Dos palabras acerca del cómic sobre el derecho de huelga

  • Dos viñetas han dado que hablar durante días. A juicio del autor, el revuelo armado en torno a este diálogo irrelevante es injustificado. Aquí las razones.
  • Educación en valores
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Durante los últimos días he leído cientos de opiniones -la mayoría de ellas, fanatizadas- sobre esa especie de historieta que trata hipotéticamente del derecho de huelga y que al parecer el gobierno nacional argentino incluyó en algún manual escolar.

Lo que a mí me parece particularmente grave de esta publicación no son las posturas enfrentadas sobre la extensión o los límites del derecho de huelga (banales, al fin y al cabo), sino el hecho de que un tema tan complicado, que no ha conseguido ni consigue poner de acuerdo a los expertos, sea objeto de estudio y reflexión para alumnos del sexto grado de primaria.

A mi modo ver, introducirlos de forma tan prematura en un debate prácticamente irresoluble como este es inútil y desproporcionado. La excusa flexible de la «educación en valores» no sirve en este caso para justificar un exceso de tal naturaleza.

Sobre el diálogo entre un señor de «cuello blanco» y otro de «cuello azul», tengo que decir que no me pareció tan escandaloso como a algunos les ha parecido.

No es un diálogo equilibrado, desde luego, pues la segunda viñeta tiende a hacer pensar al lector que la razón la tiene quien dice la última palabra. El gesto perplejo del hombrecito con casco y overol parece confirmarlo.

Pero vamos por partes.

Paralizar la actividad de las cámaras de diputados y senadores (suponemos que las nacionales) mediante una protesta está muy lejos de ser algo «inadmisible», como dice el señor vestido con corbata. El empleo de ese adjetivo le hace perder cualquier autoridad a su juicio.

Salvo que se tratara de una protesta «violenta», con agresiones físicas, destrozos a las instalaciones u ocupaciones ilegales, la protesta en sí no tiene por qué ser inadmisible.

La legislación no es un servicio público, como podría ser la sanidad pública o la educación. Es una función del Estado que, a diferencia del gobierno o de la jurisdicción, admite breves interrupciones temporales. ¿Recuerda alguien cuántos meses duraba el periodo ordinario de sesiones de las cámaras del Congreso Nacional en la Constitución de 1853?

Tenemos que pensar que si alguien impide a las cámaras sesionar y votar las leyes, como es su deber, la Constitución y los reglamentos de cada una de las asambleas disponen de mecanismos legales -bastante expeditivos, por cierto- para eliminar rápidamente los obstáculos que pudieren entorpecer el funcionamiento de cada cámara.

Por ejemplo, si los huelguistas irrumpen en el recinto durante un debate, siempre prevalecerá el orden parlamentario y la libertad de la asamblea, que el presidente de la cámara debe restaurar ordenando el inmediato desalojo de los intrusos, sobre el derecho de huelga, que puede continuar en todo su esplendor fuera del recinto. En la Plaza de los Dos Congresos, por ejemplo.

Si vamos a las afirmaciones del trabajador de «cuello azul», sus razones son un poco particulares, pues si nos fijamos bien, no invoca el derecho de huelga sino los hipotéticos derechos a «reclamar, protestar y manifestar por las reivindicaciones que consideramos pertinentes». Esto es otra cosa, y bien convendría distinguir.

La huelga supone la abstención de trabajar, siempre y por principio. Digamos que el derecho tutelado constitucionalmente y elevado al rango de derecho fundamental es el derecho de huelga puro. Los reclamos, las protestas y las manifestaciones no son en principio necesarias para ejercer de una forma eficaz la huelga, pues se supone que la sola abstención (el no acudir a trabajar) produce un enorme daño económico a la contraparte. Las manifestaciones y los piquetes persiguen otra finalidad, que no siempre goza de la tutela constitucional.

De allí que cuando los derechos a reclamar, protestar y manifestar se ejercen sin abstención de trabajar (por ejemplo, durante la jornada de trabajo normal), estos derechos ya no son tan importantes y deben por tanto ser ejercidos en tales casos con los límites y en las condiciones que prevé el ordenamiento.

Otra cosa que hay que subrayar es que en ninguna parte hay un derecho a protestar por «las reivindicaciones que consideramos pertinentes». A alguien le puede parecer «pertinente» que ascienda Juventud Antoniana o que el empleador les sirva todas las mañanas un desayuno con medialunes, pero difícilmente este objetivos puedan conferir legitimidad a una protesta que avasalle, por ejemplo, el derecho a la libre circulación. Lo que justifica el derecho a protestar es la negación de otros derechos fundamentales, no los deseos particulares ni las «pertinencias» de nadie.

Por ejemplo, si los empleados administrativos al servicio del Estado están insatisfechos con su remuneración o sus condiciones de trabajo, si no van a la huelga, lo que deben hacer es seguir la vía jerárquica para intentar hacer valer sus pretensiones. Toda otra conducta «en tiempos de paz» debe considerarse, en principio, fuera de la ley.

La historieta remata con la afirmación del trabajador de «cuello blanco» acerca de que esos derechos deben ser ejercidos con respeto a «la legalidad y a los derechos de los demás ciudadanos».

Se trata de una verdad de perogrullo, la primera, y una falacia, la segunda.

Cualquier derecho, con independencia del rango de la norma que lo consagra, debe ser ejercido con respeto a la legalidad; es decir, en el marco de las leyes que lo regulan. En el fondo estamos hablando de una contradicción puesto que no hay derecho cuyo ejercicio regular pueda considerarse ilegal. Se supone que el Ordenamiento es bastante coherente en este aspecto.

La segunda proposición es sencillamente mentira, puesto que los derechos a reclamar, protestar y manifestarse se pueden ejercer, y de hecho se ejercen, válidamente, con desmedro de algunos derechos de los otros ciudadanos. No todos los derechos del prójimo son tan importantes como para que los ciudadanos deban desistir de protestar cuando la ley les autoriza a ello.

Si a alguien se le ocurre montar un piquete dentro de un quirófano en el momento en el que están operando a una persona del corazón, por muy legítima que sea la protesta, el derecho a la salud del hombre que está en la camilla prevalece sobre el derecho de los manifestantes.

Por el contrario, el derecho a tomar sol en la vereda, que tenemos todos por igual, debe ceder cuando viene una manifestación legalmente organizada y hay que levantarse antes de que nos lleve puestos.

De lo que no se puede dudar es de que la huelga, como cualquiera otro derecho, no es absoluto y tiene límites muy claros. En nombre de la huelga no se puede pisotear todo lo que se ponga por delante. Pero en nombre de los demás derechos tampoco se pueden poner cortapisas a la única herramienta de que disponen los trabajadores para introducir algo de equidad en las relaciones que mantienen con sus empleadores.

La huelga forzosamente debe causar daño (es probablemente la única excepción honrosa al principio neminem leadere). Y el daño debe ser tolerado, en primer lugar, por quien emplea a los trabajadores huelguistas (aquel que les paga el sueldo), y, en menor medida, por la comunidad de usuarios y por la economía en general. Podemos hablar en estos casos de daños colaterales inevitables, siempre, claro está, que lo que persigan los huelguistas no sea imponerse a sus patronos para forzarlos que hagan concesiones en la mesa de negociación colectiva sino dañar al conjunto de la sociedad, en cuyo caso la huelga deja de estar protegida por el Derecho.

En resumen, que el diálogo de la historieta no me parece en principio tan antiobrero como dicen algunos que es; que más bien es un diálogo impreciso, poco fundamentado y construido en base a lugares comunes que se antojan incluso poco explorados. Que la huelga no es un derecho sagrado, pero casi, y que las protestas, los reclamos y las manifestaciones que suelen acompañarlas, de sagrado tienen bastante poco. Es decir, que hay que aprender a distinguir entre un derecho y ciertas exteriorizaciones que a veces (muy frecuentemente) no son necesarias.

Por lo demás, meter esas cosas en la cabeza de chicos y chicas de 11 años solo puede atribuirse a una mentalidad perversa. Quizá no tan antiobrera, pero sí muy malvada.