un sistema que (1) refuerza innecesariamente el poder de unos jueces, en el fondo débiles; (2) limita nominalmente el campo de acción política del Poder Ejecutivo, al impedirle de hecho designar a miembros de la Corte de su confianza (o como en el caso de Salta, permite una alianza duradera de poder basada en el tiempo entre el Poder Ejecutivo y el Judicial); y (3) sienta las bases para el elitismo judicial, que con unas mínimas correcciones puede derivar en una tiranía política de irreparables consecuencias.

Todo ello, claro está, a menos de que se considere al presidente o a los gobernadores modernos como verdaderos monarcas absolutos, del tipo de los que había en la Inglaterra de mediados del siglo XVII.

Las soluciones posibles

Salta debe plantearse volver de inmediato al mandato único de los gobernadores de cuatro años, sin posibilidad de reelección inmediata. Eso es lo primero. Sin esta reforma fundamental, cualquiera de las siguientes sería ineficaz o carecería de sentido.

Inmediatamente después, debe distribuir los poderes que actualmente ejerce la Corte de Justicia entre cinco o seis órganos diferentes, formalmente independientes del poder político: una corte constitucional, un órgano de gobierno colegiado de los jueces y del Poder Judicial, un órgano de administración electoral independiente y no judicial, un órgano específico de formación y selección de los futuros magistrados que no dependa de los tribunales, un órgano independiente y de conformación plural que ejerza la potestad disciplinaria sobre todos los magistrados, y un órgano que se encargue de supervisar el notariado.

Ninguno de estos órganos debería tener capacidad para enviar proyectos de ley a la Legislatura provincial ni permitírsele que a través de acuerdos de jueces se regulen materias procesales o relativas a la administración de personal, en áreas que disfrutan de reserva de ley.

Los jueces del máximo tribunal que ejerzan la potestad de juzgar, de dirimir controversias y de hacer ejecutar lo juzgado deben durar siete años en sus cargos, con la posibilidad de una única renovación de mandato, hasta completar, llegado el caso, un máximo de catorce años. En ningún caso de renovación los acuerdos senatoriales pueden ser automáticos y el segundo acuerdo deberá estar condicionado a la presentación de una minuciosa y pública rendición de cuentas del primer mandato.

Los jueces de una eventual corte constitucional, que se encargue a su vez de la tutela en última instancia de los derechos y libertades fundamentales, deben durar cinco años, sin posibilidad de renovación.

Solo los jueces que ejerzan el poder jurisdiccional puro deben ser reclutados de entre quienes se desempeñan en juzgados inferiores.

Los que lleguen a integrar esta Corte «jurisdiccional pura» conservarán su remuneración después de que hayan acabado su mandato y cuando ello suceda podrán reintegrarse a sus juzgados o tribunales de origen, hasta que estén en condiciones de jubilarse. Los que integren la Corte constitucional podrán no provenir del mundo judicial y cesarán en sus mandatos y en su remuneración cuando expire el plazo para el que fueron designados.

Todos los demás órganos en que se hayan distribuido los actuales poderes de la Corte de Justicia estarán integrados por personas que duren cuatro años y su designación ha de comtemplar mecanismos parlamentarios de representación de las minorías políticas y sociales.

Cualquiera sea en definitiva la configuración que adopten nuestras instituciones en el futuro, no se entendería un Poder Judicial desligado del control democrático, autogobernado, endogámico y relevado de la obligación de rendir cuentas de sus actos. El desempeño de los cargos judiciales por periodos excesivamente largos conspira contra estos objetivos fundamentales del sistema democrático, pero mucho más que ello lo hace la tremenda concentración de poder en mano de solo siete personas, que responden exclusivamente al Gobernador de la Provincia y que rechazan, por principio, el establecimiento de límites efectivos a sus potestades.

Lo que, en consecuencia, aparece como más urgente es reforzar los mecanismos constitucionales y políticos de limitación del poder -lo que incluye, lógicamente, el establecimiento de límites temporales más duros- tanto del Gobernador, como de los legisladores, los intendentes y los jueces, porque esta limitación es la única respuesta democráticamente razonable a las aspiraciones ciudadanas de mayor control sobre los procesos de decisión pública.

Toda otra solución -incluida especialmente la de la supresión del límite temporal de los jueces de la Corte de Justicia- no solo es regresiva, en términos históricos y de evolución social, sino potencialmente peligrosa, para los equilibrios internos del poder, pero sobre todo para la vigencia real de los derechos y libertades de los ciudadanos.

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