La 'originalidad' peronista a debate

  • El autor reflexiona acerca del proceso de pérdida de identidad del peronismo e identifica como factores coadyuvantes el avance de la mundialización, la revolución de las comunicaciones y las nuevas formas de organización del trabajo.
  • En mundo que nos amenaza
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La mundialización, la revolución digital y el auge de las redes sociales, por ese orden, han contribuido a que esa gran construcción nacional («la del movimiento político de masas más grande de Occidente») haya extraviado gran parte de sus señas de identidad.

Cuando no existían aquellas cosas, el peronismo podía crecer y reproducirse con una enorme facilidad, con la sola condición de tomar los datos de la realidad del mundo exterior, bien como una amenaza, bien como una referencia para hacer, de fronteras adentro, algo completamente diferente. «Tan lejos de uno como de otro de los imperialismos dominantes», decía Perón a comienzos de los años 70, época en la que estaba completamente entregado al esoterismo.

La receta era bastante sencilla: si queríamos sentirnos argentinos y peronistas, la solución era ver al mundo y a sus problemas como algo ajeno a nosotros mismos, puesto que nosotros, más que los problemas, encarnamos las soluciones. La «dependencia», como la contracara de la «liberación», significaba zambullirse en el mundo, con todas las consecuencias, algo que Perón intentó evitar mientras pudo, mirando siempre a los grandes problemas de la humanidad como fenómenos extraños al paraíso peronista.

Por encontrar soluciones originales y mágicas, el peronismo halló la clave de bóveda de la cuestión social, del enfrentamiento ideológico, de la soberanía nacional, de la Guerra Fría, del autoabastecimiento energético, de la sustitución de importaciones y de otros problemas gravísimos que el mundo exterior enfrentó con sus líderes rascándose la cabeza para encontrar una salida.

No sucedió lo mismo en la Argentina, pues Perón, que se las sabía todas, tenía para cada cosita que surgiera en el mundo -por ejemplo el terrorismo de matriz marxista que azotó a Europa entre los años setenta y ochenta del siglo pasado- una solución a flor de manga. Ya Podían los rusos desplegar misiles en Cuba que Perón tenía todo masticado y ofrecía a los suyos -a los argentinos, en general- una solución original y perfecta.

Cuando despertamos de la larga siesta aislacionista y negacionista (podemos históricamente fijar este momento en los años noventa del siglo pasado, cuando se produjeron los atentados a la Embajada de Israel y la sede de la AMIA), el peronismo empezó a experimentar una cierta perplejidad. ¿Es que acaso el mundo intenta contagiarnos sus problemas?

La teoría (peronista) de que la Argentina no está en el mundo sino que es un cosmos en sí mismo (una comunidad organizada que funciona con la perfección de un reloj, sin ninguna ayuda exterior) comenzó a perder seguidores, a medida de que la revolución de las comunicaciones en ciernes hacía que ese país alejado de los grandes centros de pensamiento y de poder del mundo, poblado (entonces mayoritariamente) por descendientes de europeos, se acercara -si no físicamente- al menos en modos y manera de pensar al mundo que tanto desprecio y tantos recelos despertó entre nosotros.

Las soluciones peronistas «originales» comenzaron a escasear y en algunos casos (citaré, aunque no me guste, el desempleo y la precarización laboral) hubo que echar una mirada al mundo para ver cómo hacían otros países para solucionar un problema que el peronismo (y los argentinos) ni en sus peores pesadillas soñaron tener.

El peronismo buscó entonces en vano el origen de sus profundas contradicciones en sus enfrentamientos internos de las décadas pasadas (el setentismo), creyendo de este modo que la nostalgia y la autocrítica retrospectiva le devolverían la energía perdida.

Hoy tenemos el mundo instalado en el living de nuestra casa y en nuestro bolsillo, lugares a donde penetran con una pasmosa facilidad algunos señores que se hacen llamar Netflix, Twitter o Youtube. Sucederá algún día, no muy lejano que -como ya se advierte en los países más avanzados- los jóvenes de la Generación Z serán incapaces de nombrar de corrido a más de tres cadenas de televisión. En la Argentina, por desgracia, nuestros jóvenes siguen teniendo como referencia moral y estética las operías solemnes de Marcelo Tinelli. Pero eso no tardará mucho en cambiar.

Personas que hasta hace nada tenían el cerebro absorbido por el peronismo y su obstinada negación del mundo han comenzado -muy lentamente, es cierto- a ver al espacio que nos rodea, no como ese lugar hostil, conflictivo y hasta apocalíptico que describió la ideología nacional para su propia justificación, sino como un ancho territorio de oportunidades, como un enorme yacimiento de ideas, en donde, cómo no, existen graves problemas que nos son comunes. Cito solo uno: el cambio climático.

Si no viviéramos en la segunda década del siglo XXI, el peronismo en su versión más rancia ya hubiera negado el cambio climático (como Trump) argumentando entre otras cosas que tenemos los cielos más limpios del mundo; que a nuestros trigales los peina suavemente el pampero, que en la Argentina nadie se inunda, que en nuestros valles no sopla el zonda y que nuestros hielos son de una pureza tan virginal que ya podemos ir riéndonos de los ventisqueros de los Alpes.

Pero la hazaña más grande del peronismo no consiste en convencer a los lugareños de algo que ya está en su ADN, sino en tener a veces la oportunidad de convencer también a los extranjeros que llegan a visitarnos de la superioridad moral e intelectual de nuestro pensamiento político. «Dejameló a mi a este gringo, que se va a enterar de lo que vale un peine». Hacer desistir al forastero de su propia identidad y de sus convicciones es una de las grandes conquistas nacionales. Más, incluso, que ganarle a Inglaterra por un gol con la mano.

El peronismo y su originalidad en retirada todavía presumen de rechazar las aportaciones de pensamiento y obra de los extranjeros, provengan de donde provengan. Básicamente por dos motivos: 1) porque la mayoría de ellos viene de países «opresores», aunque ellos personalmente no hayan oprimido ni el botón para bajarse del colectivo; y 2) porque nuestro pensamiento vernáculo es en todo caso «superador». Ésa es la palabra que usan.

Los argentinos que llevan décadas enteras viviendo «en el mundo» (en este espacio mefítico al que el peronismo aborrece de raíz) comprueban que los problemas son problemas y que las soluciones mágicas o las recetas ideológicas no funcionan en ninguna parte. En estos países y en estas culturas los problemas no nos dan esas dos o tres horas de ventaja de que disfrutamos los argentinos antes de tener que contar una tragedia que sucede en el otro extremo del globo. Los golpes se sienten en el acto y a menudo no nos dejan tiempo para pensar.

Salvo en algunos países, que no viven muy bien que digamos, en los demás no hay «perones» que extiendan a sus ciudadanos un paño verde y desparramen prolijamente sobre él las soluciones a los grandes quebraderos de cabeza mundiales, como quien exhibe un muestrario de finísimas joyas. Las soluciones no consisten en ir a llamar a la puerta del líder providencial o desempolvar el libro de la doctrina o las cintas que Pino Solanas rodó en Puerta de Hierro para ver qué decía Perón hace cincuenta años sobre un tema determinado. Nadie, por así decirlo es partidario del rescate de las esencias cuando pintan bastos. En los países de los que hablo las personas sensatas se sienten concernidas, desafiadas por una realidad que amenaza con desbordarlos. Frente a los problemas se ponen a trabajar y no juegan a ser Indiana Jones buscando una fórmula mágica.

Quizá sea esto lo que al peronismo le disgusta del mundo. Esa obstinada vocación por el esfuerzo y la responsabilidad cívica.

Tenemos que admitir que el peronismo, en su versión más prístina, no ha hecho de nosotros unos ciudadanos cabales sino más bien unos borregos afortunados. Cada uno de nosotros porta en su cartera un documento que nos acredita como eternos aspirantes a la «felicidad del Pueblo» y a la «grandeza de la Nación»; algo que funciona como un pecado original al revés y que comienza por negar que alguna vez hayamos sido expulsados del paraíso terrenal.

Por esta razón es que acostumbramos ir por la vida con unos fueros que nos hacen perennemente inmunes frente al sufrimiento y a la pequeñez. Basta ver cómo se ponen los argentinos, de la clase que sean, en los aeropuertos del mundo cuando una compañía les niega un asiento. Y ni hablar si esto sucede en un país latinoamericano. Así hemos nacido y así hemos sido criados: con la conciencia inamovible de que estamos en este mundo para «hacer la nuestra», como disciplinados soldados de Perón que somos.

Cada argentino que pone los pies en el extranjero es portador de un fragmento minúsculo de soberanía política, de independencia económica y de justicia social; nuestro pasaporte representa el título de una cuota parte ideal del inmaculado condominio nacional. Si nos juntamos al menos once, le podemos hacer partido a cualquiera. No nos enseñaron a ser humildes, a reconocer nuestras flaquezas, a avergonzarnos de nuestros errores. El peronismo es, ante todo, una escuela de perfección; un gigantesco aparato que antes de alumbrar soluciones políticas y razonadas a los problemas colectivos funciona eficazmente como una máquina de sugestión de masas, como una fábrica perpetua de encantamientos a largo plazo.

El problema es que algunos piensan que si la originalidad del peronismo decae se diluirá sin remedio la identidad nacional. Tienen razón.

La pregunta es si necesitamos tal identidad en un mundo en el que cada vez más todos nos parecemos a todos y en donde los dramas que nos afligen son cada vez más compartidos por la humanidad entera.

Quizá la revolución de las comunicaciones digitales haya venido para enseñarnos unas formas de humildad, de solidaridad y de empatía con el mundo circundante que hasta hoy eran totalmente desconocidas.