
Muy pocas personas han advertido estos días que, al mismo tiempo que las plazas se llenaban de pañuelos blancos pintados en el suelo, cual gaviotas de secano ansiosas por morder los frutos de las palmeras, en cada esquina de la ciudad con iluminación LED florecían los constitucionalistas.
Si contamos el número de pañuelos pintados, más el de los despintados, obtendremos el número aproximado de expertos en la complicada ciencia constitucional que han salido a la palestra y tomado por asalto las portadas digitales en las últimas dos semanas.
Desafortunadamente, nuestros vecinos, enredados en discusiones inacabables sobre el pasado, no han tenido tiempo ni claridad mental para advertir que, ya sea por sus opiniones, por sus dudosos antecedentes o por ambas cosas a la vez, esta legión de expertos vallistos en magna cartas es más peligrosa para la efectiva vigencia de la democracia que los inocentes pañuelos, que, tal como ha dicho un importante magistrado de Salta, a nadie hacen daño.
De la febril imaginación jurídica de estos constitucionalistas de focos LED ha salido la teoría de que los actuales jueces de la Corte de Justicia no se beneficiarían personalmente de una eventual sentencia judicial que expulsara del texto constitucional el límite de seis años al desempeño de sus cargos, estatuido en el artículo 156 de la Constitución provincial.
Su argumento es el de que el «acuerdo» prestado en su día por la Cámara de Senadores ha sido solo por el término de seis años, y que, en consecuencia, extender el mandato sin plazo de los actuales jueces no sería posible debido a la temporalidad de tal «acuerdo».
Con el debido respeto, he de decir que quienes piensan de esta manera pecan de un optimismo que tiene un estrecho parentesco con la ingenuidad.
Para empezar, si llegásemos a admitir la posibilidad de que la Constitución sea enmendada por el voto a puertas cerradas de siete jueces de reemplazo, es lógico suponer que un tribunal que se arrogue semejante atribución se colocará inmediatamente por encima de la Constitución, de modo que, ese poder supraconstituyente sería en cualquier caso suficiente para hacer todo lo que se considere necesario para que los requisitos de designación de los jueces de la Corte de Justicia -incluido, lógicamente el acuerdo senatorial- se acomoden al gusto y las preferencias de los señores magistrados.
Pero si esto no fuese entendido de esta manera, correspondería detenerse un minuto en la naturaleza jurídico-política de la intervención del Senado en el proceso de designación de los jueces del tribunal superior, así como la del resto de funcionarios y magistrados que requieran del acuerdo de los senadores para que su designación sea posible.
Es decir, que si miramos a esta institución por las tapas, sin entrar a desmenuzarla siquiera, nos vemos forzados a admitir que el tan tironeado «acuerdo» es un requisito integrador mas no constitutivo en el proceso de designación de los jueces, que solo depende de la voluntad del Gobernador, que la ejerce o debe ejercerla con escrupuloso respeto de la configuración constitucional.
Y tanto depende, que una vez que el Senado ha conferido su acuerdo a un candidato propuesto por el Gobernador, si este, después de haber consultado con su almohada decide al final no designarlo, negándose en consecuencia a firmar el decreto correspondiente, el Senado carece de potestad y de acción alguna para obligar al Gobernador a designar al «acordado».
La Constitución de Salta, como cualquiera otra de su misma especie, no establece ningún plazo de caducidad para los acuerdos del Senado. Si estos acuerdos estuvieran sujeto a plazo o a condición, una norma expresa de rango constitucional debería establecerlos. De nada vale a estos efectos el lenguaje que pueda llegar a utilizar el Senado en sus papeles o el Gobernador en los suyos. Lo que define la temporalidad es la naturaleza del cargo, con arreglo a la previsión constitucional, y no la voluntad de los senadores, por más que estos hayan tenido en cuenta expresamente el término constitucional para adoptar su decisión.
Debemos pensar en el acuerdo senatorial como en una especie de requisito de procedibilidad para el dictado de un acto administrativo por parte del Gobernador de la Provincia. Es decir, el acuerdo de por sí, aislado en su soledad jurídica, no tiene ninguna eficacia, ni dentro de la Constitución ni fuera de ella.
De estas razones básicas se derivan algunas consecuencias importantes, como por ejemplo que los acuerdos no caducan ni son, como algunos teóricos sostienen, «renovables».
Lo que caduca, en el caso de los jueces de la Corte de Justicia es el mandato tasado previsto en la Constitución, y nada tiene que ver ni con la voluntad del Gobernador o con la confianza de los senadores. El acuerdo, como casi todos sabemos, es un mecanismo de juicio político inverso o anticipado, que se pronuncia para un momento determinado y que crea una presunción de confianza parlamentaria que, cuando cae o se desvirtúa, no provoca el cese del acuerdo o de sus efectos sino que da pie a la sustanciación del juicio político.
Es decir, que si entendemos que es el constituyente el que establece el plazo de la designación, el acuerdo no puede decir nada ni a favor ni en contra de este plazo. Ahora que si el constituyente ordinario, o el supraconstituyente (los jueces suplentes de la Corte) deciden que no hay plazo, por más que los senadores pataleen, su acuerdo ya está dado y se aplica aquí la vieja regla del juego de la loba: carta suelta no tiene vuelta.
Por esta misma razón los acuerdos no son renovables, pues en caso de que el Gobernador decida volver a designar al mismo juez para otro periodo, el análisis de sus cualidades personales y políticas por parte de los senadores supone un juicio ex novo, que debe repetirse desde el principio, aunque la composición de la Cámara de Senadores sea idéntica.
Podemos presentar el mismo argumento desde un ángulo completamente diferente: el del juicio político de los artículos 104 a 107 de la Constitución provincial.
Cuando el Senado destituye a un responsable político, no lo hace por cuatro, por seis, por ocho o por doce años. Lo destituye, sin más. Con el acuerdo tendría que ocurrir exactamente lo mismo.
Y en lo que respecta a la renovación, es lógico suponer que si el Senado ha juzgado y destituido una vez a un funcionario sujeto a juicio político y si por esas excentricidades que son tan propias de la política lugareña tiene ocasión de volver a hacerlo en el futuro, no podrá decir entonces: «lo destituyo ahora porque ya lo he destituido antes» o «le renuevo la destitución». En cualquier caso tendrá que destituirlo por incumplimientos sobrevenidos a su primera destitución. Lo mismo sucede con los acuerdos.
Conclusiones
En suma, que los senadores no dan acuerdos temporales sino que dan acuerdos, sin más. Y que cuando los dan solo cumplen un trámite, sin cuyo agotamiento mediante un procedimiento regular, la designación de un cargo público mediante decreto deviene nula. En cuanto a la formalización de la designación, el elemento auténticamente constitutivo es la voluntad del Gobernador de la Provincia, expresada a través de los instrumentos normativos que la Constitución le reconoce, aunque el plazo del mandato es una cuestión reservada a la Constitución.Y por serlo, es susceptible de ser modificado por una asamblea soberana o, como en el caso al que nos enfrentamos, manipulado por un tribunal especial con ínfulas de infalibilidad sacerdotal. Conviene tenerlo claro.